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Apartando su mirada de «aquello», continuó descendiendo lentamente hacia sus musculosas pantorrillas, hasta llegar a sus polvorientas y rozadas botas de cuero negro. Estaba sucio, desarreglado y sudoroso. No debería parecerle sencillamente atractivo. Y la verdad es que así era. Le parecía «devastadoramente» atractivo. En lugar de sentirse repelida por su aspecto desordenado, no deseaba otra cosa más que sacarle a tirones la ropa sucia y luego darle un baño.

Un calor que no tenía nada que ver con el opresivo ambiente del almacén la recorrió junto con la inquietante e inoportuna imagen de sus manos enjabonadas recorriendo el húmedo cuerpo de un excitado Philip. Dándose una regañina mental, alzó la vista… Y se encontró con su intensa mirada.

Tras las gafas, los ojos de Philip ardían con irresistible deseo, lanzando unas llamas que la provocaban desde sus profundos ojos oscuros, dándole a entender que él sabía que lo había estado mirando de una manera que nadie podría definir como apropiada. Aunque él no podía adivinar exactamente sus pensamientos, captó claramente la esencia de los mismos.

– ¿Se siente sofocada, miss Chilton-Grizedale? -preguntó él con una voz sedosa.

«Sí, maldita sea, y es exclusivamente por tu culpa», pensó.

– Creo que todos estamos sufriendo la temperatura de horno que hace aquí dentro -dijo Meredith.

Su mirada la recorrió de arriba abajo, y ella se estremeció por dentro. Seguramente debía de tener el aspecto de una desaliñada alfombra llena de polvo. Cuando sus ojos se volvieron a cruzar, la expresión de él no era menos explícita que la suya, pero ahora estaba atemperada por la preocupación.

– Por favor, perdóneme. Estaba tan sumergido en mi trabajo que no me he dado cuenta de lo incómoda que debe de encontrarse. Por mucho que aprecie su ayuda, no creo que estas sean las condiciones adecuadas para una dama. Con sumo placer la acompañaré a casa.

– Por supuesto que no. Aunque agradezco su preocupación, no soy una flor de invernadero que necesite mimos especiales. Insisto en seguir ayudándole con la búsqueda. Nos queda muy poco tiempo y yo tengo un interés personal en que logremos encontrar el pedazo de piedra desaparecido.

– Ese interés personal significa que si no encontramos ese pedazo de piedra no será capaz de casarme, preferiblemente con una de esas flores de invernadero que conocimos anoche.

– Yo prefiero llamarlas educadas jovencitas de estirpe…

– Estoy seguro de que así es.

– … y sí, el plan es casarlo a usted. Ambos nos arriesgamos a perder una gran oportunidad si no consigue romper el maleficio.

Algo que ella no fue capaz de describir centelleó en los ojos de Philip.

– Me alegro de que nos entendamos.

– Si me disculpan, miss Merrie, lord Greybourne -les interrumpió Albert, haciendo que Meredith tuviera deseos de besarle para agradecerle esa interrupción-. Acabo de comprobar el último objeto de esta caja y aquí no falta nada.

No hubo duda del alivio que sintió Philip, un sentimiento que también Meredith compartió con él.

– Me alegra mucho esa noticia -dijo Philip.

– Puede que esta noticia no te alegre tanto. -Les llegó la voz desalentadora del conde-. Yo acabo de terminar con nuestra caja, Philip, y hay un objeto listado que no aparece. Según tus anotaciones, debería haber en esta caja un «barco de yeso».

Philip dejó con cuidado en el suelo la estatua de mármol que sostenía entre las manos y luego miró hacia donde señalaba su padre. Una extraña expresión le cruzó la cara y al momento palideció visiblemente.

– Demonios, debería haberme dado cuenta… Debería haber establecido la conexión.

– ¿Darse cuenta de qué? -preguntó Meredith sin poder evitar dejar entrever la alarma en su tono de voz.

– Recuerdo haber visto esa entrada cuando examiné los libros, pero cuando leí «barco» no le di ninguna importancia especial, ya que vi que decía «barco», no «bote». No me sorprendió, porque como habrá visto en esa caja predominan los objetos náuticos. Y supuse que se trataba de un barco esculpido en yeso. Pero no tuve en cuenta que barco también puede significar algún tipo de «caja». Y sin duda debería haber deducido la conexión con el aljez.

– ¿Qué es lo que quieres decir? -preguntó el duque-. ¿Qué es eso del aljez?

– Es un mineral común, una especie de yeso que se ha utilizado durante siglos para esculpir en jarros, cajas y cosas por el estilo. También se le llama alabastro… que era el material con el que estaba esculpida la caja que contenía la «Piedra de lágrimas». -Dejó escapar un profundo suspiro-. Parece ser que en esa caja había un «bote de alabastro». Y ahora ha desaparecido.

11

Solo quedaban nueve cajas.

A las seis de la tarde habían acabado de buscar en tres cajas más, sin éxito. Descorazonado, Philip decidió hacer un descanso en el trabajo. Le dolían los músculos, la húmeda camisa se le pegaba al cuerpo como una incómoda segunda piel que deseaba quitarse, y le retumbaba en el estómago un hambre que ya no podía ignorar por demasiado tiempo. De hecho, el trabajo debería haber acabado horas antes si Meredith no hubiera tenido la prudencia de traer con ella una cesta llena de panecillos, bollos, queso, jamón y una botella de sidra.

No tenía intención de dejar de trabajar en todo el día, pero un poco de comida y cambiarse de ropa le vendrían bien. Además, ya no podía pedirle más a su padre, a Meredith o a Goddard por hoy. Todos ellos habían trabajado sin descanso y sin que ni una sola queja saliera de sus labios. Había obligado a su padre a que se tomara varios descansos, pero el conde parecía revivir con el trabajo, y todas las veces había sido reacio a abandonarlo por mucho que Philip insistiera.

Además de comer y cambiarse de ropa, Philip también quería ver a Andrew, que posiblemente aún no se encontraba bien, o que tal vez había ido al museo. Tenían muchas cosas de las que hablar.

Su padre y Goddard se dirigieron a lo largo del pasillo hacia la salida. Antes de que Meredith les siguiera, Philip le preguntó:

– ¿Puedo hablarle un momento, Meredith?

Goddard se detuvo mirando a Meredith por encima del hombro con expresión interrogativa.

– Está bien, Albert -dijo ella con una sonrisa cansada-. Me quedaré sola un momento.

Asintiendo con la cabeza, Goddard siguió avanzando por el pasillo.

Cuando estuvo seguro de que no le podían oír, Philip se acercó hacia ella, parándose en seco cuando solo les separaban dos pasos. Motas de polvo ensuciaban sus mejillas pálidas y su lustroso cabello negro, por no mencionar los desperfectos que el trabajo había ocasionado en su vestido marrón. Tenía un aspecto cansado, despeinado y sucio. Aunque se sintió culpable por haberla colocado en aquella situación, no podía negar que incluso cansada, despeinada y sucia la encontraba más atractiva que cualquiera de las damas perfectamente arregladas que jamás hubiera visto. Sus dedos ardían de deseos de tocarla y acariciarla, y de llegar aún mucho más allá.

– Quiero agradecerte la ayuda que me has ofrecido hoy, la tuya y la de Goddard, y que hubieras pensado en traer algo de comida y bebida. Me temo que cuando estoy absorto en el trabajo suelo olvidar esas costumbres tan humanas como comer y beber. Tu previsión entra dentro de la categoría de «absolutamente genial».

Ella le regaló una tentativa de sonrisa.

– Gracias, pero la verdad es que entra más en la categoría de «autopreservación». Supuse que estaríamos aquí casi toda la tarde, y además sospeché que a nadie se le iba a ocurrir pensar en comida o bebida hasta que todos estuviéramos completamente hambrientos. Y sabía que si yo era la primera persona en sugerir que abandonáramos el trabajo para dedicarnos a nuestro mantenimiento se me habría tachado de…