– ¿Estabais preocupados por nosotros?
– La verdad es que no. Tu hermana mostró cierta inquietud, pero yo la tranquilicé diciéndole que seguramente preferías discutir los detalles sobre la búsqueda de tu futura esposa con miss Chilton-Grizedale en privado. Y luego, con mi habitual inteligencia y encanto, mantuve la atención de lady Beckley fija en otros temas hasta que volvisteis… con un aspecto un tanto desaliñado, debo añadir.
– Hacía bastante viento.
– Oh, claro. Estoy seguro de que fue el viento lo que hizo que los labios de miss Chilton-Grizedale estuvieran hinchados y sonrojados, y lo que hizo que tu pañuelo tuviera un nudo diferente del que llevabas al salir de casa.
La inquietud se deslizó por la columna vertebral de Philip, junto con cierta dosis de autorecriminación. Maldición, no debería haberse arriesgado a besarla en un lugar público, aunque hubiera buscado un rincón apartado en la oscuridad, escondido de miradas entrometidas. Lo último que deseaba era hundir aún más su reputación.
– ¿Alguien más se dio cuenta? -preguntó Philip-. ¿Catherine…?
– No. Los dos hicisteis una maravillosa representación, aparentando inocencia cuando os reunisteis con nosotros. Solo yo me di cuenta de esos detalles, porque os estaba observando. No pretendo fisgar, Philip. Tan solo estoy intentando ayudar. Es obvio que los dos estáis locamente enamorados.
Philip tomó un buen trago de brandy, saboreando el fuego que quemaba su garganta. Quizá Andrew podría echarle una mano. Podía ayudarle a escapar de esa atracción insensata por una mujer a la que apenas conocía.
– Esa mujer de la que estás enamorado… ¿Cuánto tiempo hacía que la conocías cuando te diste cuenta de que estabas loco por ella?
Andrew dejó escapar una risa seca.
– Me parece que esperas que te diga que la conocía desde hacía meses o años, y que mis sentimientos se fueron desarrollando lentamente, con el paso del tiempo, pero no fue así como sucedió. Fue como si me hubiera atravesado un rayo. Me conmovió de una manera que nunca antes había sentido desde la primera vez que puse mis ojos en ella. -Bajó la vista hacia su copa de brandy y continuó hablando con un tono de voz ronco, casi enfadado-. Todo en ella me fascinaba, y cada nuevo detalle que veía solo hacía que mis sentimientos fueran cada vez más profundos. La quería hasta el dolor, físico y mental. Ella era lo único que deseaba… -Andrew levantó la cabeza y sus labios se torcieron en un intento de sonreír que no llegó a sus ojos-. No sabes cuántas veces he imaginado el fallecimiento de su marido. De maneras muy diferentes, debo reconocerlo.
– ¿Y si se llegaras a tropezar con ese destino?
– Nada podría detenerme hasta que la hiciera mía. Nada -contestó sin ningún vestigio de humor en su expresión.
– Pero ¿y si la dama no comparte tus sentimientos?
– ¿Es eso lo que te hace perder la cabeza? ¿Crees que miss Chilton-Grizedale no está enamorada de ti? Porque sí lo crees, estás equivocado. Ella hace todo lo posible por ocultar sus sentimientos, pero ahí están, si es que sabes adonde mirar. Y para responder a tu pregunta, si la dama no comparte mis sentimientos, o necesita algo de persuasión, la cortejaré.
– ¿Cortejarla?
Andrew miró al techo meneando la cabeza.
– Mandarle flores. Leerle poemas. Componer algo llamado «Oda a miss Chilton-Grizedale en una tarde de verano». Ya sé que el romance no se lleva bien con tu naturaleza científica, pero si quieres conseguir a una mujer, tienes que adaptarte. Aunque antes de hacerlo, debes preguntarte hasta dónde estás dispuesto a llevar ese coqueteo, y adonde te va a conducir a ti, y a ella, cuando se haya acabado.
A Philip se le hizo un nudo en el estómago. Besar a Meredith había sido una gran falta de educación, pero todavía deseaba más. Si hubieran estado en un lugar más privado, ¿habría sido capaz de detenerse antes de tomarse más libertades con ella? Qué Dios lo ayudara, no lo sabía. Realmente ella se merecía algo más que ser seducida en la oscuridad de Vauxhall. Se merecía ser cortesmente cortejada por un caballero…
Apretó los dientes. Demonios, la idea de otro hombre acariciándola, besándola, cortejándola, le hacía sentirse lleno de celos. Desgraciadamente, ni su cabeza ni su corazón tenían planeado comprometerse con la persona que estaba encargada de buscarle una novia. No, no tenía un proyecto de futuro con Meredith.
Andrew carraspeó sacando a Philip de sus pensamientos.
– Si deseas cortejarla…
– No, no quiero hacerlo. No puedo. Nada bueno puede salir de eso.
– ¿Por qué no?
– No estoy en condiciones de cortejarla -contestó Philip haciendo un gesto con la mano-. Se supone que debería dedicarme a encontrar esposa. Una mujer de mi misma clase social. -Incluso a él mismo estas palabras le sonaron huecas y altaneras-. El honor me dicta hacerlo así, para mantener la promesa que le hice a mi padre.
– ¿Y le prometiste concretamente que te casarías con una mujer del más alto rango de tu elevada sociedad? -preguntó Andrew arqueando las cejas.
– No… pero eso es lo que se espera de mí.
– ¿Y desde cuándo haces lo que se supone que se espera de tí?
Philip no pudo evitar que se le escapara una breve carcajada. Ya era hora de mirar los acontecimientos de aquella noche desde una perspectiva adecuada. Meredith había despertado su curiosidad y su interés. Él había deseado besarla y había satisfecho ese deseo. Como ella le había señalado, eso era algo que no debían permitir que sucediera de nuevo. Sencillamente tenía que refrenar sus manos y sus labios. Él era un hombre con una voluntad de hierro. Era capaz de hacer cualquier cosa que le dictara su cerebro.
Antes de que Philip pudiera poner en duda esta idea, Andrew dijo:
– Por supuesto que el tema de la boda será algo discutible si no eres capaz de romper el maleficio. ¿Cuántas cajas quedan en el almacén para seguir buscando?
– Doce. ¿Y en el museo?
– Solo cuatro.
Dieciséis cajas. ¿Contendría una de aquellas cajas el pedazo que faltaba de la «Piedra de lágrimas»? Sí así fuera, pronto estaría casado con alguna mujer de su propia clase social. De lo contrario, se vería forzado a enfrentarse solo al futuro.
Ambas posibilidades le parecían igualmente espantosas.
9
Meredith estaba de pie entre las sombras, en el salón de lord Greybourne, y observaba la fiesta. Ya solo a juzgar por la asistencia, la velada estaba siendo todo un éxito. De las dos docenas de invitaciones que habían enviado no habían recibido ni una sola cancelación. La sala estaba a rebosar de grupos de muchachas en edad de casarse, todas perfectamente acompañadas, y por supuesto todas ellas interesadas, o al menos curiosas, por lord Greybourne.
Su mirada recorrió la habitación hasta que localizó al invitado de honor, el propio lord Greybourne. Cuando lo vio, su corazón se desbocó de esa manera ya familiar con que lo hacía cada vez que lo veía, pero esa noche su corazón se conmovió y se detuvo en varias ocasiones. Philip estaba tan espléndido, vestido con un traje elegante y con el pañuelo ahora perfectamente anudado, que le quitó el aliento. Su fino y abundante pelo castaño brillaba bajo la luz de una lámpara de cristal iluminada por una docena de velas. Se notaba que había tratado de arreglarse el pelo, pero un mechón rebelde aún ondeaba sobre su frente. En aquel momento estaba de pie al lado de la chimenea y conversaba con la condesa de Hickam y su hija, lady Penelope. Lady Penelope era un diamante de gran calidad y estaba muy solicitada desde que se presentara en sociedad la temporada pasada. Con su radiante belleza rubia, una angelical voz cantarina y una enorme fortuna familiar a sus espaldas, lady Penelope había sido la primera candidata a convertirse en novia de lord Greybourne. De hecho, la única razón por la que Meredith había elegido a lady Sarah antes que a ella había sido por lo ventajoso de esa unión en cuanto a propiedades de terrenos.