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Que Dios la ayudara, la había besado en su más profunda sensibilidad. ¿Cuántas veces había soñado despierta, preguntándose cómo sería ser besada de ese modo, tratando de sofocar esa curiosidad y ese deseo? Ella sabía muy bien adonde conducían esas cosas, y era un camino que siempre se había negado a seguir. Aun así, había dejado que lord Greybourne la condujera hasta un lugar apartado y oscuro, sabiendo que él podría intentar besarla. Y deseando desesperadamente que lo hiciera.

Pero no había supuesto que la haría sentirse… de aquella manera. Tan viva. Tan dolorida. Tan deseosa. Y tan vacía cuando él se detuvo. Había deseado conocer el sabor y la sensación de sus besos. Ahora ya lo conocía. Y quería más. Pero eso era completamente imposible.

Habría querido sentirse ofendida, haberle llamado canalla, pero su honor no le permitía una falsedad de ese tipo, ni tampoco podía culparle a él de lo que había pasado entre ellos dos con su consentimiento. Debería haberle detenido. Pero no lo había hecho. Y ahora, como siempre le había pasado, simplemente tendría que vivir con las consecuencias de sus actos. Pero en este caso sus acciones podrían echar por tierra aquella respetabilidad por la que tanto y tan duro había luchado. ¿En qué diablos estaba pensando para arriesgar todo eso por un simple beso a escondidas?

Acumulando toda la dignidad que le fue posible, separó sus dedos de su recio y sedoso pelo, apartó la otra mano de su cálido pecho y dio un paso atrás, lejos del círculo de sus brazos.

Colocando con destreza su desarreglado cabello en un moño pasable, se volvió a colocar el gorro en su sitio y se lo ató bajo la barbilla.

– Deberíamos volver atrás -dijo ella, sintiéndose mucho más relajada ahora que llevaba de nuevo el pelo recogido. Ahora que él ya no la tocaba.

– No creo que eso sea posible.

– Lady Bickley y el señor Stanton estarán preocupados por nuestra prolongada ausencia.

– No me refiero a eso. -Acercándose a ella le pasó un dedo por la mejilla, inmovilizándola con el susurro de una caricia-. Pero creo que tú ya lo sabes. Creo que sabes, como yo sé, que no podemos borrar sin más lo que acaba de pasar entre nosotros. Que de ahora en adelante, todo entrará en dos categorías: antes de habernos besado y después de haberlo hecho.

Aquellas palabras, pronunciadas en una voz tan profunda y ardiente, amenazaban con hacer que se tambaleasen aún más su ya inseguras rodillas. Dando un paso atrás, fuera de su alcance, alzó la barbilla y adoptó su tono de voz más arisco.

– Eso no tiene sentido. Podemos olvidarlo, y eso es todo lo que haremos.

– Yo no olvidaré, Meredith. Ni aunque viva cien años.

Por el amor de Dios, ella tampoco podría olvidarlo. Pero uno de los dos tenía que ser sensato.

– Por favor, entienda que yo asumo la parte de culpa que he tenido en esto. -Intentó reír de manera desenfadada y quedó bastante impresionada del resultado-. Está claro que la atmósfera romántica de este lugar nos ha afectado a los dos. No deberíamos hacer un mundo de un beso sin importancia.

– ¿De verdad crees lo que estás diciendo? ¿Que no ha sido nada más que el ambiente? ¿Que no ha pasado nada importante entre nosotros? -Él avanzó, y aunque no llegó a tocarla, su cercanía hizo que a ella el corazón le latiera con más fuerza-. ¿Realmente crees que esto no va a volver a suceder?

– Sí. -Incluso a sus propios oídos esta palabra sonó forzada-. Una vez se puede pasar por alto como una enajenación pasajera. Dos veces sería…

– Colocarlo todo en una categoría diferente.

– Una categoría que se llama «un error de proporciones colosales».

– Me alegro de que esté de acuerdo conmigo. -Más tranquila por haber llegado a un acuerdo, ella echó a andar antes de que él cambiara de opinión o siguiera hablando de su beso, un tema que ella deseaba olvidar-. Ya es hora de que nos reunamos con los demás.

Él hizo una leve inclinación de cabeza y echaron a andar en silencio hacia el restaurante.

Meredith se mantenía a cierta distancia de él, procurando no llegar ni a rozarlo. No podía salir nada bueno de aquella atracción imposible que sentía por él. Ellos dos pertenecían a mundos diferentes. Él estaba destinado a casarse con una mujer de su misma clase social -en cuanto hubiera roto el maleficio. Y si no era capaz de romper el maleficio, no podría casarse-. De todas formas, ella no podría ser para él nada más que una diversión temporal, un juguete al que dejar tirado cuando el juego hubiera acabado, y ella nunca se permitiría a sí misma ser eso para ningún hombre. Desde el fondo de su mente le llegó una imagen de su madre, y apretó los ojos con fuerza. Nunca debería cometer el mismo error que había cometido su madre. Nunca haría lo que había hecho su madre.

Charlotte abrió unos centímetros la puerta de su dormitorio y echó una ojeada al pasillo. La luz que centelleaba por debajo de la puerta del dormitorio de Albert indicaba que este por fin había decidido encender las velas y retirarse a descansar. Asegurándose de que estaba sola, salió corriendo hasta la cocina para prepararse una caliente y humeante taza de té. Entreabrió la puerta de la cocina y se metió dentro como si acabara de saltar un muro de piedras. Albert estaba apoyado contra el mostrador de madera con una galleta en una mano y una taza en la otra. Su aparición en la puerta de la cocina hizo que su mano se detuviera helada a medio camino de su boca. Ella se quedó tan desconcertada y aturdida como él.

El corazón de Charlotte empezó a golpear con fuerza contra sus costillas. Albert tenía el cabello castaño claro completamente desordenado, como si hubiera abusado de su hábito de peinárselo con las manos. El destello de las llamas que ardían en la chimenea recortaba su silueta entre sombras oscuras, acentuando la barbilla sombreada de varios días sin afeitarse. Ella bajó la mirada, y le pareció que su corazón dejaba de latir de golpe.

Se dio cuenta de que Albert llevaba puesta la bata de franela azul oscuro que ella le había regalado por su último cumpleaños, un año antes. En aquel momento, se lo había pensado dos veces antes de comprarle una prenda tan íntima; aunque después de todo se trataba de Albert, un miembro de la familia. Pero cuando él abrió el regalo, la abrazó y la besó dulcemente en la frente. Un simple gesto de gratitud, nada más. Pero para ella fue como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Albert nunca había hecho una cosa así antes. En realidad, en algunas ocasiones le había parecido que Albert se apartaba de su camino para no tocarla -como si él notara su aversión a sentir las manos de un hombre sobre ella-, y ella había agradecido su sensibilidad.

Aquel abrazo y aquel beso en la frente fue la primera vez en su vida en que un hombre la había tocado con cuidadoso cariño y delicadeza. Amistosamente. Sin querer ni esperar nada más de ella. Fue una revelación que la colocó en su desaforada carrera de imposibles e inaceptables sentimientos hacia Albert.

Su mirada volvió a alzarse y notó que se le secaba la garganta. Albert llevaba la bata abierta por el pecho, dejando ver un trozo de piel desnuda. Un trozo de piel que sus labios inmediatamente sintieron el deseo de besar. La bata le acababa exactamente por debajo de las rodillas, dejando al descubierto sus pantorrillas, una de ellas claramente mucho más musculosa que la otra, debido a su lesión. Estaba descalzo. Un deseo fuerte e inesperado hizo nido en ella, y se mordió el labio inferior para contener un suspiro que luchaba por salir de su boca. Si hubiera sido capaz, se habría echado a reír de la completa ironía de la situación.

Cuando ella había llegado a la puerta de Meredith cinco años antes, maltratada y embarazada de una niña de la que no sabía quién era el padre, se había prometido que nunca más en su vida volvería a desear ser tocada por hombre alguno. Y había mantenido aquella promesa. Hasta el día que le había regalado a Albert aquella maldita bata.