– ¿A qué habitación vamos? -dijo ella desconcertada.
– Estudio privado. -Sus ojos oscuros buscaron los de ella por un segundo con una expresión inescrutable-. Espero que le guste.
Antes de que ella pudiera preguntarle nada más, Bakari golpeó la puerta de madera de roble. Una voz apagada contestó desde dentro de la habitación y Bakari abrió.
– Miss Chilton-Grizedale -anunció solemnemente indicándole a ella que debía pasar.
Con la más impersonal de sus sonrisas en los labios, Meredith cruzó el umbral y al instante se quedó helada.
¿Estudio privado? Aquella habitación no parecía en absoluto un estudio. De hecho, le parecía haber entrado en una tienda opulenta. Tapices de seda y de satén de mil colores cubrían las paredes, colgando desde el techo y derramándose con lujo por el suelo. Con una de sus manos acarició la cortina de seda de color burdeos que estaba colgada en la pared más cercana a ella. Excepto en la tienda de madame Renée, Meredith nunca había visto tanta abundancia de telas hermosas.
Su mirada recorrió lentamente la habitación. Una magnífica alfombra, con un intrincado dibujo, como nunca había visto otro igual, cubría el suelo. Un acogedor fuego ardía en la chimenea, llenando la sala de sombras intrigantes. Había media docena de mesas bajas repartidas por la habitación, y la luz parpadeante de una docena de candelabros de diferentes tamaños se reflejaban en su superficie oscura y bruñida. Había una mesa baja y rectangular al lado del fuego. Sobre ella, varios platos de plata con tapa, así como cubiertos y copas de cristal para dos comensales. Había almohadones mullidos con cenefas de topacios, rubíes, zafiros y esmeraldas alrededor de la mesa, invitando acogedores a tumbarse en ellos hasta llegar a unas profundidades decadentes.
Solo había dos muebles en la habitación: en una esquina un biombo finamente labrado, y una hermosa chaise longe en otra. El corazón le dio un vuelco cuando descubrió a Philip de pie, entre las sombras, al lado de la chaise longe.
– Buenas noches, Meredith.
Su voz profunda hizo que ella sintiera un respingo en la espalda, y aunque intentaba responder al saludo, no fue capaz de conseguir que le saliera la voz. Justo cuando estaba a punto de conseguirlo, lo vio moverse hacia ella con una elegancia y un sigilo que inmediatamente le hizo pensar en un animal de presa caminando por la selva.
Sus ojos se abrieron como platos ante la visión de él. En lugar de la limpia camisa de lino y el pañuelo, vestía una ancha camisa que parecía de seda, que le cubría la parte superior del cuerpo dejando su bronceado cuello desnudo. Por debajo de la camisa llevaba… Meredith tuvo que tragar saliva.
En lugar de unos pantalones elegantes, vestía unos anchos bombachos de color azul oscuro que parecían ceñirse a su cintura con solo unas cintas de tela que le cruzaban el talle. Con el cabello perfectamente despeinado, Philip tenía un aspecto de persona oscura y peligrosa que hizo que a ella se le acelerara la sangre en las venas. Solo las gafas le recordaban que ese hombre salvajemente atractivo era un estudioso de las antigüedades, o así debería haber sido, si sus lentes de aumento no hubieran magnificado la calidez que emanaba de su mirada.
Él se detuvo cuando no les separaban más de tres pasos. Sin apartar la mirada de ella, le hizo una formal reverencia, y luego, agarrándole la mano, le estampó un beso suave en las puntas de los dedos. El tacto de su boca contra la piel de sus dedos le hizo sentir una vibración y un calor que, a pesar de ser incómodos, al menos la sacaron del estupor en el que se había hundido.
Con las mejillas ardiendo, sacó su mano de entre las manos de él y se echó a andar hacía atrás. Desgraciadamente, solo había retrocedido dos pasos cuando su espalda topó con la puerta cerrada. Philip recorrió esos dos pasos de una sola zancada y se quedó parado tan cerca de ella que casi llegaban a tocarse. Tan cerca como para que ella pudiera respirar su olor limpio y masculino. Meredith sintió que se fundían en ella una sensación parecida al pánico junto con cierta dosis de indignación.
– ¿Qué demonios pretende? -dijo ella en un susurró sibilante, frotándose la mano contra el vestido en un infructuoso intento de limpiarse el persistente hormigueo que le había dejado aquel beso-. ¿Y por qué ha decorado su estudio de una manera tan… decadente? ¿Y qué demonios lleva puesto? Por el amor del cielo, ¿qué van a pensar sus invitados? -Lanzó una mirada rápida a la habitación-. ¿Y dónde están exactamente sus invitados?
– Demasiadas preguntas. En cuanto a lo que estoy haciendo: ¿se refiere a cuando besé su mano o ahora mismo? -Antes de que ella pudiera contestar, él continuó-: Le besé la mano en señal de saludo, y ahora mismo simplemente estoy admirando lo hermosa que está. La habitación la he transformado para que parezca una tienda beduina en el desierto, una muy parecida a la que perteneció a un rico mercader egipcio que conocí en uno de mis viajes. Y en cuanto a mi atuendo, así es como acostumbraba a vestir cuando estaba en el extranjero, y puedo asegurarle que es infinitamente más cómodo que la ropa inglesa. Y en cuanto a lo que pensarán mis invitados, estoy ansioso por oír su opinión.
– Es un completo escándalo. Veo avanzar por el horizonte un completo desastre. -Alzó la mano señalando a su alrededor y le rozó los brazos sin darse cuenta mientras describía un arco que abarcaba la habitación. La retiró al momento, como si hubiera tocado fuego-. ¿Ha visto esto algún otro invitado además de mí?
– No.
– A Dios gracias. Ahora mismo debe ir a cambiarse y ponerse una ropa más apropiada antes de que lleguen los invitados.
– Ya han llegado todos.
Su alivio se desvaneció como una vela consumida.
– Dios bendito. Si cualquiera de esas jovencitas llega a entrar en esta sala tan seductoramente decorada… -Ella parpadeó un par de veces incapaz de entender lo que estaba sucediendo-. ¿Dónde están? Yo las mantendré ocupadas mientras usted se viste y…
Él interrumpió sus palabras tocando con uno de sus dedos los labios de ella.
– Meredith, todos los invitados, la única invitada, está aquí, en esta habitación.
12
Pasaron varios segundos hasta que el significado de aquellas palabras se abriera paso entre los pensamientos que se agolpaban en la mente de Meredith y el pánico que la invadía. De repente le resultó evidente el sentido completo de sus palabras. Maldición, ¿a qué estaba jugando?
Alzando la barbilla, cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a golpear con un píe sobre la gruesa alfombra.
– ¿No va a venir nadie más?
– No.
– ¿Nadie más ha aceptado la invitación?
– No.
Su zapato dejó de golpear el suelo, su disgusto se calmó y cedió paso a la confusión y la simpatía.
– Pero ¿qué es lo que les pasa a esas mujeres? Las invitadas estuvieron muy contentas desde todos los puntos de vista la otra noche. ¿Tienes alguna idea de qué es lo que no ha salido como esperábamos?
– No sabría decirte.
Da repente un halo de sospecha apareció en sus ojos.
– ¿Les dijiste cuál iba a ser la, eh, manera en que se serviría esta cena?
– No, no lo hice.
Perpleja, Meredith apretó los labios.
– Entonces, no puedo imaginar por qué todas han declinado la invitación. Acaso una o dos de ellas, pero ¿las seis?
– La verdad es que hay una explicación muy lógica.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
– Que no han recibido las invitaciones.
– Me dijiste que tú mismo prepararías las invitaciones -dijo ella mirándole fijamente.
– Y eso hice.
– Entonces, ¿cómo sabes que no las han recibido?
– Porque no las llegué a mandar.
– ¡No las has mandado! Yo…
Él se acercó más a ella, haciendo que su cercanía silenciara la ofendida respuesta. Ella se apretó contra la puerta, pero no pudo huir. Él apoyó una mano en la jamba, al lado de su cabeza, y poco a poco se acercó más. Tan cerca estaba que ella podía ver las sutiles motas de color ámbar de sus ojos. Tan cerca que ella podía sentir el calor de su cuerpo rodeándola. Meredith respiró lenta y profundamente, pero eso no hizo más que llenarle la cabeza con su delicioso olor.