Albert descorrió las pesadas cortinas de terciopelo azul y miró por la ventana del salón. Sin siquiera un rayo de luz de luna, nada diferenciaba de la negrura su propia silueta reflejándose en su mirada. Oyó el reloj de pared que anunciaba la medianoche. Seguramente miss Merrie estaría a punto de regresar de su cena en sociedad. ¿Se decidiría lord Greybourne por alguna de las muchachas elegidas para hacerla su esposa? ¿O se dejaría guiar por su corazón?
Una imagen de Charlotte se formó en su imaginación. Apretando los ojos reposó la frente en el frío cristal y dejó escapar un largo suspiro. Hacía horas que ella había subido al piso de arriba para acostar a Hope y no había vuelto a bajar. Obviamente también ella se había ido a dormir.
Al instante, la primera imagen desapareció y fue reemplazada por otra de Charlotte tumbada en la cama, con su rubia cabellera desparramada sobre la almohada y destellos de luces sobre su dorada piel. Su cuerpo se estremeció y apretó los dientes tratando de borrar aquella sensual imagen, pero sin conseguirlo. Alzando los brazos, ella decía «Albert…». Un gemido de deseo no satisfecho se le escapó de la boca.
– Albert…, ¿estás bien?
Sus ojos se abrieron como platos y miraron hacia arriba. Reflejada en la ventana, la vio a ella de pie en el pasillo.
El color le subió a las mejillas. Tragándose una maldición, trató de aplacar su obvia excitación, pero no le fue posible. Y, por todos los diablos, se había dejado la chaqueta y el gabán en la habitación. No había manera de que ella no notara en qué estado se encontraba.
– Estoy bien. -Aquellas palabras le salieron con un extraño tono ronco.
Vio su reflejo, vio cómo ella dudaba, rogando con todas sus fuerzas que se marchara y le dejara solo, pero en lugar de eso, Charlotte frunció el entrecejo y se encaminó lentamente hacia él.
– No pareces estar muy bien. Te oí lamentarte… ¿te has hecho daño?
– No. -Esta palabra salió de su garganta como un murmullo.
Su corazón se aceleraba más y más a cada paso que ella daba, y no paró de avanzar hasta que estuvo a su lado. Su delicado y exquisito perfume le envolvió, y él apretó los dientes y aferró los puños contra el cuerpo. Aunque ella se había ido a la cama hacía horas, todavía llevaba puesto su vestido gris de día. Gracias a Dios, porque si se hubiera levantado en camisón…
«Por todos los demonios, no pienses en ella en camisón.» Se dio cuenta de que ella lo observaba fijamente y se quedó mirando con aire decidido por la ventana, pero no sirvió de nada, pues la podía ver perfectamente reflejada en el cristal. Su encantador perfil. Sus labios gruesos. Su cabello suave. Sus curvas femeninas. Que Dios le ayudara. Quizá si la ignoraba ella se iría. Antes de que pudiera ver el efecto que le estaba produciendo.
– He bajado para prepararme una taza de té. ¿Quieres una?
– No.
Esta palabra le salió mucho más estridente de lo que habría pretendido, y ella le vio estremecerse; se dio cuenta de cómo la miraba de reojo y cómo se le ponía expresión de sorpresa al oír el tono de su propia voz. Maldita sea, estaba haciendo muchas cosas raras. Tenía que apartarse de ella. Inmediatamente. Al intentar escapar escaleras arriba se dio la vuelta demasiado rápido. Demasiado deprisa. Como le pasaba a menudo, tropezó con su maldito pie, y se habría dado de bruces en el suelo si ella no lo hubiera sujetado de los antebrazos para que no cayera.
Albert se enderezó y se encontró a sí mismo de pie a menos de medio metro de ella, quien lo sujetaba con fuerza por los antebrazos. El rubor por la humillación a causa de su torpeza se convirtió inmediatamente en un calor enteramente diferente, que irradiaba en él deseos y anhelos a través del lugar que tocaban aquellas manos. En algún rincón oculto de su corazón una vocecilla le gritó que se alejara de ella. Pero él, al contrario, se quedó parado mirándola a los ojos. A aquellos hermosos ojos grises que lo miraban fijamente con una expresión que no sabía definir, pero que hizo que se le cortara la respiración. Por Dios, la sensación de esas manos, incluso a través de la camisa, encendían un fuego dentro de él. Estaba tan cerca. Y olía de una manera tan deliciosa. Y él la amaba tan desesperadamente. Y, que Dios le ayudara, la deseaba tan profundamente…
Él había intentado alejarse. Por supuesto que lo había hecho. Pero el anhelo y el deseo contra el que llevaba luchando desde hacía tanto tiempo le venció, y dio un paso adelante. Tomó su pálido rostro con una de sus manos, la rodeó con la otra por la cintura para apretarla contra sí y, con el corazón golpeando contra las costillas, se acercó a ella hasta que pudo tocar sus labios con la boca, besándola con todo el amor que abrigaba en su corazón durante un eufórico momento. Hasta que se dio cuenta de que solo uno de los dos participaba en aquel beso. Interrumpió abruptamente su beso, y se quedó quieto y helado.
Ella no se movió en su apretado abrazo, pero el color de su rostro cambió y lo miraba con los ojos abiertos de estupor. Tan solo estupor. Ni calor, ni deseo, ni ternura.
El la soltó de su abrazo como si lo estuviera quemando y dio dos pasos atrás. Y entonces vio una expresión nueva que inundaba los ojos de ella.
Compasión.
Cielos. Cualquier cosa menos eso. Enfado, disgusto, odio. Pero no compasión. No pena por el virginal lisiado que había hecho el más completo de los ridículos. Y que había destruido años de amistad con un simple acto inconsciente. ¿Cómo había podido ser tan increíblemente estúpido?
– Yo… lo siento, Charlotte. Por favor, perdóname.
Ella no dijo nada, solo se quedó rígida, con los brazos colgando a los costados, mirándolo con aquella misma expresión apenada y aturdida que era como un cuchillo clavándosele en el corazón. Albert dio media vuelta, cruzó la habitación tan aprisa como su pierna coja se lo permitía y no se detuvo hasta llegar a la seguridad de su dormitorio. Sentado en el borde de su cama, apoyó los codos contra las temblorosas piernas y luego se agarró la cabeza con las manos.
Dios todopoderoso, nunca nada le había herido de aquella manera. Ni los puñetazos de Taggert, ni su pierna, nada. Y cuando pensaba que ya nada podría mortificarlo más, las lágrimas se le agolparon en los ojos y empezó a temblar espasmódicamente. Maldita sea, no había llorado así desde que era un niño. Pero aquellas eran lágrimas de dolor. Y estas eran lágrimas de pérdida.
Otro espasmo lo sacudió, y una letanía de obscenidades fue saliendo como un hilo de entre sus labios. Lo había estropeado todo. Ese beso de una sola parte, su expresión de repulsa y la más clara humillación posterior se levantarían entre ellos como un muro. Cielos, ¿cómo podría siquiera volver a mirarla a los ojos? Había traicionado su confianza. Seguramente pensaría de él que no era más que un salido mal nacido; el mismo tipo de hombre que ella había estado odiando todos aquellos años.
Alzando la cabeza, se colocó las manos bajo el rostro. Tenía dos opciones. Podía intentar encontrar la manera de conseguir lo imposible: encontrar las palabras para disculparse ante ella, y rezar luego para que pudieran superar lo que había sucedido esa noche. O bien podía marcharse de casa de miss Merrie.
Su corazón dio un vuelco cuando comprendió que solo había una posibilidad.
Charlotte se quedó parada en la puerta del pasillo cuando Albert desapareció, y fue saliendo poco a poco del estupor que la había embriagado desde el momento en que había tropezado contra él. Alzó una mano temblorosa y apretó con los dedos sus labios. Labios que hacia apenas un momento habían tocado los de él.
Un calor la recorrió, despertando unos sentidos que aquel inesperado beso habían dejado helados. Cerró los ojos y se permitió revivir esos pocos segundos. Nunca un hombre la había besado de aquella manera. Con dulce y arrebatado afecto. A pesar de toda la experiencia que tenía, no sabía que un beso podía ser tan… hermoso. No sabía que podía cortarle a uno la respiración. O dejarla paralizada. O hacer que su mirada se quedara petrificada e inexpresiva.