– Parece que te sorprende que te ofrezca mi ayuda. Estoy preocupado por tu seguridad y no me gusta nada el tono de la nota que encontró Edward. Y en cuanto al maleficio… a pesar de que sigo convencido de que no es auténtico, al contrario de lo que tú pareces creer, nada deseo más que verte casado con la mujer a la que quieres… hijo.
El cuello de Philip se tensó al oír la brusca afirmación de su padre. Su padre no le había llamado hijo desde la muerte de su madre. Ni una sola vez, ni de palabra ni por escrito. Lo cual significaba que ahora su padre le estaba ofreciendo una rama de olivo, estaba haciendo un gesto para solucionar sus diferencias, aprovechando el hecho de que si Philip se casaba podrían dejar el pasado a sus espaldas.
– Gracias. Tu compañía será bienvenida. -Cuando salían del comedor, Philip dijo-: Como veo que Andrew aún no se ha levantado, supongo que no se encontrará bien todavía. Espero que esté mejor a lo largo del día y se pueda unir a nosotros más tarde.
– ¿Dices que Stanton está enfermo? Habrá sido algo bastante rápido. Lo vi ayer por la noche y parecía perfectamente bien de salud.
– ¿Ayer por la noche? ¿A qué hora? -Debían de ser cerca de las once, cuando volvía en mi carruaje desde el club. Lo vi andando por Oxford Street.
– ¿Y qué es lo que hacías tú fuera de casa a las once de la noche, padre? Estoy seguro de que el doctor no te habrá recomendado esas salidas nocturnas.
Las mejillas sonrosadas de su padre palidecieron.
– Me encontraba bastante bien ayer por la noche y pasé un rato por el club. El doctor me ha dicho que puedo salir de vez en cuando si me encuentro bien. Hace que me sienta mejor de ánimo, ya sabes.
– Ya veo. Pero en cuanto a Andrew, debes de estar equivocado. Se metió en la cama poco después de las siete.
– Estaba convencido de que era él… Pero parece ser que me equivoqué. Aunque entonces tu amigo Stanton debe de tener un doble en Londres.
– Dicen que todo el mundo tiene uno en alguna parte -contestó Philip. Y luego río-: Pero que el cielo nos ayude si de verdad hay por aquí otro Andrew Stanton.
Philip se dio media vuelta describiendo un lento círculo, con sus botas arañando el gastado suelo de madera del almacén mientras observaba el área que rodeaba dos de las cajas. Se podían ver muestras de violencia en las marcas de rozaduras de la madera y en los objetos rotos esparcidos por el suelo. Philip se agachó y tomó un trozo puntiagudo de cerámica roja brillante. Samiático, del segundo siglo antes de Cristo. Había comprado ese jarrón a un vendedor de Roma conocido por sus exquisitas reliquias, algunas de ellas adquiridas por medios bastante dudosos. La pérdida de algo tan hermoso, que había sobrevivido durante cientos de años y le ofrecía una mirada precisa sobre un pasado que jamás podría ser reconstruido, le golpeó el estómago con una dolorosa ira. Y mucho más dolorosa era la idea de que Edward podría haber acabado hecho trozos como esa pieza que sostenía entre las manos. Con meticuloso cuidado podía conseguir recomponer aquel jarrón. Pero no podría haber hecho lo mismo si aquel malnacido hubiera matado a Edward.
– ¿Ha habido muchos desperfectos? -preguntó su padre.
– Es difícil saberlo. Pero me parece que se han roto varías piezas. Lo sabré con exactitud cuando haya cotejado el contenido de las cajas con los libros. -Se pasó las manos por la cara-. Podría haber sido mucho peor.
Su padre alzó un brazo señalando los destrozos.
– ¿Era necesario que fueran tan salvajes?
– Por supuesto, yo habría intentado ser más cuidadoso, pero ya ves que ellos no lo han sido. -Recogió la bolsa de cuero que había dejado al lado de una de las cajas. La abrió y extrajo de ella un trozo de tela de algodón-. Tengo que guardar los fragmentos en esta tela, dejando espacio entre los trozos, y luego enrollarlos con ella para que estén protegidos. Esa silla es bastante cómoda.
– No he venido hasta aquí para quedarme sentado.
– Lo sé, pero me temo que para esta tarea se necesita andar tirado en el suelo a cuatro patas.
Su padre alzó una de las cejas.
– No soy la vieja reliquia que tú imaginas. Mis manos y mis rodillas están en perfectas condiciones.
A pesar de la seriedad de la circunstancia, Philip esbozó una sonrisa.
– Como experto en reliquias viejas, puedo confirmar que tú no eres una de ellas. Solo estaba pensando en tu inmaculado atuendo. Si te arrodillas en este suelo, ni una ley del Parlamento será capaz de volver a limpiar los pantalones que llevas.
– Bah. -Su padre se agachó lentamente hasta ponerse de rodillas, moviéndose con cautela y con tal expresión en la cara que Philip tuvo que apretar los dientes para no dejar escapar una carcajada.
– Ya lo ves -dijo su padre con voz de satisfacción en cuanto lo hubo conseguido.
– Excelente. Pero muévete con cuidado no vayas a romper alguno de los trozos.
Mientras estaban trabajando, colocando juntos con cuidado fragmentos rotos de diferentes colores en la tela de algodón, Philip fue contestando a su padre miríadas de preguntas que tenían que ver con las alfombras, los muebles, las telas y las demás mercancías que había traído del extranjero para poner en marcha su nuevo negocio juntos. Había pasado más de una hora de sorprendentemente amable conversación cuando su padre dijo:
– Mira lo que he encontrado debajo de la caja. Parece demasiado nuevo para ser una de tus piezas. De hecho se parece mucho al que llevo yo.
Philip se dio la vuelta. Entre los dedos de su padre había un cuchillo, con su brillante y letal hoja reflejando el sol matinal que se colaba a través de las ventanas. Philip se acercó y su padre le pasó con cuidado el arma.
– Parece el cuchillo de la persona que asaltó el almacén. Edward dijo que el criminal lo perdió durante la lucha.
Philip examinó la pieza, pero no pudo distinguir ninguna marca especial. No era más que un típico cuchillo de bota. La mayoría de la gente a la que conocía, incluido él mismo, llevaba uno como ese: Andrew, Edward, Bakari, y también su propio padre, como acababa de saber.
Colocando el cuchillo en su propia bota, Philip dijo:
– Tendré que llevarlo al juzgado.
Siguieron con la difícil tarea de recoger los restos de la cerámica rota. Estaban a punto de acabar cuando un sonido en la puerta del almacén les advirtió de que alguien había entrado.
– Lord Greybourne, ¿está usted ahí?
Su cuerpo se puso tenso enseguida al escuchar la femenina y ronca voz de Meredith, y él se tragó el sonido desabrido que ascendía por su garganta. ¿Cómo podía defenderse, qué oración podía salvarle contra una mujer que solo con el sonido de su voz tenía tal efecto sobre él?
– Aquí estoy -dijo sorprendido por el extraño tono de su propia voz. Volviéndose hacia su padre, le anunció-: Miss Chilton-Grizedale. -El sonido de unos pasos que se arrastraban llegó hasta sus oídos-. Acompañada por su mayordomo, Albert Goddard. -«Quien está enamorado de ella», pensó.
Philip y su padre se pusieron en píe, y él apretó los labios forzándose para no fijarse en las rodillas sucias de los blancos pantalones de etiqueta de su padre. Nunca lo había visto tan descuidado. Pero a pesar de su atuendo desaliñado, en su rostro se dibujaba una sonrisa de satisfacción por el trabajo realizado. Al cabo de unos segundos aparecieron Meredith y Goddard doblando una esquina de cajas. Su mirada se posó en Meredith, y por un instante le pareció que ella le devolvía una mirada de intimidad. Al momento, como si acabara de caer un telón ante sus ojos, ella se quedó mirando alrededor con fría indiferencia.
Los ojos de Philip se detuvieron en Goddard, que estaba de pie junto a Meredith, como si fuera un caballero andante vigilando a su dama y mirando fijamente a Philip. Si Philip no hubiera estado agradecido de que el joven protegiera a Meredith, se habría sentido incómodo por aquellos cuchillos visuales que apuntaban directamente en su dirección. Philip presentó a Goddard a su padre, y su padre hizo a continuación una reverencia en dirección a Meredith.