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Que Dios la ayudara; tenía que apartar esos sentimientos de su cabeza, pero ¿cómo? Él era un muchacho tierno, cariñoso y adorable, que se merecía a una joven y hermosa muchacha inocente. Y no a una mujer hastiada, poco atractiva y gastada, que era cinco años más vieja que él. Él sabía quién había sido ella antes, cómo se había ganado la vida hasta que Meredith la tomó bajo su protección. Y él siempre había sido lo bastante amable como para no restregarle nunca su pasado por la cara, pero eso solo hacía que ella le quisiera aún más.

– Pensé que te habías ido a dormir -dijeron los dos a la vez.

Charlotte forzó una débil sonrisa intentando hacer todo lo posible para no demostrar lo nerviosa que estaba.

– No podía dormir, y pensé que quizá me vendría bien una taza de té.

Él señaló con la cabeza, hacia el fogón sin apartar la mirada de ella.

– Acabo de hacer té. Sírvete si quieres.

Aliviada por tener algo que hacer para apartarse de él y por mantener las manos ocupadas, Charlotte se sirvió una taza de té, pero su atención aún estaba centrada en el hombre que tenía a su espalda. Le oyó dejar la taza de té, y después la galleta, sobre el mostrador. Y le oyó andar lentamente mientras cruzaba la sala, y luego detenerse detrás de ella.

– ¿Por qué no podías dormir, Charlotte?

Se había parado cerca, muy cerca de ella. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no dar un paso atrás hasta que su espalda se apoyara contra el pecho de él.

– Mi… mi cabeza está muy ocupada. Pensando en cómo lo estará pasando Meredith en Vauxhall. ¿Y tú?

En el momento en que la pregunta salió de sus labios, deseó no haberla planteado. ¿Y si él no podía dormir porque no dejaba de pensar en alguna joven hermosa de la que estaba locamente enamorado? Él nunca hablaría de eso con nadie, pero ella lo sabía casi todo sobre los jóvenes de su edad y sobre los deseos que les corroían por dentro.

– No podía dormir, porque, igual que tú, mi mente estaba preocupada.

Ella dejó escapar un largo suspiro llenándose de valor, y luego se dio media vuelta.

Albert no estaba a más de dos pasos de ella.

– ¿Estás preocupado por Meredith? -preguntó ella-. Todavía no es medianoche.

– No. Si estuviera a solas con el tipo ese, Greybourne, que la mira como si ella fuera un cerdo salvaje y él un perro de caza, acaso lo estaría. Pero están con ella los otros tipos. En realidad, estoy preocupado por tí, Charlotte.

– ¿Por mí? ¿Y eso por qué?

– Últimamente no pareces la misma.

Cielos, ¿tanto se le notaba?

– ¿En qué sentido?

– No sabría explicarlo -dijo él frunciendo el entrecejo-. Como si estuvieras enfadada. Conmigo. -Sus ojos buscaron los de ella-. ¿He hecho algo que te haya ofendido?

– No. Simplemente he estado un poco cansada estos últimos tiempos.

– Eso ya lo veo. Tienes ojeras.

Antes de que ella pudiera reaccionar, él se levantó y pasó la punta de su índice por debajo de uno de sus ojos. Ella dejó escapar un ligero respingo ante el calor que ese sencillo gesto le provocó. Echó la cabeza hacia atrás, lejos del alcance de su mano, se apoyó en el mostrador y se alejó de él todo lo que le fue posible.

Él alzó la mano lentamente. Ella se lo quedó mirando con expresión de desconcierto.

– Charlotte… lo siento. No debería haber… -Se llevó las manos a la cara-. Pero tú sabes que yo jamás te haría daño.

Ella se sintió avergonzada de que su reacción le hubiera dado a entender, aunque solo fuera por un momento, que ella creía que podría hacerle daño. Pero ¿cómo podía explicarle que había rechazado su caricia porque no confiaba en sí misma, y no porque no confiara en él? Incapaz de conseguir que una sola palabra saliera a través el nudo que tenía en la garganta, simplemente asintió con la cabeza.

La tensión que expresaba su semblante se relajó.

– Me alegro de que lo sepas. Yo nunca dejaré que nadie te haga daño. Nunca más.

Lo que se había apagado en su corazón simplemente se derritió. Parecía tan valiente, como un guardián vigilando su castillo.

– Gracias, Albert.

Ella no tenía realmente la intención de tocarle, pero, de alguna manera, sin que fuera algo voluntario -acaso porque en el fondo lo deseaba con todas sus fuerzas- alzó una mano y se la colocó en la mejilla.

En el momento en que lo tocó, se dio cuenta de su grave error. Su mirada se dirigió hacia la imagen provocativa de su mano reposando contra la mejilla de él. Su piel era cálida, y su barbilla sin afeitar raspaba ligeramente la palma de su mano. El deseo de acariciarle la cara con los dedos, de explorar los rincones de su rostro, la arrebató. Y se hubiera dejado arrastrar por la tentación de hacerlo… pero se dio cuenta de que él estaba completamente quieto, rígido, como ido. Un músculo palpitaba con espasmos entre sus dedos, indicándole que la mandíbula de él estaba temblando. Tenía los ojos apretados con fuerza, como si sintiera un gran dolor. El tipo de dolor que uno siente cuando se encuentra en una situación muy desagradable. Como cuando te toca alguien que no quieres que te toque.

Se sintió abrasada por la vergüenza y la humillación, y apartó la mano de golpe como si la hubiera puesto en una hoguera. Para mortificarla aún más, sus ojos se llenaron de calientes lágrimas, que amenazaban con convertirse en un torrente. Tenía que alejarse de él.

– Creo… creo que he oído a Hope -dijo ella agarrándose a la primera excusa que le pasó por la cabeza-. Tengo que irme. Buenas noches.

Corrió hacia la puerta, y siguió corriendo sin detenerse hasta que se hubo metido en su dormitorio.

Qué situación tan imposible. No podría seguir viviendo de aquella manera durante demasiado tiempo. Solo deseaba poder evitarlo por completo, pero ¿cómo conseguirlo si ambos vivían bajo el mismo techo? Si seguía allí, solo era cuestión de tiempo que algún día se entregara a él. Pero no tenía ningún otro sitio a donde ir. No podía aceptar la idea de marcharse de allí, el único hogar verdadero que había conocido. Ni podía alejar a Hope de Meredith y de Albert. Ni ella podía alejarse de ellos. ¿Qué demonios iba a hacer?

Justo antes de la una de la madrugada, tras haber dejado en su casa primero a Meredith y luego a Catherine, Philip descorría las cortinas de terciopelo verde de su estudio privado. Después de haberse sacado el pañuelo, se quitó las gafas, se pasó los dedos por el puente de la nariz y luego se frotó la cara con las manos. Alguien llamó a la puerta, y él dejó escapar un suspiro de resignación. No tenía ganas de darle vueltas a lo que había pasado aquella noche, pero sabía que no tenía ningún sentido intentar dejar a un lado aquel tema.

– Pasa, Andrew.

Andrew entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Cruzó la alfombra persa de color marrón y dorado y se detuvo ante la botella de brandy.

– Parece que necesitas un tonificante. ¿Te sirvo una copa?

Philip le acercó la copa que había depositado sobre el escritorio.

– Échame un trago.

Viendo a Andrew servirse una buena copa de aquel líquido ámbar, empezó mentalmente la cuenta atrás. «Cinco, cuatro, tres, dos, uno…»

Como si estuviera cronometrado, Andrew dijo:

– Por lo que veo la noche no ha sido como tú esperabas.

– Al contrario, creo que la orquesta era bastante buena.

– No me estaba refiriendo a la música.

– Ah. Bueno, la comida solo era pasable, y las raciones más bien escasas, pero como ninguno de nosotros tenía mucha hambre, no me importó demasiado.

– Tampoco me estaba refiriendo a la comida.

– El vino era excelente.

– Tampoco hablaba del vino. Como tú bien sabes, me refiero a miss Chilton-Grizedale. -Movió lentamente la copa de brandy en su mano-. ¿Dónde os habíais metido?