Desgraciadamente, ahora ella tenía que enfrentarse a la cada vez más desalentadora perspectiva de pasear junto a lord Greybourne, en medio de la atractiva atmósfera de Vauxhall, la cual ya solo por su propia naturaleza conducía al romance. Los fragantes jardines; los débilmente iluminados senderos rodeados de imponentes olmos, con su follaje engalanado con centelleantes lámparas; los estrechos caminos que conducían a lugares cada vez menos iluminados, donde podían estar ocurriendo todo tipo de escenas escandalosas…
La sola idea hizo que todo su cuerpo se estremeciera, y una vez más se quedó muda. Por el amor de Dios, aquel hombre iba a pensar que era una completa estúpida. Debería estar hablando con él sobre el decoro, pero esa era una tarea imposible mientras sus pensamientos estaban centrados en cuestiones tan indecorosas. ¿Por qué no decía algo él? Al menos podría intentar iniciar algún tipo de conversación, ya que veía que ella era incapaz de pensar en algo por sí misma.
Sus hombros se rozaron y ella dejó escapar una especie de suspiro al sentir el contacto. Se volvió hacia él y lo descubrió mirándola con tal intensidad que tropezó. Se incorporó agarrándose a su brazo tratando de recuperar el equilibrio, y él la sujetó por el hombro y la puso en pie.
– ¿Está usted bien, miss Chilton-Grizedale?
Meredith se quedó mirando fijamente su hermoso e irresistible rostro, y el estómago le dio un vuelco. «No, no estoy bien en absoluto, y todo por tu culpa. Me haces sentir cosas que no desearía sentir. Desear cosas que jamás tuve. Me haces que te desee de una manera que no puede llevar a nada más que a que se me rompa el corazón», pensó.
El calor de su mano se introducía a través de la tela de su vestido, calentando su piel hasta el punto de hacer que ella deseara estar más cerca de él, apretarse contra él. Aterrorizada, pensando que podría llegar a hacerlo, su mente ordenó a sus pies que retrocedieran varios pasos, lejos de él -una orden que sus pies ignoraron alegremente.
Tragando saliva para humedecer su reseca garganta, dijo:
– Es… estoy bien.
– La gravilla puede ser muy traicionera. ¿Se ha torcido el tobillo?
– Solo ha sido un traspiés. No me he hecho daño.
– Bien. -Él la soltó del brazo con apuro, pensando que ella podría sentirse incómoda-. ¿Le apetece que sigamos caminando? Andrew y mi hermana están ya bastante lejos.
Meredith miró hacia delante y se dio cuenta de que la otra pareja estaba ya casi fuera del alcance de su vista. Ella echó a andar y él la siguió caminando a su lado. Había otras parejas paseando por los alrededores, pero sin la compañía tranquilizadora del señor Stanton y de lady Bickley, Meredith era mucho más consciente de estar a solas con lord Greybourne. Aceleró el paso.
– ¿Estamos metidos en una carrera, miss Chilton-Grizedale? -preguntó él con un jocoso tono de voz.
– No, solo pensaba que quizá deberíamos reunimos con el señor Stanton y lady Beckley. No deberíamos perderlos de vista.
– No se preocupe. Conozco a Catherine, va a toda prisa para conseguir una buena mesa. Para cuando lleguemos, Andrew ya habrá pedido el vino, con lo que me habrá evitado el problema de que elija una buena cosecha -dijo burlonamente-. Por suerte, los jardines son famosos por sus excelentes vinos, pero Andrew no es precisamente un experto en vinos, lo suyo es más bien el brandy.
Un poco más relajada ahora que parecían haberse animado, Meredith miró hacia delante, hacia los tres arcos de triunfo que se levantaban sobre el camino.
– Vistos a esta distancia, parece como si las auténticas ruinas de Palmira estuvieran en Vauxhall.
Philip dirigió su atención hacia los arcos, bastante agradecido de tener algo más en que fijar su atención que no fuera su acompañante. Tras un breve examen comentó;
– Son una copia bastante buena, pero no se pueden comparar con las ruinas de verdad.
– No sabía que sus viajes le hubieran llevado hasta Siria, señor.
Impresionado por que ella conociera la localización de dichas ruinas, él dijo:
– Siria fue uno de los lugares que visité durante la última década.
– Imagino que las ruinas deben de ser magníficas.
Al instante se formó una imagen en su mente, tan vivida que se sintió como si estuviese de nuevo en la antigua ciudad.
– Entre las muchas ruinas que he estudiado, Palmira es una de las más sobresalientes, sobre todo por su impresionante ubicación. El contraste de los colores es fascinante, y casi imposible de describir, me temo. Durante el día, las ruinas adquieren un color blanquecino a causa del sol despiadado, y se recortan contra un cielo infinito de un azul tan deslumbrante que hace daño a la vista. Al atardecer, las sombras caen sobre las ruinas mientras el cielo se ilumina con vivos azules y amarillos, que a veces viran hacia el naranja y a veces hacia el rojo sangre. Y luego el cielo se va oscureciendo poco a poco, hasta que la ciudad llega a desvanecerse en la noche del desierto, como si no existiera, hasta que vuelve a salir el sol.
Él se volvió y la miró. Ella estaba observándole con ojos soñadores, como si estuviera viendo en ese momento las ruinas de Palmira al igual que él lo hacía.
– Suena extraordinario -susurró ella-. Increíble. Maravilloso.
– Sí, es todo eso. Y mucho más.
Su mirada se detuvo en el rostro de ella, recorriendo cada una de sus facciones únicas, y deteniéndose por último en su encantadora boca. Deseaba tocarla. Besarla. Con una intensidad que no podía seguir ignorando durante mucho tiempo.
Apartó la vista de ella, y echó una ojeada a los alrededores.
– Venga -dijo él tomándola amablemente por el codo y dirigiéndola hacia un sendero apartado de los edificios y las columnas-. Hace un noche tan hermosa que podríamos pasear un poco, y charlar un rato antes de reunimos con Andrew y Catherine en el restaurante. Estoy dándole vueltas a varias cosas, y es posible que usted pueda satisfacer mi curiosidad.
Su mirada se dirigió de nuevo hacia ella. Ella parpadeó y la expresión ausente se borró de sus ojos.
– Por supuesto, señor. Al menos lo intentaré. ¿De qué se trata?
– De usted, miss Chilton-Grizedale. ¿Cómo llegó a convertirse en casamentera?
Ella dudó por un segundo, y luego dijo:
– De la forma usual. Desde muy joven poseía una cualidad innata para descubrir qué jóvenes harían buena pareja entre los conocidos de mi familia, y me divertía haciendo insinuaciones al respecto de mis elecciones. Lo más sorprendente es que buena parte de mis elecciones llegaron a hacerse realidad. Cuando me hice mayor, leía las páginas de sociedad y mentalmente formaba parejas entre los miembros de la nobleza. Podía llegar a leer las amonestaciones y de repente decir: ¡Cielos, no! ¡No debería casarse con ella! La señora tal sería una pareja mucho más apropiada para él. Pronto empezaron a pedir mi consejo algunas madres de la zona, para que les encontrara un buen partido a sus hijas. Luego me trasladé a Londres, y poco a poco mi reputación fue aumentando.
Al igual que le había pasado por la tarde en el parque, se dio cuenta de que no eran sus palabras las que no sonaban a verdaderas, sino la manera como las decía. Era como sí estuviera recitando un discurso aprendido de memoria. Tuvo la clara impresión de que si volviera a hacerle la misma pregunta dentro de dos meses, recibiría la misma respuesta exacta, palabra por palabra. Y al contrario que muchas de las mujeres que él había conocido, se dio cuenta de que era muy reacia a hablar de sí misma. Ella le lanzó una mirada de soslayo.
– El hecho de que su padre me contratara en su nombre, para que le encontrara una novia apropiada, ha sido el encargo más prestigioso que me han hecho hasta la fecha.
– Pero aunque usted sea capaz de encontrar a una mujer que quiera casarse conmigo, solo podré hacerlo si soy capaz de romper el maleficio.