– ¿Te ha gustado? -le preguntó Philip con voz profunda.
Ella volvió a alzar la mirada hasta sus ojos y se dio cuenta de que él la miraba con profunda concentración. ¿Que si me ha gustado? «Más que nada de lo que había visto antes», pensó ella. Miró hacia el cuenco de porcelana china que él todavía sostenía en una mano y un calor le subió por las mejillas. Cielos, se refería al postre.
– Es, hum, delicioso. -Cuando él volvió a meter la cucharilla en el cuenco, ella preguntó-: ¿No vas a comer tú un poco?
– Sí, me gustaría mucho. -Incorporándose le pasó a ella el cuenco y la cuchara, acercándose tanto que sus rodillas se tocaron.
Ella dio un respingo con la rodilla, y se quedó mirando el cuenco y la cuchara que ahora sostenía entre las manos. El significado de aquello era inconfundible. Su sentido de la precaución decía que dejara la comida en la mesa y se marchara de allí. Pero todo lo que había en ella de curiosidad femenina le decía que probara cómo era eso de alimentar a un hombre. «A ese hombre.»
Con el corazón saliéndosele del pecho metió la cucharilla en el cremoso postre y la acercó a los labios de él. Emocionada, le introdujo la cucharilla en la boca, pasándola lentamente por los labios al sacarla, al igual que había hecho él antes con ella. Lo observó mientras masticaba. Por todos los cielos, qué boca tan hermosa tenía aquel hombre. Al momento le vino a la memoria el recuerdo de esa boca sensual y firme frotándose contra su piel y sus labios.
Philip se incorporó y colocó la yema de uno de sus dedos sobre el labio inferior de ella.
– Una pizca de canela -murmuró. Luego se metió el dedo en la boca y chupó la agridulce esencia.
Ella se sintió como si acabaran de echarla a una hoguera. Antes de que Meredith pudiera pensar en qué hacer o decir, él le arrebató suavemente el cuenco y la cucharilla, y los dejó sobre la mesa. Luego tomó un plato oval de cerámica lleno con un surtido de fruta troceada, olivas y nueces peladas.
Colocó el plato a su lado y agarró un pequeño trozo de fruta con los dedos.
– Esto es un higo; es muy popular en Grecia desde tiempos antiguos. Pruébalo. -Ella se incorporó, pero cuando acercó la mano al plato, él negó con la cabeza y le acercó la fruta que tenía entre los dedos a los labios-. La costumbre es que el invitado coma lo que le ofrece el anfitrión de la mano de este; en caso de que al invitado le haya gustado la comida. Eso simboliza un armonioso final de cena.
– Ya veo -replicó ella, tratando de decirse que si iba a comer de su mano era solo para no romper una antigua costumbre y para no ofenderlo, pero aquella era una mentira tan banal que se arrepintió de haber buscado tal excusa en cuanto se le ocurrió.
Las costumbres antiguas no tenían nada que ver con que ella se incorporara y comiera el trozo de higo que él le ofrecía entre los dedos. En alguna parte de su cerebro se dio cuenta de que la fruta era dulce y exquisita, pero todo el resto de su mente estaba concentrado en la sensación de los dedos de aquel hombre tocando sus labios.
– El invitado puede devolver el favor al anfitrión, si así lo desea -dijo él-. De esa manera demuestra que la compañía le ha resultado agradable.
Por el amor de Dios, a ella aquella compañía le parecía mucho más que sencillamente agradable. Tentadora, incitante, excitante… Incapaz de rehusar, se agachó y tomó un trozo de naranja pelada, que a continuación le ofreció. Su mirada estaba fija en la de ella, y suavemente se introdujo la fruta y parte de los dedos de ella en la boca. Absorbió el cítrico jugo y retuvo un instante los dos dedos de ella entre sus labios. Meredith se estremeció cuando el calor de su boca le rodeó los dedos y su lengua empezó a restregarse por ellos. Involuntariamente, sus propios labios se abrieron en respuesta y exhaló un suspiro. Él se sacó los dedos de ella de la boca y luego los besó.
– Delicioso -dijo Philip después de tragar el trozo de fruta. Luego agarró una gruesa oliva negra sin hueso y añadió-: Después de la fruta dulce, el anfitrión debe ofrecer algo salado, para demostrar al invitado que lo tiene en la más alta estima.
Como si estuviera en trance, Meredith observó cómo él le acercaba la oliva a la boca, y el corazón no paró de darle brincos mientras Philip frotaba lentamente aquel manjar contra su labio superior antes de introducírselo en la boca. La salada fragancia de la oliva en su lengua provocó un intenso contraste con la dulzura del higo.
– El invitado puede devolver el favor al anfitrión, si así lo desea -dijo él buscando los ojos de ella con su oscura mirada.
De la misma manera que no podía negar que su compañía le agradaba, tampoco podía negar que lo tenía en la más alta estima. Por supuesto, hacer algo que significara admitirlo abiertamente ante él era una cuestión algo más que embarazosa. Y muy imprudente.
Aun así no pudo evitar tomar una oliva y ofrecérsela. Los oscuros ojos de Philip la miraban desde detrás de sus gafas, y vieron que a ella le temblaba la mano. El le agarró amablemente la mano y la acercó a su boca, introduciéndose lentamente la oliva y los dedos de ella entre los labios húmedos.
El deseo que ella tanto había intentado refrenar volvió a asaltarla, hirviendo en sus venas y acelerando su pulso. Deseaba tanto sentir esa piel en su boca que le dolían los labios.
– Y ahora -dijo él-, para acabar la cena, solo falta esto.
Del centro del plato él tomó una fruta del tamaño de una naranja, pero con una piel de color rojo púrpura.
– ¿Qué es?
– Una granada.
– Nunca había visto una, aunque había oído hablar de ella -dijo Meredith observando con interés.
– Se la llama también «fruta del paraíso», y a lo largo de la historia aparece en mitos y leyendas de diferentes culturas, así como en el arte y en la literatura.
– En realidad, la primera vez que la oí mencionar fue en Romeo y Julieta -dijo ella-. El canto de una alondra le dice a Romeo que está a punto de amanecer y que debe abandonar a su amada. Pero Julieta le dice: «de noche, canta en ese granado; créeme, amor, era el ruiseñor».
– Sí, recuerdo ese fragmento. Ella le asegura que no era la alondra la que le cantaba, sino el ruiseñor… porque no quería que él se fuera. ¿Te gusta Shakespeare?
«Habla, contesta, di algo, algo que pueda disipar esta insostenible tensión», le dijo su voz interior.
– Sí. Y Romeo y Julieta es mi favorita. Siempre me ha gustado dejarme atrapar por un libro, olvidando cualquier otra cosa que no sea estar inmersa en una historia que me transporta a otro lugar y a otro tiempo…
Su voz se fue perdiendo mientras una imagen de ella a los doce años se formaba en su mente. Alguien se había dejado un libro en su casa y ella lo encontró. Romeo y Julieta. Enseguida lo incluyó en su tesoro de objetos. Aquella noche, como había hecho muchas otras noches, se escondió en el armario que había bajo la escalera y estuvo leyendo a la luz de una vela, en ese caso viajando hacia el pasado de Verona y la desgarradora historia de un amor que no pudo ser. Las hermosas palabras hacían que se apagaran los ruidos que no quería escuchar, permitiéndola escapar, por unas pocas horas, de aquel lugar del que tan desesperadamente deseaba huir.
– ¿Estás bien, Meredith?
Aquella pregunta pronunciada en voz baja la trajo de nuevo al presente. Parpadeó para borrar las persistentes telarañas del pasado.
– Sí, estoy bien.
– Parecías muy triste.
– Romeo y Julieta es una historia triste -dijo ella forzando una sonrisa. Y no deseando hablar de historias de amor imposible, le preguntó-: ¿Y cómo se come la granada? ¿Como si fuera una manzana?
– No. Hay que abrirla y comerse las semillas. -Con la fruta todavía en la mano, tomó de la mesa un pequeño cuenco lleno de diminutas semillas rojas como perlas-. En el interior de la fruta hay gran cantidad de semillas; la granada ha sido durante mucho tiempo símbolo de la fertilidad, de la generosidad y de la vida eterna. Los antiguos egipcios eran incinerados con granadas con la esperanza de que resucitarían. -Metiendo la mano en el cuenco, sacó una semilla. Parecía como una diminuta gota de té en su dedo. Se la acercó a ella a la boca-. Hay una pequeña semilla comestible dentro de esta pepita. Pruébala.