—Ya he distribuido las tareas entre los miembros del personal —dijo Calzonov dándose importancia, y con palabras rápidas y entrecortadas—. He destinado a tres hombres ahí dentro —y añadió señalando la puerta de la secretaría—; y, por supuesto, a Marion. Usted será mi adjunto. A Calzonov le he nombrado secretario; y a todo el personal que había antes lo he mandado a paseo. Al estúpido de Pantaleón también. Dispongo de informaciones según las cuales era camarero de «La Rosa de los Alpes». Voy a acercarme al departamento. Entretanto, redacte con Calzonov un informe sobre toda esa buena gente, y en particular sobre ese, ¿cómo se llama ...? , sobre Korotkov. A propósito: usted tiene cierto parecido con ese canalla; aunque él tenía un ojo a la virulé.
—¿Yo? No es cierto —dijo Korotkov vacilante y con la mandíbula inferior colgando—. Yo no soy un canalla. Lo que ocurre es que me han robado los papeles. Todos sin excepción.
—¿Todos? —se sorprendió Calzonov—. No tiene importancia. Tanto mejor.
Después, cogió de la mano a Korotkov, que respiraba con dificultad, y tras recorrer a buen paso el corredor, le introdujo en el gabinete sagrado, le sentó en una silla de cuero con relleno y se sentó tras el escritorio. A Korotkov le parecía que el suelo seguía vacilando bajo sus pies. Entonces inclinó la cabeza y murmuró cerrando los ojos:
«El veinte fue lunes; luego el martes fue veintiuno. No. ¿Qué me está pasando? Mil novecientos veintiuno. Número de referencia 0,15. Espacio en blanco para la firma. Guión. Bartolomé Korotkov. Ese soy yo. Martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo. Martes empieza por M Miércoles también empieza por M y sábado, do..., por D como Domingo...»
Calzonov garabateó ruidosamente un papel, le estampó el sello y se lo entregó a Korotkov. En ese preciso instante el teléfono sonó impetuoso. Calzonov cogió el auricular y gruño:
—¡Bien! Sí, sí. Voy inmediatamente. Después se abalanzó hacia el perchero, cogió al vuelo la gorra, con la que se cubrió la calva, y, antes de desaparecer por la puerta, se disculpó diciendo:
—¡Espéreme en el despacho de Calzonov!
A Korotkov se le nubló completamente la vista cuando leyó aquel papel sellado:
«El portador de la presente es, efectivamente, mi adjunto, el camarada Basile Pavlovitch Kolobkov, lo cual certifico. Firmado: Calzonov.»
—¡Oh, no! —gimió Korotkov dejando caer el papel y la gorra al suelo—. ¿Qué está pasando aquí?
En ese momento chirrió la puerta. Era Calzonov, que regresaba con su barba.
—¿Se ha largado ya Calzonov? —preguntó a Korotkov con voz agridulce y sugestiva.
Todo se oscureció de repente.
—¡Aaaah! —aulló Korotkov, que ya no podía soportar aquel suplicio.
Entonces, fuera de sí, se abalanzó sobre Calzonov enseñándole los dientes. El miedo se reflejó de tal modo en aquel rostro barbado que ese puso repentinamente amarillo. Calzonov reculó rápidamente hacia la puerta, la abrió con estrépito, cayó de espaldas en el corredor sin poder sostenerse y se quedó en cuclillas; pero se incorporó en el acto y empezó a correr mientras gritaba:
—¡Socorro, conserje! ¡Ayúdeme!
—¡Espere! ¡Espere! Se lo ruego, camarada... —exclamó Korotkov, que había vuelto en si y corría tras Calzonov.
Se oyó un grito en la secretaría y los tres halcones dieron un brinco al mismo tiempo. La mujer que estaba sentada tras la máquina de escribir alzó sus ojos soñadores.
—¡Salgan de aquí! ¡Salgan de aquí! —escuchó que gritaba alguien histéricamente.
Calzonov fue el primero que salió disparado hacia el hall, se subió de un salto al estrado del órgano, vaciló un segundo, sin saber en qué dirección huir, y corrió finalmente hacia el ángulo derecho, donde desapareció tras el órgano. Korotkov se lanzó tras sus pasos, resbaló y, de no ser por la enorme manivela negra y curva que sobresalía de uno de sus amarillentos costados, sin duda se habría roto la crisma. Un faldón del abrigo se le quedó enganchado en ella. El raído paño se desgarró con un débil chirrido y Korotkov se quedó tranquilamente sentado en el frío suelo. La puerta que había detrás del órgano y que daba al callejón lateral se cerró tras Calzonov con un fuerte portazo.
—Dios mío... —empezó Korotkov, pero no concluyó la exclamación.
Del inmenso arcón que sostenía los tubos de cobre llenos de polvo surgió un extraño ruido, parecido al que produce un vaso al romperse. El ruido fue seguido por un borborigmo cavernoso y polvoriento, y más tarde por un extraño maullido cromático y un toque de campanas. Finalmente retumbó un sonoro acorde en tono mayor, producido por un soplo de un vivificante optimismo, y todo el armazón amarillo con sus tres filas de tubos empezó a sonar, dando salida a la acumulación de sonidos que se habían estancado en su interior.
El incendio de Moscú rugía y causaba estragos...
De pronto, apareció en el rectángulo oscuro de la puerta el rostro descolorido de Pantaleón, que se transformó en un abrir y cerrar de ojos. Un brillo triunfal iluminó su mirada; se estiró, se golpeó el brazo izquierdo con la mano derecha, como para colocarse una servilleta invisible, y salió pitando, inclinándose hacia un lado como si fuera un caballo enjaezado y bajando las escaleras con los brazos hacia adelante, como si llevara una bandeja llena de tazas.
La humareda se extendía a lo largo del río.
—Pero ¿qué he hecho? —exclamó Korotkov, El aparato, después de vomitar las primeras oleadas que habían permanecido petrificadas hasta entonces, siguió sonando sin interrupción, llenando las salas desiertas del SPIMAT con el rugido de un león de mil cabezas y un estruendo de clarines.
Mientras que sobre el pretil de las puertas del Kremlin.
Por encima de los aullidos, el estrépito y las campanas, se destacó el claxon de un automóvil. Un segundo después, Calzonov aparecía en la puerta principal. Era el Calzonov afeitado, vengativo y amenazador. Orlado por un siniestro fulgor azulado, subió las escaleras con paso regular. A Korotkov se le pusieron los pelos de punta y salió como una flecha. Abrió la puerta lateral, bajó la tortuosa escalera que había tras el órgano y se precipitó en el patio de grava. Después se alejó corriendo por la calle, como una bestia perseguida, mientras escuchaba el sordo murmullo del edificio de «La Rosa de los Alpes» tras él.
Estaba de pie, vestido de levita gris...
En la esquina había un cochero que trataba frenéticamente de hacer avanzar a su penco blandiendo la fusta.