Tras dudar un instante, Meredith aceptó el ofrecimiento, con los labios rozando la punta de su dedo como en un beso. Ella entornó los ojos mientras él arrastraba el dedo por su labio inferior al retirar la mano. Con un temblor en los labios, Meredith mordió suavemente la semilla. Una diminuta explosión de sabor salpicó su lengua y se le abrieron los ojos de golpe.
– ¿Es engañoso, verdad? -dijo él con una sonrisa. -Cierto. No esperaba que algo tan pequeño contuviera tanto sabor. Es ácido y dulce a la vez. Él tomó otra semilla con la yema del dedo. – ¿Te gusta, Meredith?
Su nombre, pronunciado con aquella ronca y profunda voz, la estremeció como una caricia. La pregunta en sí misma era bastante simple, pero a juzgar por el brillo que despedían sus ojos, no había duda de que Philip estaba preguntando si le gustaba algo más que el sabor de la fruta. Quería saber si le gustaba estar con él, así, siendo alimentada por él, alimentándole a él. Tocando sus dedos con los labios, saboreando sus dedos con la boca. Y por mucho que quisiera que fuese de otra manera, solo había una respuesta posible a todas esas preguntas.
Pero ¿iba a admitirlo? Podía hacer ver que no había entendido el sentido profundo de la pregunta. Debería hacerlo. Pero el ambiente de intimidad que los rodeaba, la opulenta decoración, la deliciosa comida y bebida, los detalles personales de su vida que él había compartido con ella, el deseo que emanaba de él, todo eso no hacía más que provocarle una especie de hipnotismo que borraba los límites entre lo que debería y no debería… o lo que era prudente o imprudente. Sí, tenía que disimular. Pero no podía.
– Sí, Philip, me gusta.
Los ojos de Philip brillaron aún más al oír aquella susurrada respuesta.
Sin decir una palabra, él apartó el cuenco, dejó la granada de nuevo en el plato y se puso en pie.
Antes de que ella pudiera dejar a un lado la desilusión, y empezara a sentir el alivio que debería suponerle un gesto que significaba que la cena se había acabado, él se detuvo a su lado y se agachó lentamente hasta sentarse en su mismo cojín, detrás de ella.
– Estira las piernas, Meredith. -Su suave petición le rozó el oído, provocando un estremecimiento de placer en la parte baja de su espalda.
Hizo lo que él le pedía, y luego se quedó rígida como un palo, asustada de que cualquier otro movimiento pudiera animarle -o desanimarle- más todavía. Él se acomodó detrás de ella, colocándose muy cerca y estirando sus largas piernas hacia delante, en la misma dirección que las de ella. La parte interior de las piernas de él tocaba la parte exterior de las de ella, de la cadera hacia abajo, mientras que su pecho le rozaba la espalda. Un estremecimiento le recorrió toda la espalda poniéndole de una manera inexplicable la carne de gallina, pues no tenía ni pizca de frío. De hecho, jamás había sentido menos frío en toda su vida. Se sentía rodeada por él, con el calor de su cuerpo envolviéndola como si la hubieran cubierto con un cálido edredón de terciopelo.
– Después de la comida -dijo él con las palabras rozando la parte posterior de su cuello-, la relajación es esencial. -Él empezó a frotarle los hombros con un movimiento suave y firme que la llenó de placer-. Estás muy tensa, Meredith. Relájate.
¿Relajarse? ¿Mientras él la tocaba? A pesar de que le parecía imposible, de repente sintió que no podía mantener por más tiempo aquella postura rígida contra las mágicas manos musculosas de Philip moviéndose sobre ella.
– Mucho mejor -dijo él-. Así es como se complacen todos los caprichos de un princesa vestida de seda… se la alimenta sobre cojines y luego se le da un masaje hasta que toda la tensión de su cuerpo se disipa.
Sus dedos se movieron masajeando lentamente hacia la parte superior de su cuello, y luego poco a poco empezaron a extraer las horquillas de su cabello. Ella alzó la cabeza, su mente buscaba una palabra de protesta, pero sus labios rehusaban colaborar. Liberado de las horquillas que lo aprisionaban, su pelo le cayó por los hombros hasta cubrirle la espalda.
– Vista así, rodeada de satenes y sedas, con el pelo cayéndote sobre los hombros, podrías ser la misma reina Nefertiti,
Aquellas palabras rozaron su nuca, y los labios y el cálido aliento de él acariciaron su extraordinariamente vulnerable piel. Un nuevo escalofrío, cargado de deseo sensual, vibró a lo largo de toda su espalda.
– ¿Sabes lo que significa «Nefertiti», Meredith?
Incapaz de pronunciar una palabra, ella negó con la cabeza.
– Significa «ha llegado la mujer hermosa». Los egipcios antiguos celebraban los encantos femeninos en los poemas que componían en honor al objeto de sus afectos. He traducido varios de los poemas que he ido descubriendo en mis viajes. Hay uno que es especialmente hermoso. ¿Te gustaría oírlo?
Una vez más, ella solo pudo asentir con la cabeza. Él se colocó más cerca, con su pecho apretado contra la espalda de ella, y ella cerró los ojos absorbiendo aquella sensación, dejándose penetrar por el placer, Con su aliento moviendo un mechón del cabello de Meredith, Philip empezó a susurrar:
Los brazos de Philip le rodearon el pecho, tirando de ella hacia atrás, apretándola contra su torso, y con los cálidos labios rozó un lado de su cuello.
– Meredith.
Murmuraba su nombre tan dulcemente. La besó con suavidad en el cuello. El placer y la pasión fluyeron por las venas de ella, despertando los anhelos y deseos que tanto había luchado por reprimir. Aquellas caricias la excitaban de una manera insoportable, confundiéndola. ¿Cómo había logrado hacer que se sintiera de esa manera con solo rozarla? Todo lo que jamás había visto u oído la dirigía hacia aquello que ocurre en la oscuridad, entre un hombre y una mujer que se desean, se abrazan y se hablan con los cuerpos. Y sabía que no podría resistirse.
Aquella suave caricia, aquella excitante ternura deshacía sus defensas, dejándola incapaz de resistirse al seductor señuelo de su voz suave y sus manos prometedoras. Con un leve gemido de rendición, Meredith se echó hacia atrás, se apoyó contra él, y volvió la cabeza para que los labios de Philip tuvieran un mejor acceso a su cuello.
Él le apartó el cabello de la nuca y recorrió con su lengua aquella zona de piel sensible. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, y se estremeció entre los brazos de él en un vano esfuerzo por relajar el dulce dolor que sentía entre las piernas. Aquel movimiento hizo que sus nalgas presionaran contra la dura excitación de Philip, quien dejó escapar un brusco suspiro. «Solo una caricia más… solo un beso más… y luego lo detendré…», se decía ella.
Philip la oyó gemir, y sintió aquella vibrante excitación en sus propios labios. Estaba empezando a perder el control de una manera alarmante, y, a pesar de que aún podía darse cuenta de eso, parecía incapaz de domeñar sus deseos. Había preparado aquella velada para cortejarla, no para seducirla. Pero ahora que la tenía tan cerca, llenando todos sus sentidos, el deseo le dominaba. «Solo una caricia más… solo un beso más… luego me detendré…»