– No es una estupidez, su Excelencia. Esas cosas eran muy comunes en la Antigüedad, y de hecho todavía tienen vigencia en muchas culturas. -Philip suspiró profundamente y luego continuó-: Basándome en mi traducción y en la estimación de la edad de la tablilla, llamada «Piedra de lágrimas», supuse que el maleficio debió de haberse pronunciado hacia el primer o el segundo siglo antes de Cristo. Deduje que el mismo se debía a un nombre que, justo antes de casarse, descubrió que su prometida lo había traicionado con otro hombre. El maleficio afectaba a la esposa del hombre que iba a casarse, y se basaba en tres acontecimientos que iban a ocurrir (dos durante los días que precedían al de la boda y un tercero dos días después de la boda). Antes de la boda, el maleficio decretaba que la novia sufriría una caída sin importancia, y a continuación un fuerte dolor de cabeza. Creo que estas dos cosas simbolizaban la «caída» desde la virtud y el «dolor» que iba a provocar en el novio. Luego, dos días después de la boda, la novia iba a… morir.
Un silencio siguió a sus últimas palabras. A continuación, el duque se colocó el monóculo y se quedó observando a Philip.
– Así que usted cree, basándose en unos garabatos en un trozo de piedra, que si se hubiera casado con mi hija, ella moriría dos días después de la boda. ¿Lo he resumido bien?
– Sí, exactamente, lo ha resumido a la perfección. El maleficio especifica que la novia de cualquiera que lea la tablilla sufrirá la maldición, o su esposa, si ya estuviera casado. Y yo he leído la piedra. Al principio tuve la esperanza de que el maleficio se hubiera roto con el pasar de los siglos, pero, desgraciadamente, ciertos acontecimientos recientes han barrido esa esperanza. Se habrá dado cuenta de que hace dos días lady Sarah sufrió una caída sin importancia y luego un fuerte dolor de cabeza. Exactamente como preveía el maleficio.
– Una coincidencia…
– No lo era, su Excelencia. Existen pruebas que no podemos ignorar, especialmente si las relacionamos con una carta que recibí varias horas después de llegar a Inglaterra.
– ¿Informándole de qué exactamente?
– Durante la primera semana de nuestro viaje de regreso a Inglaterra estuve escudriñando la piedra todo el tiempo, tratando de hallar alguna cosa que se me hubiera podido pasar por alto. Cuando no estaba en mi camarote, mantenía la piedra escondida para evitar que cualquier otra persona la pudiera encontrar y traducir. Sin embargo, varios días antes de llegar a puerto, mientras estaba estudiando la piedra, oí un ruido extraño. Preocupado, salí corriendo de mi camarote. -Se colocó las manos bajo la cara-. Creí que había escondido la piedra, pero parece ser que en mi precipitación no la guardé demasiado bien. Cuando regresé a mi camarote encontré en él a uno de mis colegas, Edward Binsmore. Había ido hasta allí para preguntarme por el ruido y había visto la piedra sobre mi escritorio. Como es una persona tan interesada como yo en las lenguas antiguas, pudo traducir. Al momento nos dimos cuenta de las consecuencias que podía acarrear lo que acababa de hacer, pues Edward tenía una esposa que le esperaba en Inglaterra.
Philip miró a su audiencia y se esforzó por mantener un tono de voz tranquilo:
– Estuvimos rezando durante el resto del viaje, y en el momento en que llegamos al muelle de Londres, Edward se fue directo a su casa, a las afueras de la ciudad. Varias horas después me llegó una carta suya. -Sintiendo un nudo en la garganta, extrajo la nota de Edward del bolsillo de su chaqueta y se la pasó al duque-. Mary había muerto. Había fallecido de manera inesperada. La fecha de su muerte era exactamente dos días después de que Edward hubiera traducido la «Piedra de lágrimas».
Mientras el duque echaba un vistazo a la misiva, Philip continuó:
– Como puede ver por la nota, Edward dice que durante los dos días anteriores a su muerte, Mary había sufrido una caída en el jardín, seguida por la aparición de un fuerte dolor de cabeza. La carta me convenció a mí, y a él también, de que el maleficio aún no se había roto. -Introdujo sus dedos entre el cabello-. Entiendo que sea bastante difícil creer en este tipo de cosas. Cosas que no pueden verse o tocarse, cosas que hacen saltar los límites de la credulidad y que son difíciles de aceptar. O bien se las trata como coincidencias. Por supuesto, basándome en mis años de estudio e investigación, yo ya no creo en las coincidencias. Y mi creencia en la vigencia de este maleficio está apoyada (de la manera más trágica) por Edward, a quien se considera un experto en estas materias. Y lo mismo podría decir un colega norteamericano, Andrew Stanton, que está sentado entre los invitados a la boda.
– Yo no creo en esa sarta de tonterías -dijo el duque con el rostro enrojecido.
– Bueno, es su elección, pero eso no hace que la maldición sea menos real. La esposa de mi amigo Edward Binsmore murió a causa de este maleficio.
El duque movió la mano en un gesto despectivo, pero un destello de incertidumbre centelleó en sus ojos.
– Sarah me habló de su caída en la sastrería. Seguramente la muchacha debió de golpearse la cabeza en el incidente por haber hecho caso de este cuento chino. No puedo creer que usted se haya tragado esta historia sin pies ni cabeza.
Philip miró fijamente a lord Hedington, intentando que pudiera ver el fondo de su sinceridad.
– No puedo hacerme responsable de la muerte de su hija. Y estoy convencido de que si nos hubiéramos casado ella iba a morir. Usted puede no creer en el maleficio -dijo tranquilo-, pero teniendo en cuenta los datos que le he presentado, ¿puede decirme sinceramente que está dispuesto a poner en peligro la vida de su hija ante la posibilidad de que yo esté equivocado?
Lord Hedington apretó los labios mientras lo pensaba, y al final negó con la cabeza.
– Dadas las circunstancias -continuó Philip-, le dije a lady Sarah que la comprendería perfectamente si decidía echarse atrás. De hecho, la animé a que así lo hiciera.
– ¿Y si ella no se hubiera echado atrás? -El rostro de lord Hedington palideció levemente.
– No me habría casado con ella -contestó Philip sin inmutarse-. No hoy. No habría considerado esa posibilidad hasta que hubiera descubierto la manera de romper el maleficio.
– Entonces, ¿para qué demonios hemos venido hoy aquí? -preguntó el duque.
– No tenía noticias de la decisión de lady Sarah. Intenté verla ayer, pero seguía estando indispuesta. Si hubiera elegido venir hoy a la iglesia, habría intentado hablar con ella, explicarle de nuevo por qué no podemos casarnos, al menos no en este momento. Y la habría animado para que se decidiera a posponer la boda. No podía abandonar sin más a mi novia en el altar.
– Como hiciste hace tres años -dijo el padre de Philip con una voz fría.
Philip se giró hacia su padre y sus miradas se cruzaron. Él y su padre ya habían discutido ese tema el día en que Philip llegó a Londres, pero la expresión fría en los ojos del conde indicaba claramente que tenía ganas de volver a discutirlo, a pesar de que tuvieran público.
– Me has decepcionado profundamente, Philip -le dijo su padre en voz baja-. Está claro que cometí un grave error, cuando estuve de acuerdo en financiar tus estudios sobre antigüedades y tus expediciones al extranjero, al no haber estipulado una fecha de regreso para que te casaras, pero de ninguna de las maneras se me pasó por la cabeza que podrías estar aún dando vueltas por el mundo en vísperas de tu treinta aniversario. Yo he cumplido mi parte del trato. Para tu deshonor veo que tú te niegas a hacer lo mismo.
– Salvar la vida de una mujer no es un deshonor, padre.
– Tus razones se basan en la superstición, en coincidencias, en sinsentidos, y la verdad es que todo esto francamente me suena más bien a excusas irrisorias para no cumplir con tus obligaciones -dijo el conde con un gesto de desaprobación-. Lamentablemente, no puedo decir que me haya sorprendido este giro en los acontecimientos. Hiciste caer el escándalo sobre tu familia cuando no volviste para la boda que había preparado para ti hace tres años.