Lady Sarah Markham
En cuanto Philip acabó de leer aquellas líneas, lord Hedington se puso a golpear el papel con su monóculo a la vez que preguntaba:
– Por el amor de Dios, dígame qué es lo que pone. ¿Está bien mi hija?
– Sí, su Excelencia, su hija está perfectamente -dijo Philip levantando la vista y cruzándose con la mirada del duque.
– Entonces, ¿por qué demonios no está aquí? ¿Dónde está?
La calma volvió a apoderarse de Philip, que dejó escapar el primer suspiro de alivio desde hacía meses. Ella le había dejado plantado. Gracias a Dios.
– No sé exactamente dónde se encuentra, pero dice que no tiene que preocuparse por su seguridad. De todas maneras, creo que lo más importante es que no está aquí. Y que no va a venir.
– ¿Que no va a venir? -bramó el duque-. Tonterías. Por supuesto que va a venir. Y se va a casar. Aquí. Con usted. Hoy mismo. -Sacó el reloj de bolsillo de su chaqueta y lo abrió-. Cinco minutos tarde.
– Me temo que no -dijo Philip acercándole la hoja de papel al duque, quien la agarró entre dos dedos. A los pocos segundos de leer la carta, el negro entrecejo del duque se ensombreció aún más.
– ¿Qué demonios quiere decir con eso del «maleficio»? ¿A qué se refiere? -preguntó el duque pasándole el papel al padre de Philip.
Philip se dio cuenta de que miss Chilton-Grizedale, cuyo rostro había tomado un matiz ligeramente verdoso, se había deslizado sigilosamente hasta acercarse a su padre, con los ojos como platos para poder echar un vistazo a la carta.
Antes de que Philip pudiera replicar, su padre levantó la vista de la nota y lo observó fijamente. El frío enfado y la decepción que emanaban del rostro de su padre se clavaron en la mirada de Philip. Más profundamente de lo que él podía soportar. Con más dureza de la que le hubiera gustado admitir. Por todos los demonios, él ya no era un muchachito en busca de la aprobación de su padre.
Pero en lugar de dirigir su ira hacia donde claramente estaba deseando hacerlo, su padre se dio la vuelta y dirigió toda la fuerza de su tranquila furia glacial sobre lord Hedington.
– Esto es un ultraje. ¿Qué tipo de débil de mollera, de inteligencia de mosquito, es tu hija, Hedington? ¿Cómo se atreve a escribir que no puede casarse con mí hijo? Y usted. -Su atención se dirigió ahora hacia miss Chilton-Grizedale, señalándola de una manera acusadora-. Yo la contraté para que le encontrara una esposa adecuada a mi hijo, no una boba casquivana que balbucea historias de maleficios y se echa atrás el mismo día de su boda.
El enfado brillaba en los ojos de miss Chilton-Grizedale, quien abrió la boca para contestar, pero la voz ofendida de lord Hedington interrumpió lo que fuera que iba a decir.
– ¿Débil de mollera? ¿Inteligencia de mosquito? -bramó el duque-. ¿Boba? ¿Cómo se atreve a hablar de mi hija en esos términos, especialmente cuando está claro lo que se desprende de su nota? -Se la arrancó al padre de Philip de las manos y la hizo ondear en la suya como si se tratara de una bandera-. Algo que su atontado hijo le contó a mi hija la ha puesto en esta desastrosa situación. -Ahora volvió su atención hacia miss Chilton-Grizedale-. ¿Y cómo se atrevió usted a negociar la unión de mi hija con un hombre tan poco recomendable? Me aseguró que el escándalo de hace tres años no fue nada más que un malentendido, que Greybourne era una persona respetable en todos los sentidos. Ahora ha asustado a mi hija con sus tonterías; y eso por no mencionar que su pañuelo es un completo desatino. Uno nunca debería fiarse de un hombre que lleva el cuello al descubierto.
La palidez de las mejillas verdosas de miss Chilton-Grizedale tomó un matiz carmesí, y levantando la barbilla dijo:
– Antes de que ustedes, caballeros, sigan diciendo más de lo que puedan arrepentirse después, o sigan lanzando acusaciones o calumnias contra mí, creo que deberíamos oír lo que tiene que decirnos lord Greybourne sobre este asunto.
La verdad era que, a pesar de lo apremiante de la situación, no podía por menos que aplaudir los nervios de acero de aquella mujer. Le hubiera costado nombrar a muchos hombres capaces de enfrentarse a esos dos padres enfadados con el mismo ímpetu y sentido común que ella tenía.
Philip carraspeó, se ajustó las gafas e inspiró una profunda bocanada de aire, mientras se preparaba, para contar al completamente deshecho lord Hedington y a la iracunda miss Chilton-Grizedale la misma historia que le había contado a su padre dos días antes, cuando llegó a Inglaterra.
– Sucedió algo mientras estaba en Egipto, algo que me impide casarme con lady Sarah. O con cualquier otra mujer.
Tras unos momentos de desafiante silencio, la comprensión, rodeada de acero, apareció en la mirada de lord Hedington.
– Ya veo. Se ha enamorado de una mujer extranjera. Eso es una desgracia, porque sus obligaciones le dicen que…
– No tiene nada que ver con otra mujer, su Excelencia. El problema es que sobre mí ha caído un… maleficio.
Nadie habló durante un largo rato. Al final lord Hedington carraspeó y, tras dirigir una mirada subrepticia a miss Chilton-Grizedale, dijo en voz baja:
– Creo que es bastante común que los hombres, ocasionalmente, sufran ese tipo de… infortunios. Pero estoy convencido de que la exuberante belleza de mi hija podrá poner remedio a sus… males.
Un sonido ahogado salió de la garganta de miss Chilton-Grizedale, y el padre de Philip palideció. Philip sentía cómo el rubor le subía desde el cuello. Por todos los demonios, no era posible que estuvieran teniendo aquella conversación. Se pasó las manos por la cara.
– Su Excelencia, no soy impotente.
No hubo duda de que tanto el padre de Philip como el duque se sintieron aliviados. Antes de que nadie pudiera volver a hablar, Philip continuó su relato:
– Estoy hablando de un maleficio, uno escrito en una tablilla de arcilla que descubrí el día antes de embarcarme en Alejandría.
El pensamiento de Philip volvió atrás, hasta aquel día, varios meses antes, en que encontró la piedra. Deslumbrado por el brillo del sol, respirando con dificultad a causa del aire caliente y húmedo que olía como ningún otro… un aire impregnado con la fragancia de la historia de civilizaciones antiguas. Un aire que iba a echar de menos con un dolor que no podía describir cuando al día siguiente saliera de nuevo hacia su país para casarse. Para cumplir con una promesa que había hecho una década antes. Una promesa que no podía posponer más, ahora que su padre estaba a punto de morir.
Había estado preparándose para la marcha todo el día -su último día-, pero no se decidía a guardar sus herramientas -por última vez-, a lavarse las manos del polvo y la suciedad -por última vez-; todo le impelía a continuar con su trabajo. Y unos minutos más tarde…
– El día antes de salir hacia Alejandría para mi viaje de regreso a Inglaterra hice un descubrimiento: una caja de alabastro. Dentro de la caja había una piedra muy intrigante con algo escrito en un lenguaje antiguo. Como las lenguas antiguas me interesan especialmente, me sentí muy emocionado por aquel hallazgo. Tomé la caja y me retiré a mi camarote en el Dream Keeper a esperar hasta que zarpáramos al atardecer. Cuando logré descifrar la tablilla, me di cuenta de que se trataba de un maleficio.
El semblante de lord Hedington parecía una nube de tormenta.
– ¿Qué tipo de persona puede creer en tales estupideces…?