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Salieron a escena en su mente imágenes que ella creía borradas de su memoria desde hacía mucho tiempo. Se veía a sí misma escondida en un callejón, acurrucada, o corriendo para salvar la vida. Apartando esos recuerdos de su mente, continuó:

– Me convertí en una carterista sorprendentemente buena. Me movía de un lugar a otro para evitar que me capturaran, ahorrando todo lo que podía conseguir, porque quería dejar esa vida en la que me estaba metiendo lo antes posible. Estaba decidida a convertirme en alguien respetable. Quería llevar una vida honesta y decente. Lo más alejada de aquella otra vida de la que había estado huyendo. Cuando hube robado bastante cantidad de dinero, me compré algunas ropas decentes y busqué un empleo. Tuve la gran fortuna de conocer a la señora Barcastle, una viuda con buena salud que necesitaba una acompañante de viaje.

Deteniendo su caminar de un lado a otro, se dio media vuelta y se enfrentó a él con los brazos en jarras.

– Durante todo un año viajando con la señora Barcastle me dediqué a saquear carteras desde Brighton hasta Bath, de Bristol a Cardiff, y en cualquier otro lugar por el que pasáramos.

Algo que parecía compasión, pero que seguramente no podía serlo, brilló en los ojos de él.

– Tuviste suerte de que no te detuvieran.

– Era muy buena. Y casi invisible. En los círculos sociales en los que viajaba, nadie se fijaba en mí, una simple acompañante alquilada. Era como una mancha blanca en una pared blanca.

Después de respirar profundamente, Meredith continuó:

– Bajo la amable tutela de la señora Barcastle, intenté mejorar mis maneras y mi forma de hablar. En el momento en que regresamos a Londres, ya había reunido suficiente dinero para abandonar mi carrera de robos y empezar a establecerme en mi nueva y respetable identidad. Como tenía un don para conseguir unir a personas que congeniaban, me decidí a probar fortuna como casamentera. Casi inmediatamente alcancé mi primer éxito, con la propia señora Barcastle como mi primera dienta. Ella recomendó mis servicios a sus amigos, y poco a poco mi reputación fue en aumento. Casi he acabado de pagar la casa en la que vivo, e intento mantener una vida confortable. La boda que había concertado entre lady Sarah y tú iba a ser la culminación de quince años de trabajo duro, y de toda una vida de sueños.

De píe delante de él, Meredith apretó las manos contra su pecho y se obligó a no desviar la mirada.

– Después de darle muchas vueltas, he hecho las paces con mi pasado. Pero no soy tan ingenua como para imaginar que alguien más pueda hacer lo mismo. Especialmente si ese alguien es un miembro de la alta sociedad. Ahora que ya sabes la verdad, estoy segura de que podrás entender por qué no puedo ni siquiera considerar el aceptar tu propuesta. De todas formas, estoy convencida de que jamás me habrías hecho esta propuesta si hubieras conocido toda la verdad.

Una vocecilla dentro de ella le decía que él todavía no conocía toda la verdad, pero ya tenía más que de sobra sin que le contara el resto…

Sin apartar la mirada de ella, Philip se levantó y se acercó a su lado. No hizo ningún movimiento para tocarla, un hecho que no la sorprendió en absoluto, pero que aun así la hirió. Dejando caer los brazos se preparó para recibir las recriminaciones que seguramente estaban a punto de llegarle.

El silencio más ensordecedor que jamás hubiera escuchado se hizo entre ellos, hasta el punto de que ella pensó que en cualquier momento iba a ponerse a gritar. Al fin, él dijo tranquilamente:

– Gracias por haberme contado todo esto, Meredith. Me puedo imaginar lo difícil que habrá sido para ti hacerlo.

Por Dios, él no tenía ni idea de lo difícil que había sido. Decir esas palabras con las que iba a perderlo, y con las que iba a liberar su corazón.

– Gracias.

– Sin embargo, te equivocas en una cosa.

– ¿En qué?

– En que jamás te hubiera hecho esa propuesta si hubiera sabido toda la verdad. -Acercándose a ella, la agarró suavemente por los hombros. Mirándola directamente a los ojos le dijo-: Lo sabía.

A Meredith se le paró el corazón por un instante, e inmediatamente notó que volvía a latirle con fuerza. Seguramente no le había oído bien.

– ¿Cómo dices?

– Que ya conocía tu pasado como carterista.

Ella no podía dejar de mirarle con aturdido asombro, agradeciéndole que la hubiera agarrado por los hombros, ya que sus rodillas se habían quedado súbitamente flácidas. Las únicas personas que lo sabían eran Albert y Charlotte, y ellos jamás habrían revelado a nadie ese tipo de detalles sobre su pasado.

– ¿Cómo…? -fue la única palabra que consiguió pronunciar.

– Por casualidad, te lo aseguro. La noche en que estuve investigando acerca de Taggert, hablé con un tabernero llamado Ramsey que había sido amigo de Taggert. Ramsey me explicó qué había sido de aquel vil mal nacido, incluyendo en su historia que una vez fue testigo, a través de las ventanas de la taberna, de cómo Taggert tiró a uno de los niños deshollinadores a la cuneta del camino, como si fuera un saco de basura. Ramsey salió entonces de la taberna y se quedó mirando lo que pasaba, pero antes de que pudiera acercarse al niño, vio a una muchacha joven, casi una niña, que corría hacía la cuneta. La muchacha se arrodilló al lado de aquel chiquillo, y luego lo tomó en brazos.

– Dios bendito -susurró ella-. Recuerdo que un hombre se me acercó y me preguntó si el niño estaba bien. Yo le contesté que estaba herido y que tenía que llevarlo a casa. Él me preguntó si se trataba de mi hermano, y yo le mentí y le contesté que sí. Tenía miedo de que si contaba la verdad, es decir que apenas lo conocía, me lo arrebatarían. Y luego lo volverían a dejar tirado en cualquier calle. O se lo devolverían al horrible hombre que lo acababa de tirar a la cuneta como si fuera un saco de basura.

– Ramsey me contó que la muchacha que se llevó al chico le pareció conocida. Tardó varios minutos en acordarse, dado que aquella joven había crecido y había cambiado de aspecto desde la última vez que la vio, pero recordaba perfectamente sus profundos ojos de color aguamarina. Era la misma golfilla callejera que solía robar comida en la taberna y a menudo vaciaba los bolsillos de su clientela. -Una de las comisuras de sus labios se levantó-. Durante muchos meses fuiste un azote para la existencia de aquel hombre.

Todo el cuerpo de Meredith empezó a temblar, debatiéndose entre la incredulidad y la confusión.

– Lo sabías desde la noche que preguntaste por Taggert.

– Sí.

– Lo sabías cuando me invitaste a cenar a tu casa.

– Sí.

– Cuando preparaste aquella cena elaborada y aquella decoración.

– Sí.

– Y no me dijiste nada.

– No.

– Pero ¿por qué? -Ella sintió la abrumante necesidad de sentarse para detener el temblor que súbitamente se había aferrado a sus rodillas.

– Porque esperaba que me lo contaras tú misma. -Soltando sus hombros, Philip le agarró la cara entre las manos-. Admiro mucho la confianza que has puesto en mí. Y respeto los sentimientos que debes sentir por mí, para haberme contado algo tan profundamente privado.

¡Dios bendito, eso no iba a acabar de ninguna manera como ella había imaginado! Apartándose de él, le dijo:

– Yo no he hablado de sentimientos profundos, Philip. Te lo he contado porque tú no aceptabas un no por respuesta. Porque tenías que entender la perfecta mala pareja que podríamos llegar a formar.

– Quieres decir la perfecta mala pareja que crees tú que formaríamos. A causa de las cosas que hiciste para sobrevivir cuando eras poco más que una niña. Bueno, pues yo no estoy de acuerdo con tu afirmación. En realidad mi desacuerdo entra dentro de la categoría de «rotundamente en desacuerdo». He visto a mucha gente que puede ser empujada a hacer cosas por la pobreza, el miedo y el hambre. Yo no habría hecho menos que tú para sobrevivir. De hecho, admiro enormemente cómo superaste tu tragedia para convertirte en la inteligente, amable y decente mujer que eres hoy. Mi experiencia me dice que la adversidad puede tanto destrozar a las personas como hacerlas más fuertes. Y aquellos que se hacen más fuertes suelen estar a menudo bendecidos por una especie de compasión por quienes se enfrentan a adversidades similares. Y tú posees esa compasión, Meredith. Y esa fortaleza de espíritu. Y eso solo es una de las muchas cosas que me gustan de ti. Ahora, creo que debo preguntarte de nuevo: ¿Quieres casarte conmigo?