– No quiero tener una perspectiva pesimista al respecto de romper el maleficio. Y no puedo imaginar que exista una sola mujer que no esté dispuesta a casarse con usted.
El aminoró la marcha y la miró fijamente.
– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
Esta pregunta la puso claramente nerviosa.
– Bueno, porque usted tiene… -alzó una mano como sí intentara cazar las palabras que volaban por el aire- un título. Y es rico.
La decepción y algo que se parecía sospechosamente al dolor lo embriagaron. ¿Eso es todo lo que ella veía en él?
– ¿Y esos son los únicos criterios que utiliza cuando concierta matrimonios que funcionen?
– Por supuesto que no -dijo ella esbozando una sonrisa-. También ayuda mucho que aún conserve usted todos los dientes y todo el pelo.
– ¿Y si no tuviera todos los dientes y todo el pelo?
– Aun así no puedo imaginar a una sola mujer que no se casaría con usted.
– ¿Por qué?
– ¿Acaso está intentando que le haga algún cumplido, señor? -Su voz tenía un inconfundible tono de burla.
Maldita sea. De eso se trataba. Para su vergüenza. Sabía que estaba lejos de ser un hombre atractivo. Sabía que los años que había pasado viajando habían empañado el brillo de sus modales. Sabía que lo que al él le interesaba podría aburrir hasta la saciedad a cualquier mujer. Y sin embargo, deseaba oír de su boca lo que ya sabía. Estaba claro que ella trataba de mantener la conversación en un tono cordial, mientras él intentaba llevarla hacia algún rincón oscuro. Debería estar avergonzado de sí mismo. Aterrorizado. Y se había estado esforzando por demostrar sus limpios sentimientos, para después intentar besarla.
– ¿No tiene ningún cumplido que ofrecerme, miss Chilton-Grizedale?
Ella dejó escapar un suspiro teatral.
– Supongo que puedo buscar alguno, si se me presiona.
– Déjeme imaginar. Mis orejas no son ni de soplillo ni están caídas como las de un perro de caza.
Ella rió.
– Exactamente. Y su nariz no tiene ninguna herida.
– Cuidado. Tantos cumplidos juntos se me van a subir a la cabeza.
– Entonces será mejor que no puntualice que no tiene usted ni pizca de barriga. O que sus ojos son… -Su última frase quedó cortada como si la hubieran seccionado con un hacha.
– Mis ojos son ¿qué?, miss Chilton-Grizedale.
Ella dudó durante varios latidos de su corazón, y luego susurró:
– Tiernos. Sus ojos son tiernos.
Palabras simples y encantadoras que seguramente no deberían haberle producido ese extraño calor.
Meredith se atrevió a lanzarle una sonrisa. Él la estaba mirando con una intensidad que hizo que se le secara la garganta. Consciente de cómo la miraba, tragó saliva y añadió:
– Ahora es su turno, señor.
– ¿Para que le haga cumplidos? Muy bien. Yo creo que usted es…
– ¡No! -La palabra explotó en sus labios, seguida de una risa nerviosa-. ¡No! -repitió ella en voz más baja-. Quería decir que era su turno para explicarme cómo se siente dentro de su actual profesión de anticuario. -Sí, eso era lo que quería decir, pero una parte de ella no pudo evitar preguntarse qué es lo que él había estado a punto de decir.
– Ah, bueno, es interesante que lo haya expresado usted de esa manera, porque literalmente yo «caí» enamorado de las antigüedades. Cuando no era más que un chico de cinco años, me caí en un pozo en la finca de Ravensley, nuestra propiedad familiar en Kent.
– Oh, cielos, ¿se lastimó usted?
– Solo se lastimó mi orgullo. Por suerte el pozo era poco profundo; pero yo de niño era bastante patoso. Recuerdo que una de las institutrices se refería a mí como «el barco accidentado buscando un puerto en el que amarrar». Por supuesto, eso lo decía entre dientes; pero yo era torpe, no sordo.
El matiz de pena en el tono de su voz era inconfundible, y a ella eso le recordó inmediatamente el retrato que colgaba sobre la chimenea en el salón de la casa de su padre. Un niño regordete, con gafas, al borde de la madurez. Ni siquiera él tenía reparos en reconocer que había sido un niño fofo y con gafas, uno de esos a los que la institutriz les pone motes. Ella se sintió solidarizada con él, a la vez que irritada en su nombre.
– Imagino que su padre pondría a aquella institutriz de patitas en la calle sin darle el favor de una carta de recomendación.
– ¿Es eso lo que usted habría hecho?
– Sin dudarlo. No puedo soportar a la gente que hace o dice cosas que pueden ser dolorosas para quienes se supone que están bajo su cuidado, o quienes dependen de ellos. Quienes son más pequeños o más débiles que ellos. Es la peor forma de traición. -Sus manos se apretaban en un puño mientras esas palabras salían de su boca, sin poder detenerlas, con una voz alta y enérgica. Preocupada por la intensidad de sus palabras, y esperando no haber llegado demasiado lejos, añadió en un tono más tranquilo-: Así que estaba usted en el fondo del pozo…
– Sí, donde encontré una ciénaga de lodo sucio. Eso frenó mi caída, pero también se tragó uno de mis zapatos. Cuando tiré de mi pie, oí un horrible sonido de succión. Luego emergió el pie, llevando puesto solo el calcetín. Metí las manos en el lodo y me di cuenta de que no tenía más de treinta centímetros de profundidad. Hundido bajo el fango había algo duro que supuse que era una piedra. Rebusqué en el barro para sacar mi zapato, y encontré algo duro y redondo. Lo saqué del fondo y, tras limpiarlo, descubrí que se trataba de una moneda. Busqué por los alrededores y encontré tres más. Esa noche enseñé las monedas a mi padre. Eran de oro y parecían ser muy valiosas. A la mañana siguiente fuimos a Londres, al Museo Británico.
»El conservador del museo en persona examinó las piezas, y nos explicó que creía que se trataba de monedas que se remontaban a la época en que los romanos invadieron Inglaterra, en el cuarenta y tres antes de Cristo. Dijo que probablemente un soldado romano debió de esconder las monedas en el pozo, y que seguramente murió en la guerra antes de poder volver a recuperarlas. Esa escena inflamó mi imaginación, y desde entonces he seguido fascinado por el estudio de los restos del pasado y de las civilizaciones antiguas. Durante los siguientes años hice incontables excavaciones en los terrenos de nuestra propiedad, y mientras la mayoría de las familias iban a tomar las aguas a Bath, mí padre me llevaba a Salisbury Plain o a ver Stonehenge, o a Northumberland, para explorar la muralla de Adriano. Así que, al igual que usted, yo también descubrí de muy joven cuál era mi vocación.
Ella dudó un momento, y luego dijo con cautela:
– Ya sé que no es asunto mío, señor, pero parece que usted estaba bastante unido a su padre cuando era un muchacho. Aunque ahora no hay duda de la tensión que existe entre los dos.
Su observación produjo un momento de silencio, y ella se preguntó si lo habría ofendido.
– Nuestras relaciones cambiaron desde que falleció mi madre -dijo él al fin.
– Ya veo -murmuró ella, aunque no lo entendía-. Lo siento.
– Yo también.
– Espero que puedan dejar a un lado sus diferencias antes de que… sea demasiado tarde.
– Eso mismo espero yo. Sin embargo, no estoy seguro de que sea posible. Algunas heridas no se cierran jamás.
– Sí, lo sé. Pero me atrevería a pedirle que hiciera cuanto esté en su mano para reanudar sus relaciones con su padre. No sabe usted lo afortunado que es por tener un padre.
– ¿Su padre ha muerto?
La pregunta golpeó a Meredith como una bofetada, haciéndola ver que había dejado que la conversación derivara hacía unos derroteros por los que no tenía ganas de pasar.
– Sí, está muerto. -Al menos ella suponía que lo estaba. O eso era lo que se había dicho a sí misma. Determinada a cambiar de tema, preguntó-: ¿Qué pasó con las monedas que encontró en el pozo?
– Doné tres de ellas al museo, y me quedé con otra.