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Pero debería haber sabido que Albert la podía besar de aquella manera. Todo lo que venía de él era hermoso y bueno, tierno y dulce. Y que el cielo la ayudara, quería toda esa belleza y bondad para ella. Quería a Albert para ella. Y desde que él la había abrazado de aquella manera contra su cuerpo, desde que había visto refulgir el deseo ardiente en su mirada, no podía negar que él también la deseaba.

La había sorprendido el hecho de que alguien como Albert pudiera haber puesto sus deseos en una persona como ella. Lo cual la llevaba a plantearse preguntas más inquietantes. ¿Por qué alguien como él iba a querer a una persona como ella? ¿Habría estado bebiendo? No, en su aliento no había ni rastro de alcohol. O acaso no era a ella a quien deseaba; acaso cuando ella apareció él estaba pensando en alguna otra mujer, una mujer a la que deseaba de verdad. Sí, lo más seguro era sencillamente que se había cruzado con Albert en un momento caliente. Bien sabía ella que los hombres tenían muchos momentos así. Cualquier mujer podía conseguir calentar a un hombre.

En el momento en que esa idea rondó en su cabeza, su corazón la rechazó. No. Albert no era un hombre como los demás. Él era honesto. La había besado porque la quería. Y no era solo su cuerpo el que se lo había dicho. También se lo decía la manera como la miraba.

Pero eso aún no respondía al porqué. ¿Por qué un hombre joven y decente podría desear a una mujer gastada, a una antigua puta? «Porque solo está buscando un revolcón, tonta. No has querido que te tocara ningún hombre durante cinco años. Ahora lo deseas. ¿Por qué no le das lo que él quiere? A los dos os pica lo mismo», pensó su voz interior.

No. Ella se tapó los oídos con las manos para no oír esa gutural voz de su pasado. Esa voz contra la que había peleado tanto, con la ayuda de Meredith, hasta llegar a enterrarla. Ella ya no era aquella mujer de antes. Había conseguido una vida decente para ella y para su hija. No, Albert era del tipo de persona que solo la besaría si él…

Estaba interesado por ella. Igual que ella estaba interesada por él.

Todo en su interior se removía. Santo Dios, ¿sería posible?

No se había permitido pensar en un milagro de ese tipo. Apretó los ojos con fuerza recordando de qué manera tan fría se había quedado entre sus brazos, y rememorando la expresión afligida de él. Seguramente Albert había imaginado que su reacción fría se debía a que le repugnaba.

Pero antes tenía que saber si él estaba interesado en ella. Ahora bien, si no era así… Bueno, se tragaría aquella bofetada como ya se había tragado tantas. Pero si él sí… Apretó sus dos manos contra el punto en el que el corazón le latía con frenesí. De una u otra forma, su vida estaba a punto de cambiar.

Tomando aliento de forma profunda y resuelta, cruzó la sala y se dirigió hacia las escaleras. Cuando llegó hasta la puerta del dormitorio de Albert, se detuvo. Le oyó dar vueltas de un lado a otro. Haciendo acopio de todo su valor, llamó a la puerta.

Pasó casi un minuto antes de que él la abriera. Sus miradas se cruzaron y ella entornó los ojos ante el semblante sombrío de Albert. Cruzando el umbral de la puerta, dijo:

– Albert, yo…

Su voz se apagó ante la visión de una desgastada maleta de piel depositada encima de la cama todavía sin deshacer. Su mirada recorrió la habitación y el alma se le cayó a los pies. Incluso a la pobre luz de una sola vela, pudo darse cuenta de que todas las pertenencias de él habían desaparecido. Su peine, su navaja de afeitado. Los dibujos infantiles de Hope que él había enmarcado y colgado en la pared como si se tratara de cuadros del propio Gainsborough. El armario abierto daba testimonio de que estaba vacío.

Un ensordecedor silencio los envolvió. Charlotte se humedeció los labios resecos, y consiguió recuperarla voz.

– ¿Qué estás haciendo?

Un músculo de la cara de Albert se tensó.

– Me voy, Charlotte.

Solo tres palabras. ¿Cómo era posible que solo tres palabras causaran tales estragos? ¿Que hicieran tanto daño?

– ¿Por qué?

El dolor centelleó en los ojos de él por un momento, y luego esbozó una expresión fría. Bajando la vista hacia la maleta abierta, dijo:

– Simplemente… tengo que irme.

Un destello de esperanza se abrió paso en el pecho de Charlotte, al ver la deplorable situación en la que se encontraba Albert. Seguramente no podría estar tan triste si no estuviera interesado por ella. «Es ahora o nunca, Charlotte», se dijo.

Reuniendo cada gramo de valentía que tenía, le dijo:

– ¿Te vas a marchar por mi causa, Albert?

Él levantó la cabeza y la miró con unos ojos torturados. Como vio que él no iba a responder, añadió en voz baja:

– ¿Te vas a marchar por lo que acaba de pasar entre nosotros?

– Lo siento, Charlotte, yo… -dijo él enrojeciendo de repente.

– Lo que quiero no es una disculpa, Albert, sino una explicación. ¿Por qué me besaste?

– Perdí la cabeza. No sé en qué estaba pensando.

– ¿Estabas pensando en mí o tenías a cualquier otra en la cabeza?

– ¿Cualquier otra? ¿Qué insinúas?

Ella se apretó el estómago con las manos.

– ¿He sido yo la persona que ha inspirado ese beso o no era más que la sustituta de cualquier otra?

Una miríada de emociones cruzaron por la cara de éclass="underline" confusión, comprensión, y también una inconfundible pizca de enfado.

– Nunca te habría utilizado a ti de esa manera, Charlotte.

Las rodillas de Charlotte flaquearon con alivio y la llama de la esperanza ardió aún con más fuerza.

– Ese beso…

– Fue un error terrible.

– ¿Por qué dices eso?

El se la quedó mirando como si se hubiera vuelto loca. Luego escapó de su garganta una risa sin gracia.

– Tu reacción horrorizada así me lo hizo ver. No es que te culpe a ti, por supuesto. No tengo ningún derecho a tocarte.

– No me quedé horrorizada -dijo ella notando que el corazón le daba un vuelco-. Estaba sorprendida. Realmente impresionada. No podía entender por qué me ibas a querer besar a mí. Y menos aún de esa manera.

– ¿De esa manera? ¿Quieres decir como un lastimero principiante? -le espetó él.

– No. Quiero decir como un hombre besa a una mujer por la que está profundamente interesado. Una mujer a la que… ama.

Albert quería que se abriera la tierra y lo tragara. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan mortificado. Por todos los demonios, ¿con su torpe beso había dejado ver tantas cosas?

– ¿Es así como me has besado, Albert?

Sus hombros se hundieron ante esa pregunta a media voz. Quería negarlo, para evitar ser de nuevo objeto de su compasión, pero ¿cómo esperaba mentirle con convicción sobre algo tan obvio? Además, no tendría que ver su compasión durante mucho tiempo. Se habría marchado de allí en cuestión de horas.

– Sí, Charlotte, así es como te he besado.

– ¿Porque me amas? -dijo ella con una voz que era casi un susurro.

– Sí -contestó él asintiendo con la cabeza-. Esta noche mis sentimientos… se llevaron lo mejor de mí. Y ya que no puedo prometer que no volverá a suceder jamás, tengo que irme de aquí. Por el bien de los dos.

– Oh… Albert, querido mío, ese beso ha sido el más maravilloso que me han dado jamás. No sabía cuan maravilloso podía ser un beso hasta esta noche.

– ¿Maravilloso?-preguntó él confundido-. ¿Estás diciendo que te ha gustado?

– Sí, Albert, eso estoy diciendo. Pero me sorprendiste. No tuve el ánimo suficiente para reaccionar como debería haberlo hecho. No me quedaría tan sorprendida si volvieras a intentarlo de nuevo… ahora.

Él se quedó de pie pensando que seguramente había oído mal.

– ¿Estás diciendo que quieres que te bese?

– Más que nada en el mundo.