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Antes de despedir a los chicos, les dijo:

– SÍ os interesa trabajar, trabajar honradamente, venid a verme. -Y les recitó la dirección.

– Ahí es donde he llevado una de las cartas -dijo Will con los ojos abiertos como platos-. ¿Esa mansión tan bonita es su casa?

– Sí. -Philip se quedó mirando a los dos fijamente-. Puedo ofreceros trabajo. Pero quiero que sepáis que no toleraré que me mientan o que me roben. Ni una sola vez. La decisión es vuestra -dijo haciendo un gesto amplio con las manos-. Y ahora id a compraros algo de comer.

Los chicos se lo quedaron mirando durante unos segundos y luego se marcharon. Philip los vio desaparecer de su vista, y esperó que se tomaran en serio su oferta. Bien sabía Dios que él solo no podía salvar a todos los niños abandonados de Londres, pero tal vez podría ayudar a Will y Robbie dándoles una oportunidad. El resto dependía de ellos.

De nuevo solo, Philip se puso a caminar intranquilo de un lado a otro delante de puerta de la oficina, obligándose a respirar despacio y profundamente. Su mirada se paseó por la zona, viendo dónde había dejado el bastón, escondido a la sombra de una de las cajas. Estaba preparado para enfrentarse con su enemigo.

Su enemigo. Una risa sorda le atravesó la garganta. «Y durante todo este tiempo yo creyendo que era mi amigo», pensó.

Sus pasos se detuvieron cuando oyó la puerta que se abría. Una voz familiar lo llamó.

– ¿Estás ahí, Philip?

– Sí. Junto a la oficina.

En el suelo de madera resonaron unos pasos rápidos. Cuando su invitado dobló la esquina y estuvo frente a él, Philip se quedó rígido por el impacto de mirar en los oscuros ojos del hombre a quien había creído durante tanto tiempo su amigo. Un cúmulo de emociones se revolvieron en él, y frunció el entrecejo. Maldita sea, no había previsto que junto con su enfado iba a experimentar un fuerte sentimiento de pérdida. Y de tristeza, por haber tenido que llegar a eso. Dejando a un lado aquellos inoportunos sentimientos, dijo:

– Me alegro de que hayas venido. Hay algo que tenemos que discutir.

– Eso me pareció entender por tu nota. ¿Has encontrado una manera de romper el maleficio sin el pedazo de piedra que falta? Eso es extraordinario. Cuéntame.

– Eso pensaba hacer, pero antes dime ¿cómo van tus heridas?

Philip vio cómo su interlocutor levantaba un hombro y flexionaba la mano.

– Mejorando.

Con un movimiento rápido, Philip se acercó y agarró la parte superior del brazo de Edward apretándolo. Un agudo grito de dolor salió de la garganta de Edward, y este se zafó de las manos de Philip echándose unos pasos hacia atrás.

– Fue un milagro que Catherine no te rompiera el brazo cuando la otra noche te golpeó con el atizador de hierro -dijo Philip fríamente-. Es una mujer bastante fuerte.

Los dos se quedaron mirándose en silencio durante varios segundos, y al momento una calma fría se posó en el semblante de Edward, en aterrador contraste con el odio que se reflejaba en sus ojos.

– Así que lo sabías -murmuró Edward-. Era inevitable que antes o después descubrieras la verdad. Si no lo hubieras descubierto por ti mismo, yo te lo habría contado… seguramente. Después de haber tenido el placer de verte sufrir por la pérdida de lo que amas. Pero dime una cosa, ¿cómo has llegado a descubrirlo?

– Varios detalles de tu historia al respecto de la noche en la que robaron en el almacén me llamaron la atención, pero no podía descubrir qué era lo que fallaba. -La mirada de Philip se dirigió hacia la mano vendada de Edward-. La mañana siguiente al robo, vi que había cristales rotos por el suelo del almacén, lo cual solo tenía sentido si alguien hubiera roto la ventana para entrar.

Pero tú me habías contado que rompiste la ventana para salir del almacén, y de ser así, los cristales rotos deberían haber estado por la parte de fuera de la pared. El guarda no te dejó entrar. Y tuviste que romper el cristal de la ventana para hacerlo. De ahí las heridas en tu mano. -Edward se miró la mano vendada-. Tanto tú como Bakari mencionasteis que tenías cristales clavados en el dorso de la mano. Pero si te hubieras caído sobre los cristales, como tú afirmabas, te los tendrías que haber clavado en la palma. Aunque, si habías utilizado el puño para romper el cristal de la ventana y entrar en el almacén, era normal que te hubieras cortado en el dorso de la mano. Mí error fue aceptar ciegamente aquella noche tu versión de los hechos, que no era más que una sarta de mentiras.

Philip se quedó mirándolo con los ojos entornados.

– Tú mataste al guarda -le dijo Philip-, Los golpes que recibiste fueron el resultado de que él te descubriera aquí. Tú fuiste quien me robó. Y en el momento en que empecé a dudar de lo que me habías contado, todas las piezas comenzaron a encajar.

– Todo fue exactamente como lo has contado. Qué listo eres -dijo Edward inclinando la cabeza-. Aunque por desgracia para ti, no lo suficientemente listo como para vivir lo bastante para poderle contar tu historia a nadie más.

En lugar de odio, Philip no pudo evitar sentir un escalofrío de compasión. Odiaba lo que había hecho Edward, pero sin duda era la pérdida de su amada esposa lo que le había conducido a aquella locura.

– Quiero que sepas, Edward, que siento profundamente lo que le pasó a Mary. No quería que nadie más viera la «Piedra de lágrimas». La tenía escondida en mi cabina del barco…

– ¿Imaginas que no sabía que estabas escondiendo algo? -dijo Edward escupiendo las palabras como una cobra el veneno-. Algo de gran valor que no querías compartir con nadie. Estaba decidido a encontrarlo. La tormenta me ofreció al fin la oportunidad de buscar en tu cabina. Fue muy inteligente esconderla en una de tus botas, pero no lo bastante inteligente para mí.

A Philip estuvo a punto de parársele el corazón. Había escondido la piedra antes de salir de la cabina. En la confusión de la tormenta, durante la cual se había roto un mástil, los acontecimientos se le habían hecho confusos. La capa de culpabilidad que había estado arrastrando hasta ese día se le desprendió, junto con el sentimiento de compasión. Entornando los ojos dijo:

– Tu propia codicia fue la que hizo caer el maleficio sobre Mary y sobre ti mismo. Yo no pretendía ocultarte ningún tesoro; estaba intentando que nadie más pudiera leer aquella maldita piedra. Por eso la escondí. Tú te dedicaste a invadir mi cabina y a rebuscar entre mis propiedades, y mira lo que conseguiste.

– ¿Pretendes echarme a mí la culpa de la muerte de Mary? Tú encontraste la piedra. Si no hubiera sido por ti, ella todavía estaría con vida.

– Y así sería si no te hubieras dejado arrastrar por la codicia.

– ¡Cállate! Maldita sea. La culpa es tuya. Y vas a pagar por eso. -Su mirada recorrió la zona-. No es que me importe, ya que estarás muerto en menos de un minuto, pero supongo que Bakari o Andrew, o puede que los dos, estarán ya de camino hacia aquí, ¿no es así?

– No. Este es un asunto entre tú y yo.

– Es una lástima. Si vinieran aquí me ahorrarían el trabajo de ir a buscarlos, pero no importa. Sus horas están contadas. -Con un rápido movimiento, Edward sacó una pistola de su chaqueta y apuntó a Philip directamente en el pecho-. Desgraciadamente no estarás vivo para verlos morir, pero vas a morir sabiendo que aquellos a los que tanto quieres pronto te seguirán.

– No voy a dejar que le hagas daño a nadie más -dijo Philip meneando la cabeza.

Edward se echó a reír con una endiablada carcajada.

– ¿De veras? Tú no puedes detenerme, y no me detendrás.