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– No, por supuesto que no hay ranas aquí, miss Chilton-Grizedale.

Cielos, ¿había estado hablando en voz alta? Por supuesto que no. Sintió un zumbido en los oídos, y se quedó mirando fijamente su cara. Parecía un hombre decente… «Se anuncia que la boda de hoy no tendrá lugar… no va a tener lugar».

Y acababa de arruinar su vida. Por Dios.

– Me alegro de que se haya relajado -dijo él-. Creí que tenía usted un carácter de hierro, pero veo que estaba equivocado.

– ¿Haberme relajado? ¿Qué quiere decir? -preguntó ella arqueando las cejas.

– Se ha desmayado.

– No me he desmayado. No soy propensa a los vahídos.

Cielos, ¿qué le pasaba a su lengua? La sentía como algo extraño en su boca.

Él sonrió. Una media sonrisa torcida que formaba un hoyuelo en sus mejillas.

– Bueno, para alguien que no es propenso a los vahídos, se ha desvanecido como un montón de papiros echados al Nilo. ¿Se encuentra mejor como para incorporarse?

¿Incorporarse? Miró a su alrededor y se dio cuenta, no sin disgusto, de que estaba tumbada de espaldas sobre un sofá. Y vio que lord Greybourne se había sentado en el borde del mismo, con su cadera presionando contra ella y una de sus manos agarrada entre las de él, cuyo dorso no dejaba de acariciarle. El calor ascendía por su brazo, extendiéndose por todo su cuerpo; un calor que nada tenía que ver con la consternación que la inundaba. Él estaba tan cerca, y ella estaba tan… dispuesta.

Por el amor del cielo, ¡se había desmayado! La razón de su desmayo la alcanzó como una oleada. Lady Sarah… no hay boda… novio maldito -que la estaba tratando de calmar de una manera que nunca podría haber imaginado.

Sacó su mano de entre las de él e intentó levantar la cabeza, pero este movimiento no sirvió para nada más que para acentuar la extraña sensación que flotaba ante sus ojos. Un leve suspiro salió de sus labios.

– Respire profundamente -dijo lord Greybourne, y le demostró cómo hacerlo tomando una buena bocanada de aire que hinchó su pecho, y que luego fue exhalando lentamente. El cálido aliento de lord Greybourne rozó los bucles que rodeaban su rostro.

– ¿Cree que no sé cómo respirar? -No había querido que sus palabras sonaran tan irritadas, pero su penosa situación, unida a la cercanía de otra persona, la había descentrado por completo.

– No estoy seguro. Lo que sé es que no necesita una demostración de cómo desmayarse. Ya veo que sabe perfectamente cómo hacerlo.

Por el amor de Dios, qué persona más insufrible. ¡Ahí estaban, enfrentados a una absurda parodia y a la ruina social, y él no paraba de hacer chistes! Cerrando los ojos, respiró profundamente una docena de veces. Cuando se sintió mejor, intentó de nuevo incorporarse, pero se dio cuenta de que no podía moverse.

– Está sentado encima de mi vestido, lord Greybourne.

Él cambió de postura, y luego, agarrándola por los hombros, la colocó de una manera muy poco delicada en posición sentada, dejándola caer de golpe sobre su trasero. La vergüenza, combinada con una gran dosis de irritación -no estaba segura si dirigida hacia él o hacia sí misma-, la espoleó.

– Puede que esté afectado por la situación, señor, pero yo no soy un saco de patatas para que tiren de mí de esa manera.

El movimiento brusco hizo que se soltara uno de los bucles de su cuidadosamente arreglada cabellera, y la punta se quedó balanceándose ante sus ojos.

Se echó a un lado el pelo con un gesto impaciente de los dedos y en ese momento se dio cuenta de que ya no llevaba puesto el gorro.

– Se lo he quitado yo -dijo él antes de que le preguntara-. Pensé que quizá la cinta que llevaba atada alrededor del cuello le dificultaría la respiración. -Sus labios dibujaron una media sonrisa y le dio un tirón a su pañuelo-. Ya se sabe que estas cosas constriñen el paso del aire. Seguramente también deseará arreglarse el vestido. -Philip movió las manos alrededor del cuello.

Al bajar la barbilla, ella se dio cuenta con disgusto de que tenía el chal abierto y echado a un lado, exponiendo un buen trozo de piel que, aunque no era indecente, dejaba ver una parte mucho más amplia de su seno de lo que normalmente debe exponerse a la luz del día.

Ella le lanzó una mirada feroz, pero los labios de él se curvaron hacia arriba en una sonrisa impenitente.

– No me apetecía quedarme con una mujer asfixiada entre las manos.

Cualquier gratitud que hubiera abrigado hacia él por su ayuda se evaporó al instante.

– Yo solamente me sentía levemente mareada, señor…

– Me alegro de que finalmente lo admita.

– …y por lo tanto no era en absoluto necesario que me liberase de ese modo de mi vestimenta.

– Ah, entonces supongo que no debería haberle quitado las ligas.

A Meredith se le salieron los ojos de las órbitas, y aquel gamberro sin modales aún se permitió el lujo de guiñarle un ojo.

– Estaba bromeando, miss Chilton-Grizedale. Solo intentaba devolverle un poco de color a sus pálidas mejillas. Nunca me atrevería a tocar sus ligas sin su consentimiento. Seguramente.

El calor le subía por el cuello. Ese hombre era peor que insufrible, era incorregible. Grosero.

– Puedo asegurarle que nunca recibirá ese consentimiento. Y además, un caballero nunca debería decir cosas tan escandalosas.

– Estoy seguro de que tiene razón -contestó él haciendo aparecer de nuevo el hoyuelo en sus mejillas.

Antes de que ella pudiera idear una réplica, Philip se levantó. Se acercó a una jarra de cerámica que estaba sobre el escritorio y vertió un poco de agua en un vaso de cristal. Se movía con ágil elegancia. Y el saber que él le había desatado y quitado el gorro, le había abierto el chal, y que sus dedos seguramente se habrían posado en su cuello y tocado su pelo, hizo que de nuevo se sintiese acalorada; con un calor encendido que decididamente la hacía sentir algo que estaba más allá del disgusto.

Volvió a su lado y le dio el vaso.

– Beba esto.

Resistió como pudo la tentación de lanzarle el contenido del vaso a la cara. El líquido tibio se deslizó por su reseca garganta, y empezó a asimilar el hecho de que se había desmayado, por primera vez en su vida. Estaba claro que él la había tomado por una tonta sin voluntad. En sus veintiocho años de vida había pasado por cosas mucho peores, y se había recuperado de peores momentos sin haber sucumbido a ese tipo de situaciones blandengues. Pero, por el amor de Dios, esta situación de ahora era desastrosa.

Lady Sarah había abandonado a lord Greybourne en el altar, en unas circunstancias que iban a provocar escándalo. Pero lo peor del caso, desde el punto de vista de Meredith, era que la boda en cuestión -la boda más comentada y esperada en muchos años- había sido organizada por ella en persona. Y por mucho que deseara lo contrario, todos los miembros de la alta sociedad recordarían ese detalle. Se acordarían de eso y la injuriarían por eso. La maldecirían por haber organizado una boda tan inaceptable, tal y como lord Ravensly y lord Hedington habían hecho hacía apenas un momento.

Todos sus grandes planes de futuro se evaporaban como el humo que sale por el cuello de una tetera. La reputación y la respetabilidad por las que tanto había luchado, que tanto había intentado conseguir, se tambaleaban al borde de la extinción. Y todo por culpa de él.

Su mirada se paseó por la habitación, y por primera vez se dio cuenta de que ella y lord Greybourne estaban solos. Una nueva faceta de su desastre que podía acabar en catástrofe.

– ¿Dónde están lord Hedington y su padre?

– Han ido a anunciar a los invitados que lady Sarah está enferma y que, por lo tanto, la boda no podrá tener lugar hoy. -Dejó escapar un largo suspiro-. Es curioso como dos sentencias que son verdaderas pueden dar como resultado una mentira.

– No es una mentira -dijo Meredith colocándose apresuradamente el chal y arreglándose los negros faldones del vestido-. Yo prefiero llamarlo una omisión de ciertos hechos pertinentes.