– ¿Todavía la conserva?
– Sí, claro. ¿Quiere verla?
– Me gustaría mucho.
El se detuvo, y le rozó ligeramente el brazo para que ella lo mirara. Para su sorpresa, él empezó a desanudarse el pañuelo.
– ¿Qué… qué está usted haciendo?
– Enseñarle la moneda. -Con el pañuelo desabrochado, abrió los extremos de su nívea camisa mostrándole el cuello. Se introdujo la mano en el pecho y extrajo de debajo de la camisa una cadena, al final de la cual colgaba un pequeño objeto esférico. Pero no se sacó la cadena por la cabeza, en lugar de eso, se acercó a ella y dejó el disco colgando.
Ella estaba completamente quieta. Estaban parados en una curva oscura del camino iluminada solo por la ligera luz de la luna que se colaba entre los árboles. El ruido, la música, la gente y las lámparas que iluminaban el parque estaban a bastante distancia de ellos, dejándoles en una burbuja de intimidad. Una brisa fragante hizo que su vestido rozara las botas de él. No los separaban más de dos pasos. Dos pasos que podían borrarse en un solo paso. Un paso que haría que sus mejillas se juntaran. Ella podía oír la respiración de él. ¿Podría oír él los latidos de su corazón?
Sus ojos se posaron en la moneda que él mantenía entre los dedos. Incapaz de detenerse, ella alzó la mano y se dio cuenta de que estaba temblando. Él dejó caer la moneda en la palma de su mano. Al hacerlo, sus dedos rozaron los de ella provocando que un calor le recorriera el brazo.
Caliente. El oro estaba caliente por haber reposado hasta hacía solo unos pocos segundos sobre su piel. Los dedos de ella se cerraron involuntariamente sobre la moneda, absorbiendo su calor, apretándola contra la palma de la mano. Abrió los dedos con lentitud y se quedó mirando fijamente el disco dorado.
– Me temo que no puedo verla muy bien.
El se acercó más a ella. Ahora solo les separaban unos centímetros.
– ¿Mejor así?
– Oh, sí.
Pero era mentira. Ahora era mucho peor. Ahora ella podía distinguir perfectamente su olor. Sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Ver el movimiento de su garganta cuando tragaba saliva. Su mente le ordenó que se apartara, pero sus pies rehusaron moverse. Manteniendo aún la moneda en la mano, ella lo miró. La escasa luz no le permitía darse cuenta de la absorta y profunda manera con que él miraba sus labios.
Philip rodeó su rostro con ambas manos, y suavemente le acarició las mejillas con los pulgares.
– Es tan suave -murmuró-. Tan increíblemente suave.
Luego bajó la cara lentamente, para darle la oportunidad de que se apartara, de que acabara con esa locura suya. En cambio, ella cerró los ojos y esperó…
Philip rozó con sus labios los labios de ella, luchando contra el pujante deseo de sencillamente tomarla entre sus brazos y devorarla. En lugar de eso, se acercó lentamente a ella, hasta que su cuerpo se pegó al suyo apretando la palma de la mano, que todavía sujetaba la moneda, contra su pecho. Pasó la punta de su lengua por el labio inferior de ella, y ella abrió los labios, invitándole a que se introdujera en el cálido cielo de su boca.
Exquisito. Ella sabía exactamente igual que olía: dulce, seductora y exquisita. Como algo salido de una pastelería. El deseo bombeó por sus venas como una droga, atrapando sus sentidos. Un profundo y femenino gemido salió de la boca de ella, mientras él le rozaba el cuello con los dedos para absorber la vibración y deslizaba la otra mano por su espalda, apretándola más contra él, aplastándola contra su cuerpo.
Ella soltó la moneda y apoyó su mano contra el pecho de él. Necesitaba sentir los latidos de su corazón golpeando contra sus costillas. La boca de Philip exploró los sedosos secretos de aquella exquisita boca femenina, y la deliciosa fricción de su lengua apretando contra la suya hizo que le temblaran las rodillas.
Más. Tenía que acariciarla más. Sin separarse de su boca, tiró de las cintas que sujetaban su gorro bajo la barbilla y luego se lo echó hacia atrás, dejando libre su cabello. Enredó sus dedos entre los sedosos bucles, sembrando el suelo de horquillas que caían con un ruido sordo. Era dulce y embriagadora.
Agarrando suavemente su cabello entre los puños echó su cabeza hacia atrás, acercando su boca a la mandíbula y la vulnerable curva de su cuello. Sintió con satisfacción que el pulso de ella se aceleraba al sentir el roce de sus labios, y acarició con su lengua aquel frenético latido. Ella se puso de puntillas con un suspiro, tamizando con los dedos de una mano el cabello de su nuca, mientras la mano que estaba apoyada en su pecho se movía hacia arriba hasta que las yemas de sus dedos tocaron la piel desnuda de la base de su garganta, allí donde se abría la camisa.
La sensación de los dedos de ella sobre su piel, acariciando su cabello, lo desarmó. Buscaba los labios de ella con un deseo irrefrenable, que se encendía aún más con su cálida respuesta. La sensación de aquel cuerpo apretado contra el suyo y el sabor de ella en su propia boca le golpeó con montones de deseos calientes y de anhelos, que hicieron desaparecer su sutileza, humillando sus delicadezas. Entonces sus manos -normalmente tan quietas, pacientes y tranquilas, que podían pasarse horas reuniendo pedazos de cerámica rota- se pusieron a moverse impacientes y sin descanso de arriba abajo por la espalda de ella.
Ella se apretó más a él, frotándose delicadamente contra su erección, y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. El tenía que detenerse. Ahora. Cuando aún quedaba una remota posibilidad de hacerlo. Con un esfuerzo que a Philip le costó la vida, bajó la cabeza y la miró.
Ella tenía los ojos cerrados, y una respiración rápida y jadeante salía por sus entreabiertos labios. Su negro cabello caía en cascadas sobre sus hombros. El deseo lo embriagaba, pero apretó las mandíbulas para forzarse a sí mismo a no dejarse arrastrar por el desesperado deseo de besarla de nuevo. Ella abrió los ojos y sus miradas se cruzaron.
Maldita sea. Aunque agradecía la intimidad que les ofrecía la oscuridad, también la maldecía por no permitirle observar los matices de su semblante. Quería ver sus ojos, su piel, sus pupilas dilatadas. ¿Se habrían teñido sus mejillas de rojo?
Ella seguía apretada contra él, recordándole por fuerza su dolorosa erección. Solo Dios sabía cuánto la deseaba, con una ferocidad completamente desconocida para él. ¿Era solo porque había estado tanto tiempo sin tener entre sus brazos a una mujer? ¿O era esa mujer en concreto la que despertaba en él tan dolorosa excitación?
Cerró los ojos un instante e intentó imaginar que tenía entre sus brazos a cualquier otra mujer que le acariciaba el pelo con las manos, pero no lo consiguió. Imposible. Solo la veía a ella. No se trataba de que cualquier mujer pudiera satisfacerle. Solo esa mujer en concreto podía hacerlo.
El silencio se hizo más profundo y sintió la necesidad de decir algo. Pero ¿qué? Sin duda, un verdadero caballero habría sabido disculparse y habría conseguido su perdón, pero el hecho de que él la hubiera conducido de manera deliberada hacía una zona oscura de Vauxhall con la expresa intención de besarla empañaba sus maneras caballerescas. «¿Las empañaba?» Su voz interior se mofó de él. «Están tan oxidadas que ya no tienen arreglo.» ¿Y cómo podía disculparse por algo de lo que no estaba arrepentido?
Aun así, las palabras que resonaban en su cerebro, «Te deseo, te deseo», probablemente era mejor no pronunciarlas. De modo que acarició un oscuro bucle de su frente y susurró la única palabra que rondaba por la punta de su lengua.
– Meredith.
El sonido de su nombre, musitado con una voz tan llena de excitación, la sacó de la niebla sensual que la rodeaba. Parpadeó varias veces y la realidad volvió de golpe. Todos sus nervios temblaban de excitación hirviendo de placer. La femenina carne del interior de sus muslos estaba húmeda y tensa, y con una dolorosa palpitación que se hacía más clara por la presión que sentía contra su vientre. La obvia erección de él anulaba los rumores de que no podía… cumplir -algo que por otra parte ella no había creído jamás. Y esa manera de besar…