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– Esperando a que tus amigos doblen la esquina para besarme… qué respetuoso te has vuelto. Aunque debería puntualizar que besarme en plena calle es algo muy escandaloso.

– Durante las próximas cinco o seis décadas tengo la intención de hacer mucho más que besarte en plena calle. Pienso hacerte el amor bajo las estrellas en un jardín inglés a la luz de la luna. En las cálidas playas del Adriático. Y en un montón de lugares más. Para demostrarte y para decirte cada día lo mucho que te quiero.

Ella parpadeó rápidamente para hacer desaparecer la humedad que se acumulaba en sus ojos antes de que él la viera.

– Estaré encantada de esperar a que eso ocurra.

Dándole un beso rápido, la tomó de la mano y dio la vuelta a la esquina para llegar hasta el carruaje que les estaba esperando ante la fachada del edificio que había enfrente. Adelantándose al lacayo, él mismo abrió la puerta y ayudó a Meredith a entrar en el coche, donde ella se sentó en el asiento opuesto al que ocupaban Andrew y Bakarí.

– No tardaré en volver a casa -le dijo él apretándole las manos.

– ¿No subes para que te llevemos en coche hasta el almacén? -preguntó ella.

– No. No está demasiado lejos, y creo que un paseo le sentará bien a mi cabeza. -Se dirigió a Andrew y a Bakari-: Tened cuidado.

Luego cerró la puerta y le dio la señal al cochero para que partieran. Se quedó mirando el carruaje mientras doblaba la esquina, y apoyándose firmemente en su bastón se dirigió hacia el almacén.

Desde que era un niño, pasear siempre había sido para él un reconfortante bálsamo que le ayudaba a aclarar sus pensamientos de una manera lógica y metódica. Y solo Dios sabía que jamás en la vida había necesitado eso más que ahora. Avanzando por las estrechas callejuelas, se dedicó a repasar la miríada de pensamientos que daban vueltas por su cabeza, intentando desbrozarlos uno a uno.

No le cabía ninguna duda de que la destrucción del Sea Raven había sido deliberada. Quienquiera que hubiera hecho arder el barco no solo había provocado un daño irreparable, sino que la descarada audacia de aquel acto le daba a entender que su enemigo estaba cada vez más desesperado.

¿Quién lo habría hecho? ¿Quién estaba tan empeñado en verle sufrir? ¿Y por qué? Desgraciadamente, las investigaciones de Andrew no habían ofrecido ninguna respuesta.

Dando la vuelta a la última esquina llegó hasta el almacén. Caminó entre los pasadizos repletos de cajas dirigiéndose directamente a la oficina. Abrió el escritorio en el que guardaba los libros y se quedó helado. Encima de uno había un trozo de papel.

Tengo la piedra que estás buscando. Vas a sufrir.

20

Philip se quedó mirando la nota, que estaba escrita con la misma letra que las otras, y la ira y la esperanza chocaron en su interior. Ira porque ese mal nacido estaba jugando con él de aquella manera, pero esperanza… Dios santo, tanta esperanza de que estuviera diciéndole la verdad. «Tengo la piedra que buscas.» Solo podía estar refiriéndose al pedazo de piedra desaparecido. De modo que existía. Habría apostado cualquier cosa a que estaba en la caja de alabastro que robaron aquella noche del almacén, y que aquel maldito desgraciado tenía ahora en su poder, lo que probaría que el maleficio estaba en el centro de todos los ataques. «No vas a tener esa piedra en tu poder demasiado tiempo», se prometió en silencio. «Te voy a encontrar y voy a recuperar mi piedra. Y luego te voy a convertir en el desgraciado que más habrá lamentado cruzarse en mi camino de toda Inglaterra.»

La persona responsable de todo aquello no era un extraño. Aquella caja había sido la única que habían forzado la noche del robo. Se trataba de alguien que sabía dónde se escondían las antigüedades. Y que conocía el valor de aquel pedazo de piedra. Sabía quiénes eran sus amigos y su familia… y quiénes las personas que más le importaban. Por supuesto, se trataba de alguien que había navegado con él, en el mismo barco. Todos los que iban a bordo del Dream Keeper sabían que Andrew, Edward y Bakari eran como hermanos para él. También le habían oído hablar de su padre y de Catherine, y sabían que las cajas que se transportaban en el barco iban dirigidas al museo y al almacén.

Los goznes de la puerta chirriaron.

– Hola -se oyó decir a una voz de joven adolescente-. ¿Hay aquí un tipo llamado Greybourne?

– Yo soy Greybourne -contestó Philip corriendo hacia la puerta. Un muchacho de unos doce años, lleno de suciedad y vestido con harapos, estaba parado ante la puerta abierta.

– Tengo una nota para usted -dijo entornando los ojos-. Pero le va a costar algo. El tipo que me pidió que se la trajera aseguró que me daría medio penique.

Philip sacó una moneda del bolsillo y la lanzó al aire. El muchacho la agarró al vuelo y los ojos le brillaron al sentir el metal en su palma. Le dio la nota y salió corriendo, sin duda imaginando que Philip trataría de recuperar su moneda. Rompiendo el sello, Philip leyó la breve nota.

He hablado con el juez, y cree que alguien de la tripulación causó el incendio con un puro. Ningún testigo ha sabido decirme qué pasó, pero los jueces seguirán investigando. He tomado una habitación en el Dengy Arms para estar cerca por si me necesitas.

Edward

Philip se quedó mirando absorto la nota. No creía que el incendio lo hubiera provocado algún marinero descuidado. Aunque tampoco pensaba que fuera responsable alguien de la tripulación del Sea Raven. Quienquiera que hubiera provocado el incendio era la misma persona que había hecho todo lo demás; y esa persona no había llegado hoy en el Sea Raven.

Metió la nota otra vez en el sobre y se la guardó en el bolsillo. Se puso a caminar de un lado a otro del almacén, dando vueltas en su mente a montones de posibilidades y descartándolas una tras otra lo más rápido que podía. Por lo que él sabía, no se había hecho enemigos a bordo del barco durante su regreso a casa. Aunque no podía negar que se hubiera hecho unos cuantos durante sus muchos viajes. ¿Acaso alguno de ellos le habría seguido hasta Inglaterra?

La imagen del carruaje abalanzándose sobre Meredith centelleó en su mente y sus pasos se hicieron más lentos. Esa persona sabía que Meredith era importante para él; y ese era un hecho que se había desarrollado muy recientemente. Y que no mucha gente conocía. En realidad, las dos únicas personas que lo sabían estaban muy cerca de él…

Se detuvo; por su mente cruzó una horrible posibilidad que se le acababa de ocurrir. No, no podía ser… no era posible. Pero cuanto más reflexionaba sobre los acontecimientos de los últimos días, más se daba cuenta de qué era lo que podía estar pasando. Una a una, las piezas de aquel rompecabezas empezaron a encajar en su mente, haciendo aparecer ante sus ojos la desnuda verdad. Los ataques, el cristal roto, las extrañas ausencias, las conversaciones… sí, todo encajaba. Se pasó las manos por la cara. Por todos los demonios, había estado ciego y se había confiado como un tonto. Se le heló la sangre. ¿Y en qué nuevo peligro acababa de colocar a Meredith al no haberse dado cuenta antes de la verdad?

Rápidamente repasó las posibilidades de acción que tenía, y luego echó a correr hacia la oficina. Allí escribió tres breves notas y metió cada una de ellas en un sobre. Llegó a toda prisa hasta la puerta del almacén y salió a la calle. Como esperaba, encontró allí al muchacho que hacía un momento le había entregado la nota de Edward. Estaba indolentemente apoyado contra la pared de madera del edificio adyacente al almacén, hablando con otro muchacho de aproximadamente su misma edad. No había duda de que se había quedado allí esperando que Philip tuviera un encargo similar para él -o acaso suponiendo que él y su amigo podrían robarle cuando saliera del almacén.

– Eh, muchachos -gritó Philip dirigiéndose a ellos-. Tengo un trabajo para vosotros.