– De modo que Meredith se lo llevó a su casa para que viviera con su familia.
– Me llevó a vivir con ella. Era como una madre para mí. Me alimentó, me vistió y me enseñó a leer y a escribir. Estuvimos solos miss Merrie y yo hasta hace cinco años, cuando llegaron Charlotte y Hope.
– ¿Ella vivía sola cuando te encontró? Pero no podía tener más de quince o dieciséis años. ¿Cómo…?
– Olvídelo. Eso ya no importa. -La voz de Goddard parecía un ronco graznido, y tenía las manos apretadas a los costados-. Lo importante es que sepa usted qué tipo de dama es. Cariñosa y respetable. Y que ella me dio la vida. Y por el amor de Dios que no dejaré que usted o ningún otro le haga daño de alguna manera.
Una grieta de vergüenza se abrió en la espalda de Philip. Los momentos que había vivido en su vida regalada como realmente duros se desvanecían como algo insignificante comparado con los horrores que había sufrido ese joven.
Con la mirada fija en Goddard, Philip dijo:
– Yo nunca le haré daño. E incluso antes de que usted me contara su historia, ya sabía que era cariñosa y respetable.
– ¿Y qué hay de la lujuria que siente por ella?
– No puedo negar que siento atracción por ella, pero eso solo es una parte de los sentimientos que me inspira. Usted está asumiendo que solo existen por una parte. Pero ¿qué me diría si ella sintiera lo mismo por mí?
La incertidumbre se reflejaba en los ojos de Goddard.
– No he pensado en eso -aceptó con obvia reticencia-. Si ella decide que usted la va a hacer feliz… bueno, yo quiero que ella sea feliz.
Philip asintió con la cabeza. Su mirada se deslizó involuntariamente hacia la pierna herida de Goddard. Enseguida se dio cuenta de que el joven se ponía tenso.
– No necesito para nada su maldita piedad.
Philip alzó los ojos y se encontró con la mirada de Goddard.
– No era eso en absoluto lo que estaba pensando, aunque no puedo evitar sentir pena por lo que sufrió usted de niño. Nadie, y menos que nadie un niño, debe ser tratado de una manera tan inhumana. Pero, en lugar de mi piedad, tiene usted mi más profunda admiración. No mucha gente es lo suficientemente valiente y fuerte para superar una adversidad de ese tipo. Gracias por haberme contado algo tan doloroso y personal, Goddard. Su lealtad y su valentía hacia Meredith es algo muy loable.
Goddard parpadeó claramente sorprendido y su tenso semblante se relajó un poco.
– Cada día doy gracias a Dios por el hecho de que ella me encontrara. Soy un hombre con suerte.
– Creo que los dos son afortunados -dijo Philip tendiéndole una mano.
Los dos hombres se estuvieron midiendo con la mirada y, después de sacudir la cabeza, Goddard tomó su mano y la estrechó con firmeza.
– Gracias. He de admitir que no es usted exactamente como me esperaba. No parece usted mal tipo para ser un aristócrata, la verdad.
– Gracias. Veamos ahora si todos podemos ser felices y encontrar ese pedazo de piedra desaparecido.
Volvieron hasta donde estaban Meredith y el conde, esta vez caminando al lado del muro exterior, en el que estaban las ventanas. Acababan de dar la vuelta al último pasillo, cuando Philip se detuvo tan de golpe que Goddard se dio contra su espalda. El arco de una ventana rota reposaba sobre el suelo de madera, con el sol centelleando entre los múltiples trozos puntiagudos de vidrio.
Goddard caminó alrededor de ellos y se detuvo a examinar la situación.
– Miss Merrie me contó que ayer entraron a robar. Probablemente el tipo que hirió a su amigo entró por esta ventana.
Las cejas de Philip se arquearon.
– Puede ser… pero, por como me lo describió Edward, pensé que el ladrón habría reducido al guardián y habría entrado por la puerta.
¿O acaso habría roto otra persona la ventana, después del enfrentamiento con Edward? El sonido de una puerta de madera abriéndose de golpe interrumpió sus pensamientos. Unos pasos rápidos, obviamente de hombre, resonaron en el suelo. Al momento, el señor Danpruy, el encargado de los almacenes, dobló la esquina. Philip había conocido a aquel hombre alto y huesudo el día que el Dream Keeper llegó a puerto y descargaron las cajas.
Danpruy se detuvo en seco al ver a Goddard y a Philip.
– Lord Greybourne. Acabo de enterarme de lo que pasó aquí anoche. -Su mirada se posó en la ventana rota y apretó las mandíbulas-. Estoy seguro de que atraparán al delincuente, señor. El juez está tras él y el dueño de los almacenes ha contratado a un detective.
– Excelente. He estado echando una ojeada al lugar. No parece que hayan tocado nada más que dos de mis cajas.
– Al único que han robado ha sido a usted, señor, pero esto no ha sido un simple allanamiento.
– Por supuesto que no. Mi amigo ha sido herido y posiblemente el guardián también.
– El guardián, Billy Timson, está peor que herido, lord Greybourne. Lo encontraron hace una hora. Flotando en el Támesis. Ahora se trata de un caso de asesinato.
Se dividieron en parejas, Meredith y Albert con una caja, y Philip y su padre con la otra, lo cual alivió sobremanera a Meredith. Le era bastante difícil estar en la misma habitación con Philip; estar de pie, hombro con hombro a su lado, rozándose con las manos cada vez que sacaban los delicados objetos, podía ser una tortura. Durante más de dos horas la conversación solo consistió en nombrar los objetos conforme los iban sacando de las respectivas cajas y los colocaban en las mantas extendidas por el suelo. En ese tiempo, el aire se había hecho insoportablemente cálido.
Sacándose el pañuelo de la manga, Meredith se limpió el sudor que descendía por su cuello. A pesar de que no tenía ninguna intención de mirarle, su mirada errante se detuvo en Philip. Estaba extrayendo una pequeña estatua de la caja, de espaldas a ella. El polvo había manchado su blanca camisa de lino, que también tenía dos marcas semicirculares más oscuras que rodeaban la parte inferior de sus fornidos hombros y cortaban en dos el centro de la espalda, donde la tela se le había pegado a la piel.
Su mirada se deslizó hacia abajo, hacia sus caderas y sus nalgas, hacia sus largas y musculosas piernas, cuyas formas se veían acentuadas por sus ajustados pantalones de tal modo que ella era incapaz de permanecer impasible.
En ese momento, él se dio media vuelta y se tropezó con su mirada, avergonzada de que la hubiera pillado observándole. Pero él estaba concentrado en la pequeña figura de apenas un palmo que sostenía entre las manos, de la misma manera que la atención de ella estaba posada en su persona.
Su pelo estaba revuelto, con reflejos de color brillante resultado del esfuerzo. Las gafas se le habían caído hasta la punta de la nariz, y ella tuvo que forzarse para no caer en la tentación de acercarse hasta él y ajustárselas bien. Pero en cuanto esa idea pasó por su mente, él se las colocó en su sitio.
De nuevo la mirada de ella se dirigió hacia abajo. Junto con la chaqueta, él se había quitado el pañuelo y se había abierto el cuello de la camisa, dejando a la vista una parte de su musculoso cuello y de su pecho viril. Ella vio relucir un trozo de metal. Aquella cadena en la que llevaba la moneda de oro. Una moneda que sabía que reposaba ahora vibrante contra su piel cálida.
A causa del esfuerzo, la parte delantera de su camisa también mostraba una zona manchada de sudor, con la tela pegada al pecho y al abdomen de tal manera que encendía su imaginación y su curiosidad. Sus fibrosos antebrazos capturaron entonces su atención, y recordó vivamente esos fuertes brazos rodeándola y urgiéndola a apretarse contra él. Y sus manos… fuertes y bronceadas manos que ahora sostenían cuidadosamente esa muestra de historia antigua. Manos mágicas con marcas callosas en los dedos que desmentían su estatus de caballero aristócrata y que habían jugueteado con su cabello; que habían tocado sus labios y acariciado su pecho. Siguió bajando con la mirada hacía su liso estómago, y luego más abajo, hasta donde la tela se ajustaba estirándose sobre una parte que a ella le fascinaba, aunque hubiera querido desesperadamente que no le fascinara.