Lo miró de arriba abajo. Tenía el cabello revuelto a causa de las caricias de sus dedos, la camisa medio abierta y colgando hacia un lado, y, que Dios la ayudara, ella no deseaba otra cosa más que arrancarle aquella camisa para explorar cada uno de sus rincones con sus dedos, con más profundidad. Su mirada se dirigió más abajo, fijándose en cómo su erección empujaba contra sus pantalones bombachos de una manera altamente cautivadora. Ella estaba deseando tocarle, arrancarle aquella barrera de tela y verlo, y sentirlo dentro de ella compartiendo con él la más íntima de las caricias. Y era obvio que él estaba deseando lo mismo. Pero no lo había hecho. Y aquella verdad la golpeó en el rostro como una bofetada -ella no habría sido capaz de detenerle si él le hubiera hecho el amor. Más aún, si en aquella circunstancia hubiera podido hablar, le habría pedido que le hiciera el amor.
Esa realidad se dio de bruces con la persistente telaraña de deseos que todavía empañaba su sensatez, bombardeándola con una plétora de recriminaciones. Por Dios, ¿en qué había estado pensando? En un abrir y cerrar de ojos había perdido la respetabilidad y se había convertido en el tipo de mujer que siempre se había prometido que jamás sería.
Apartando la mano de su pecho, se movió hasta quedarse sentada. Un fuego al rojo vivo teñía sus mejillas mientras se colocaba de nuevo el canesú cubriéndole el pecho y luego se estiraba la falda. Una imagen de sí misma, con las piernas separadas y la espalda arqueada ofreciéndosele lascivamente con todo el cuerpo, cruzó por su mente. La educación contra la que tan duro había luchado, y que ella creía que había borrado por completo, la había derrotado en el primer momento en que se había puesto a prueba. Pensó que debería sentirse agradecida por el autodominio de él, porque estaba claro que ella no poseía ninguno.
Tenía que irse. Inmediatamente. Antes de que dijera o hiciera cualquier otra cosa que la humillara aún más. Porque incluso ahora, con la fría realidad de sus actos cara a cara, no deseaba otra cosa que caer de nuevo entre sus brazos y dejar que la magia volviera a empezar otra vez. Aquella embriagadora caricia le había arrebatado el control y la había vuelto vulnerable de una manera que la aterrorizaba.
Lágrimas calientes se formaron en sus ojos, y apretó los labios para refrenar el llanto que ascendía por su garganta. Frenética, intentaba recogerse el pelo con una trenza anudada en un moño, a la vez que trataba de encontrar sus horquillas. Cuando ya había recogido varias se las empezó a colocar en el cabello.
– Meredith, detente -dijo él incorporándose y agarrándola por las muñecas, interrumpiendo sus esfuerzos por arreglase el cabello. Ella tiró de los brazos, pero él no la soltó. Luego ella dejó escapar un profundo suspiro, tratando de alejar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella.
Reuniendo lo poco que quedaba de su dignidad, se obligó a mirarlo a los ojos.
– Por favor, déjame marchar. Me quiero ir.
– Ya lo veo. Pero no puedo dejar que te vayas… no así. Tenemos que hablar.
– No tengo nada que decir… excepto que lo siento.
– ¿Por qué demonios te disculpas?
– Por mi… comportamiento. -Por el amor de Dios, le era casi imposible mirarlo a los ojos.
Él la miró con preocupación y, soltando una de sus manos, rozó dulcemente uno de los bucles que le caían sobre la frente.
– Dios mío, Meredith, no tienes nada de qué disculparte. Has estado… extraordinaria. Si alguien debe pedir disculpas, ese soy yo; pero, que Dios me perdone, no puedo disculparme por algo que ha sido tan hermosa. Lo único que lamento de esto es que obviamente sentirás remordimientos por lo que hemos compartido.
– ¿Y cómo no iba a nacerlo? Ha sido un error.
A Philip se le oscureció la mirada.
– No ha sido un error. Ha sido increíble. E inevitable, dada la atracción que existe entre nosotros dos. Pero es posible que fuera precipitado. -Él le rozó una mejilla con los dedos-. Aunque yo, obvia y desesperadamente, quería hacerte el amor, no tenía esta noche ninguna intención de seducirte.
– ¿Ah sí? ¿Y entonces para qué te tomaste tantas molestias? -dijo ella abarcando con la mirada toda la habitación.
– Para cortejarte. Apropiadamente.
– En lo que hemos hecho no ha habido nada de apropiado, Philip.
Y ella lo sabía. Lo sabía desde el momento en que entró en aquella habitación. Desde que decidió quedarse. A nadie más que a sí misma podía culpar por el resultado de la velada. Cielos. Habría sido tan cómodo echarle la culpa a otro, o a cualquier otra cosa. A él, pero él no había tomado nada que ella no le hubiese dado libremente. Al vino, pero ella solo había bebido un vaso.
– Te aseguro que mis intenciones eran honradas. Pero cuando te tuve entre mis brazos, me temo que me olvidé de todo lo demás. -Philip la agarró de la barbilla con una mano-. Tú me embriagas, Meredith. Toda tú me cautivas. Sí, deseo hacerte el amor, pero quiero aún mucho más que eso.
Meredith se quedó rígida y lo miró fijamente con pavor. Sus palabras, su seriedad, la afirmación de que había preparado aquella cena para cortejarla apropiadamente y de que sus intenciones eran honradas… acabaron por hacer que la sangre se le subiera a la cabeza.
Por Dios, ¿acaso estaba intentando pedirle que se casara con él?
14
Meredith se puso de pie en un salto, intentando ocultar la preocupación que sentía. Abandonando la idea de arreglarse el pelo, buscó su bolso por la habitación, con cada una de las fibras de su cuerpo pensando en escapar antes de que él pusiera voz a una proposición imposible. Philip se levantó y la agarró por los hombros.
– Meredith…
Ella le colocó dos dedos contra los labios interrumpiendo sus palabras. Intentando mantener la calma en la voz, dijo:
– No digas nada más.
– ¿Por qué no? -El dolor y la consternación se reflejaban en sus ojos.
«Porque sé que un simple no no te satisfará, sé que querrás más explicaciones. Y yo no puedo pensar en una mentira que te pueda convencer en mi actual estado de confusión. Y no puedo decirte la verdad. Y porque ahora es obvio adonde nos conduce lo que dices: a mí tumbada boca arriba», pensó.
– Porque yo… yo no estoy dispuesta a oír nada más. Necesito tiempo. Tiempo para pensar, y eso no lo puedo hacer en tu presencia. Tú me… me distraes mucho.
Poco a poco la tensión fue abandonando el rostro de Philip.
– Tú me afectas a mí de la misma manera. Y por eso…
– ¡No! -gritó ella enrojeciendo de miedo, un miedo que se hacía aún mayor por la indudable pena y confusión de la mirada de Philip-. Por favor, Philip. Por favor. No digas nada más. Ahora no.
Su mirada fija la ponía completamente fuera de sí.
– Tú sabes qué es lo que quiero pedirte, Meredith.
No se atrevía a aceptar lo que sabía hasta que él se lo hubiera confirmado.
– Sí. Pero no aquí. No ahora. Yo… necesito pensar.
Él se quedó estudiando su expresión durante unos minutos.
– De acuerdo, pero tenemos que hablar de esto, Meredith.
– Pero ahora no -dijo ella asintiendo con la cabeza. «No hasta que pueda poner en orden mis pensamientos y pueda volver a levantar mis defensas contra ti», pensó.
– Volveré a buscarte en cuanto haya pedido que preparen el carruaje -dijo Philip abandonando la habitación y cerrando la puerta suavemente tras él al salir.
En cuanto Meredith se quedó sola, escondió la cara entre las manos.
Por Dios, ¿qué había hecho?