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—Salgamos al corredor —dijo brutalmente la mujer mate, retocando convulsivamente su peinado.

«¡Dios mío, otra vez! ¡Otra vez va a ocurrir algo...!», fue el oscuro pensamiento que le pasó por la mente a Korotkov. Lanzó un profundo suspiro y obedeció. Las seis mujeres que quedaron en la sala se pusieron a cotorrear con excitación en cuanto el secretario les dio la espalda.

La morena hizo salir a Korotkov y, en medio de la penumbra del desierto corredor, le dijo:

—Es usted terrible... Por su culpa no he podido pegar ojo en toda la noche. Al final me he decidido. ¡Haré lo que usted quiera! Soy toda suya.

Korotkov miró aquel rostro moreno de grandes ojos, que olía a lirios, emitió un sonido gutural y no dijo una palabra. La morena volvió a echar la cabeza hacia atrás y enseñó los dientes con aire de mártir; luego, cogió las manos de Korotkov, le atrajo hacia sí y le susurró:

—¿Por qué te quedas mudo, seductor? Me has subyugado con tu bravura, serpiente mía. ¡Bésame, bésame enseguida, antes de que aparezca alguien de la comisión de control!

Un extraño sonido volvió a salir de la boca de Korotkov. El secretario se tambaleó, sintió cierto sabor agradable y dulce en los labios, y vio aparecer unas enormes pupilas antes sus ojos.

—Seré tuya... —oyó murmurar muy cerca de su boca.

—No es eso lo que necesito —respondió con voz ronca—. Me han robado los papeles.

—¡Vaya, vaya! —oyó de pronto a su espalda. Korotkov se volvió y descubrió al viejecito del traje de lustrina.

—¡Oh! —exclamó la morena, y corrió hacia la puerta tapándose la cara con las manos.

—¡Ji! —exclamó el anciano—. ¡No está nada mal! Está usted en todas partes, señor Kolobkov. ¡Vaya, vaya! Es usted un pícaro. Pero, no se moleste: usted puede dar los besos que quiera, pero no es así como conseguirá un destino. Ya ve: yo, que soy un anciano, he conseguido uno. Y ahora, me largo. Sí, señor.

Y diciendo estas palabras, le hizo una cuchufleta con su manita reseca.

—Elaboraré un bonito informe contra usted —continuó la lustrina con saña—. Sí, señor. Usted ya ha desflorado a tres en la división central, y ahora ataca a las subdivisiones ¿no? No le importa que unos angelitos estén llorando por su culpa en estos momentos ¿verdad? Ahora es cuando lo lamentan, las pobres; pero ya no hay nada que hacer, es demasiado tarde. Nadie más le entregará su flor virginal; aquí no.

El anciano sacó de su bolsillo un gran pañuelo estampado con florecillas naranjas, lloró y se sonó la nariz.

—¿Pretende arrancar de las manos de un pobre anciano las migajas de los gastos de desplazamiento, señor Kolobkov? ¡Bien! ¡Cuente con ello...!

El viejecillo empezó a temblar, se echó a llorar y dejó caer la cartera.

—¡Tenga! ¡Coma! Que se muera de hambre el pobre viejo, solitario y bonachón ¿no? Eso es... Le está bien empleado, al perro viejo. Pero recuerde una cosa, señor Kolobkov —la voz del anciano adquirió un tono profético y amenazador y se llenó de toques de campanas—: no sacará provecho de ese dinero satánico, seño Kolobkov. ¡Se le atragantará!

Y el viejo se deshizo en frenéticos sollozos.

A Korotkov le dio un ataque de nervios. De pronto, de forma inesperada, se puso a golpear rítmicamente el suelo con los pies.

—¡Váyase al diablo! —dijo con una voz áspera y enfermiza que retumbó bajo las bóvedas—. Yo no soy Kolobkov. ¡Déjeme en paz! Yo no soy Kolobkov y no pienso irme. ¡No pienso irme!

Y el secretario empezó a desgarrarse el cuello de la camisa.

El viejo se acobardó al instante y se puso a temblar de miedo.

—¡El siguiente! —graznó la puerta.

Korotkov se calló y entró. Giró a la izquierda para esquivar la máquina de escribir y se encontró frente a un tipo voluminoso, rubio y distinguido, que vestía un traje azul. El rubio le hizo un gesto con la cabeza y dijo:

—¡Sea breve, camarada! ¡Vaya al grano! Explíquese en dos palabras. ¿Poltava o Irkoutsk?

—Me han robado los papeles —respondió Korotkov compungido, mirando a su alrededor con aire extraviado—. Y, además, se me ha aparecido un gato. No hay derecho. Jamás en mi vida me he dado por vencido. Es por las cerillas. No hay derecho a que me persigan. Me da igual que sea Calzonov. Me han robado los pa...

—Eso no tiene importancia —replicó el hombre de azul—. Le será suministrado todo el equipo. Camisas y sábanas. Y si va a Irkoutsk podrá conseguir también una pelliza de ocasión... ¡Sea breve!

El hombre hizo tintinear musicalmente una llave en una cerradura, abrió un cajón, echó un vistazo dentro y dijo con gran cortesía:

—¡Salga se lo ruego, Serge Nikolaïévitch!

Y, al momento, surgió del cajón de madera una cabeza bien peinada, con el pelo blanco como el lino y unos ojos que se movían vivaces. A continuación, apareció el pescuezo, desenroscándose como una serpiente, y crujió el cuello almidonado de su camisa; después apareció el traje, los brazos, el pantalón y, al cabo de un instante, emergió sobre el tapete rojo un secretario totalmente acabado, que chilló: «¡Buenos días!» Luego se sacudió como un perro que acaba de bañarse y se bajó de un salto; se puso los manguitos encima de las mangas, sacó una pluma patentada del bolsillo y se puso a garabatear en un papel.

Korotkov se apartó rápidamente, señaló con el dedo y le dijo con voz lastimera al hombre de azuclass="underline"

—¡Mire! ¡Mire! ¡Acaba de salir de la mesa! Pero, ¿cómo es posible?

—Efectivamente, acaba de salir de la mesa —respondió el hombre de azul—. No puede pasarse todo el día acostado. Es el momento; ha llegado su hora. Cuestión de cronometraje.

—Pero ¿cómo... cómo...? —tartamudeó Korotkov.

—¡Por lo que más quiera! —se impacientó el hombre de azul—. ¡No me haga perder el tiempo, camarada!

La cabeza de la morena se asomó por la puerta y gritó con voz jubilosa y sobreexcitada:

—Ya he mandado los papeles a Poltava, a 43 grados de latitud y 5 de longitud.

—¡Muy bien! ¡Estupendo! —respondió el rubio—. Ya está bien de retrasos.

—¡No quiero! —exclamó Korotkov con la mirada perdida—. Ella quiere entregarse a mí, y eso me parece abominable. ¡Me niego! ¡Déme mis papeles! ¡Devuélvame mi maldito nombre!

—Camarada, en esta oficina se certifican uniones matrimoniales —graznó el secretario—. No podemos hacer nada por usted.