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– Un arreglo que hiciste sin mi previo conocimiento o consentimiento. -Philip tiró del maldito pañuelo que le estaba estrangulando como si fuera una soga-. La razón por la que he vuelto ahora a Inglaterra es cumplir mi parte del trato y casarme.

– Porque me estoy muriendo.

– Porque siempre tuve la intención de hacerlo. Algún día. Tu salud me hizo comprender que algún día era ahora.

– Pero lo primero que me dijiste era que no podías cumplir tu parte del trato a causa de no sé qué piedra estúpida.

Philip dejó caer los brazos defraudado. Con el rabillo del ojo observó a lord Hedington y a miss Chilton-Grizedale, que escuchaban su conversación con mucha atención y con los ojos como platos. Bueno, al infierno con ellos. No iban a ser precisamente las primeras personas que desaprobaran su conducta.

– Mi honor y mi integridad lo son todo para mí. Si no fuera una persona de honor, me habría quedado callado. Me habría casado con lady Sarah, y tras su prematuro fallecimiento al cabo de dos días, no habría tenido ningún problema para marcharme de aquí y llevar la vida que me hubiera apetecido, volviendo a Egipto o a Roma o a Grecia, y habiendo cumplido con mi trato de casarme.

Sus palabras se quedaron colgadas en el aire en medio de los presentes, con solo el sonido del reloj de pared rompiendo el prolongado silencio. Al final, miss Chilton-Grizedale carraspeó y dijo:

– Ha mencionado usted la intención de averiguar si hay una manera de romper el maleficio, señor. ¿Cree que es posible conseguirlo?

Él se volvió hacía ella. El matiz verdoso había abandonado su rostro. Ella se quedó observándolo con sus serios ojos de color azul marino, y él aprobó mentalmente esa manera tranquila de manejar la situación. Por mucho que estuviera apremiada, se veía claramente que no era del tipo de mujeres que se anda por las ramas a la menor provocación, y su manera de pensar era clara y concisa. Se dio cuenta de la razón por la que su padre la consideraba una buena estratega.

– No sé sí existe alguna manera de romper el maleficio -admitió Philip-. Aunque a menudo suele ser así. Pero, por desgracia, la «Piedra de lágrimas» está rota, así que si en ella se hablaba del remedio al maleficio, este se ha perdido. Sin embargo, tengo la esperanza de que el otro pedazo de piedra esté entre los restos que viajaban conmigo en el barco, o entre las cosas que iban en un segundo barco que partió varios días después del mío. Me han informado de que ese barco, el Sea Raven, no ha llegado todavía a puerto (seguramente a causa del mal tiempo o por problemas de mantenimiento), pero espero que llegue un día de estos. Y aun antes de que llegue, me quedan montones de cajas que desembalar y examinar.

– ¿Recuerda usted haber encontrado ese trozo de piedra?

– No recuerdo haber visto un trozo de piedra de ese tipo -contestó Philip meneando la cabeza con decepción-. Sin embargo, eso no significa que no pueda estar entre los demás hallazgos. No he visto todas las cosas que se embalaron. Es muy posible que lo enviara a Inglaterra en alguno de los barcos anteriores y que me esté esperando en el Museo Británico. Pero esté segura de que pondré todo mi empeño en encontrarla. Aunque, entre tanto, debemos enfrentarnos a la situación que tenemos entre manos.

– O sea, a la ausencia de la novia el día de su boda -murmuró miss Chilton-Grizedale.

– Y a tu negativa a casarte -añadió el padre de Philip en voz alta.

El se volvió hacia su padre y se topó con sus glaciales ojos azules.

– Sí. Al menos me niego hasta que haya encontrado una manera de acabar con el maleficio, asumiendo que la haya. Si soy capaz de descubrir la forma de romper la maldición, no dudaré en casarme con lady Sarah.

– ¿Y si no hay ningún remedio? ¿O no puedes llegar a descubrirlo?

– Entonces no me casaré. Con nadie. Jamás.

– Me habías dado tu palabra. -Los labios de su padre se estiraron en una delgada línea.

– Pero eso fue antes de…

– Antes de nada. Una promesa es una promesa. Los tratos obligan. Me estremezco al pensar en las consecuencias sociales y económicas de no casarte con lady Sarah.

– Las consecuencias económicas serán considerables, se lo puedo asegurar -interrumpió lord Hedington en tono amenazador.

– Por el amor de Dios, si esta ridícula historia del maleficio llega a conocerse, el escándalo nos arruinará -dijo enfadado el padre de Philip-. La gente pensará que te has vuelto loco.

– ¿Eso es lo que piensas? ¿Que me he vuelto loco?

La reacción de su padre fue exactamente la que esperaba, y ahora era imposible disimular el dolor y el desengaño en el tono de su voz. A su padre se le encendieron las mejillas.

– Preferiría pensar eso antes que imaginar que has inventado una estúpida excusa para eludir tus obligaciones y tus promesas. Otra vez.

– Una vez me dijiste que un hombre vale tanto cuanto vale su palabra. -Se intercambiaron una intensa mirada, cargada con los recuerdos de la negra noche pasada junto al ataúd de su madre-. Fue un consejo que me tomé muy a pecho. Te doy mí palabra de que no estoy intentando eludir mis obligaciones.

Su padre apretó los ojos unos segundos y luego buscó la mirada de Philip.

– Si tengo que hacer caso de todas estas tonterías, debo decir que realmente crees en ese maleficio. Sin embargo, tu creencia está equivocada, y por nuestro propio bien, deberías dejar a un lado esas… ideas y tratar de corregir el desastre que has provocado. Has pasado muchos años lejos de la civilización, inmerso en costumbres ancestrales que sencillamente ya no tienen cabida en el mundo moderno de hoy.

– No hay ningún error en las palabras escritas en la piedra.

– Son palabras, Philip. Nada más. Por lo que me has dicho, son los desvaríos de un hombre celoso engañado por su amada. No tienen poder, a menos que insistas en darles un poder que no les pertenece. No lo hagas.

– Me temo que no puedo comprometerme, padre, a nada más que a poner todo mi empeño en encontrar el pedazo de piedra que falta.

– Dado que en este momento no estoy seguro de qué es lo que tengo que creer, o qué tengo que hacer con esta historia del maleficio -dijo lord Hedington atolondradamente-, estoy de acuerdo con Ravensly en que ni una sola palabra de todo esto debe salir de esta habitación. -Su ceño fruncido abarcó a todo el grupo-. ¿Estamos de acuerdo?

Todos asintieron con la cabeza y murmuraron un sí.

– Y quiero encontrar a mi hija.

– Son dos planes excelentes -afirmó Philip-. Sin embargo, creo que lo más importante en este momento son los cientos de invitados que están esperando en la iglesia. -Colocó sus manos debajo de la cara y miró uno tras otro a su padre, a lord Hedington y a miss Chilton-Grizedale-. Ya que nos hemos puesto de acuerdo en no decir nada por ahora del maleficio, deberíamos ponernos de acuerdo en buscar otra excusa, porque me parece que no podemos aplazar más un anuncio formal de que la boda no va a tener lugar hoy.

Lord Hedington y el padre de Philip miraron hacia la puerta con cara de desaliento. En el momento en que Philip daba un paso hacia ellos, oyó a su espalda un leve gemido seguido por un ruido sordo. Miró por encima de un hombro y se quedó helado.

Miss Chilton-Grizedale se había derrumbado y estaba tumbada en el suelo.

Meredith volvió en sí lentamente. Alguien estaba frotando una de sus manos de la manera más delicada posible. Intentó abrir sus pesados párpados y de repente se encontró a sí misma reflejada en los ojos castaños con gafas de lord Greybourne. En el momento en que se cruzaron sus miradas, la expresión de él se relajó. Ella parpadeó. Él ya no parecía en absoluto una rana. Parecía un empollón, pero con una especie de desaliño especial. Eminentemente masculino y fuerte. Y olía de una manera maravillosa. Con una mezcla de sándalo y lino recién lavado. Sí, era evidente que ya no parecía una rana. Y de repente él la miró perplejo.