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– Por favor, di algo -le imploró él. Ella pestañeó y parte de las telarañas de sus ojos se disiparon.

– Philip.

Él tuvo que tragar saliva para recuperar la voz.

– Estoy aquí, querida.

– ¿Están ustedes bien, señor? -preguntó un caballero que se había acercado corriendo hasta ellos.

– Yo estoy bien. Pero aún no sé cómo está ella.

Philip no miró hacia arriba, pero se dio cuenta de que un pequeño grupo de personas se había congregado a su alrededor, todos ellos murmurando sobre lo poco seguro que era cruzar una calle aquellos días, sobre cómo había aparecido aquel carruaje a toda marcha como si saliera de ninguna parte y sobre qué espléndido rescate había llevado a cabo él.

– Meredith, quiero que te quedes tranquila mientras compruebo que no te has roto ningún hueso. -Le examinó los brazos y las piernas, y luego presionó suavemente sobre sus costillas-. No parece que tengas nada roto -dijo con voz algo más tranquila.

Agarrándola entre sus brazos, se levantó intentando apagar la preocupación que sentía por su silencio. Si estuviera completamente bien, su Meredith seguramente se habría quejado a gritos por que la tomara en brazos como si fuera un saco de patatas, especialmente en público. Y Dios sabía que hubiera dado cualquier cosa por oír una reprimenda de ese tipo, por saber que ella estaba realmente bien.

– Se pondrá bien -les dijo a la docena de personas que había a su alrededor.

Se oyó un colectivo suspiro de alivio, pero Philip no tenía más tiempo que perder. Cruzó rápidamente Park Lake, luego subió las escaleras de su casa y golpeó la puerta con el píe. Un joven criado llamado James abrió la puerta con una expresión de enfado en la cara.

– A ver, veamos quién… -Sus airadas palabras se interrumpieron de golpe mientras Philip cruzaba a toda prisa el umbral.

– Miss Chilton-Grizedale está herida. Necesito agua caliente y vendas. Muchas vendas. -Se dirigió por el pasillo a su estudio privado, llevando su preciosa carga muy apretada al pecho-. También hay un cuenco del ungüento de Bakari en la cocina. El cocinero sabrá dónde. Tráigamelo. Y también quiero que preparen un baño en mi dormitorio.

– ¿Debo mandar llamar al médico, señor?

– Todavía no. No tiene ningún hueso roto, y yo tengo bastante experiencia en curar heridas. Ya le haré saber si es necesario que venga el médico.

Tras abrir la puerta del estudio privado de Philip, James salió corriendo a hacer todo lo que le habían mandado. Philip se acercó al sofá que había delante de la chimenea y depositó cuidadosamente a Meredith sobre los cojines. Arrodillándose a su lado, apartó un mechón de polvoriento cabello de su mejilla magullada.

– Mueve un poco los brazos y las piernas -le pidió Philip-. ¿Te duele algo?

Al cabo de un momento ella movió la cabeza.

– No me duele nada, aunque estoy un poco magullada por todas partes -dijo ella mirándole con los ojos muy abiertos, observando con interés su rostro. Incorporándose, pasó la punta de sus dedos por la barbilla de él.

– Tienes un rasguño horrible -le susurró ella.

Maldición, le faltaban las palabras. Nunca en toda su vida se había sentido tan mal. Estaba asustado.

– Estoy bien. -Su voz sonaba como si se hubiera acabado de tragar un puñado de clavos oxidados.

– Y tus gafas. Están dobladas y… ladeadas.

– Tengo otro par.

– Debo darte las gracias. -La oyó tragar saliva-. Me has salvado la vida.

– Casi. La imagen del carruaje corriendo hacia ti me perseguirá durante las próximas cinco décadas. Por lo menos. -Levantando la mano de ella le besó la punta de los dedos-. Venía de regreso de casa de mi padre cuando te vi de pie al otro lado de la calle. Empezaste a cruzar… -Le recorrió un escalofrío-. En tu nota decías que Goddard te acompañaría. ¿Por qué estabas sola en la puerta del parque?

– No había venido sola. Acababan de marcharse Albert, Charlotte y Hope. Venía hacia aquí, hacia tu casa. Quería hablar contigo.

Se cruzaron una larga y profunda mirada. La expresión de ella le dio una pequeña esperanza de que le iba a gustar lo que tenía que decirle. Bueno, él también tenía unas cuantas cosas que decirle a ella. Y en cuanto le hubiera puesto el vendaje, Meredith iba a tener que escucharle. Pero antes debía contarle lo que había pasado. Le contó brevemente el ataque que habían sufrido la noche anterior Catherine, su padre y Andrew.

– Meredith, ese carruaje que casi te atropella no ha sido casual. El que lo hizo sabe la importancia que tienes para, mí, y ha intentado hacerte daño a ti por lo mucho que me importas.

Antes de que ella pudiera contestar, sonó un golpe en la puerta. Sin apartar la mirada de ella, Philip dijo:

– Pase.

James entró llevando en las manos una bandeja con dos jarros de agua, un montón de vendas de lino y un cuenco de cerámica azul cubierto con un pañuelo.

– El baño que ordenó estará preparado enseguida. ¿Necesita ayuda, señor? -preguntó dejando la bandeja en el suelo al lado de Philip.

– No, gracias.

El joven abandonó la habitación. Philip se quitó la sucia y desgarrada chaqueta, se subió las mangas de la camisa y se colocó bien las gafas. A continuación cortó varios trozos de uno y empezó a limpiar cuidadosamente la suciedad de la cara de Meredith.

– Un baño te sentará bien -dijo ella con una mueca de dolor cuando él le tocó la herida de la sien-. Estás muy sucio.

– Gracias. Ya sabes cómo me gustan ese tipo de halagos. Pero el baño es para ti.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿Para mí? ¡Yo no puedo bañarme en tu casa!

Si hubiera sido capaz, en ese momento le habría sonreído. Había vuelto el decoro de Meredith.

– Seguramente sí que podrás. Un remojo en agua caliente ayudará a que se te pase el dolor muscular.

– No tengo los músculos doloridos -dijo ella apretando los dientes.

– Puede que ahora no te duelan, pero te dolerán. Caímos en el suelo dándonos un golpetazo terrible. Además, que me llames sucio es lo mismo que si un perro llamara a un gato despeinado.

– Oh, querido, quieres decir que estoy…

– Mugrienta. Me temo que así es.

Ella intentó incorporarse, pero él la hizo volver a reclinarse amablemente sobre los cojines.

– No te muevas. Necesito examinarte y limpiarte los rasguños de la cara. Cuando te hayas bañado, te vendaré. Mientras estés en el baño mandaré que te arreglen el vestido. -Cuando parecía que ella iba a protestar, él colocó dos dedos sobre sus labios-. Sin discusiones. Déjame que cuide de ti.

Meredith miró sus ojos castaños, tan serios, tan formales, tan llenos de culpabilidad y preocupación que no podía negarse a su petición. Además, la verdad es que aún se sentía bastante débil. Y la mejilla le dolía como si el propio demonio le hubiera quemado la piel.

«Déjame que cuide de ti.» Ella no podía recordar a nadie que alguna vez le hubiera dichos tales palabras. Era algo extraño para ella, dejarse en manos de otra persona para que cuidara de ella; y realmente dejarse a «su cuidado» no era una idea que le desagradara en absoluto. Además le permitiría aplazar durante unos cuantos minutos las palabras que la iban a alejar de él para siempre.

Asintiendo con la cabeza, ella se acomodó en los cojines, meciéndose entre el deseo de cerrar los ojos y absorber sencillamente la sensación de él tocándola, y dejar los ojos bien abiertos para verle, para memorizar cada uno de sus rasgos, porque aquella iba a ser la última oportunidad que tendría de hacerlo.

Optó por mantener los ojos bien abiertos y observarlo mientras él le limpiaba y curaba con delicadeza las heridas y rasguños. Lo hacía de manera metódica y cuidadosa, con los ojos fijos y las manos firmes. Un mechón de cabello sucio y revuelto le caía sobre la frente y los dedos de Meredith se abrieron para colocárselo hacia atrás. Pero no era su turno de tocar.