—¡Dios mío! ¡Dios mío! —balbuceó Korotkov entre sollozos—. ¡El, otra vez! Pero ¿qué está pasando aquí?
El Calzonov barbado apareció en la calzada junto al cabriolet. Saltó al coche y empezó a asestarle puñetazos en la espalda al cochero, gritando con su voz agridulce;
—¡Azótale, cochero! ¡Azótale, bribón!
El penco se agitó bruscamente, coceó bajo los lacerantes latigazos y salió al galope, haciendo retumbar la calle con el estrépito del cabriolet. Korotkov pudo ver, a través de un mar de lágrimas, cómo salía volando el sombrero acharolado del cochero, del que caían billetes, arremolinándose y dispersándose por el pavimento. Unos chavales, al verlo, corrieron a recogerlos. El cochero se volvió y tiró desesperadamente de las riendas; pero Calzonov le aporreó la espalda con furia, mientras rugía:
—¡Siga! ¡Siga! ¡Yo se lo pagaré!
Y el cochero gritó como un loco:
—¡Eh, señoría! ¿Quiere que me deje la piel o qué?
El cochero lanzó su rocinante a galope tendido y el carruaje desapareció a la vuelta de la esquina.
Korotkov contempló lloroso las nubes que avanzaban rápidamente sobre su cabeza, se tambaleó y gritó con dolor:
—¡Basta! No voy a dejar que esto se quede así. No pararé hasta aclararlo todo.
Dicho esto, dio un salto y se agarró al tirador de un tranvía que pasaba por allí. El traqueteo le zarandeó durante casi cinco minutos y le soltó frente a un edificio verde de ocho plantas. Entró corriendo en el hall, metió la cabeza por la abertura rectangular de un tabique de madera y le preguntó a un enorme hervidor azuclass="underline"
—¿Dónde está la oficina de reclamaciones, camarada?
—En el séptimo piso, corredor 9, departamento 41, despacho 302 —respondió el hervidor con voz de mujer.
—Séptimo, 9, 41, trescientos... trescientos... ¿cuál era...? 302 —balbuceó Korotkov, mientras escalaba de cuatro en cuatro la espaciosa escalera.
—Séptimo, 9, 8, stop, 40... no, 42... no, 302 —mascullaba—. ¡Oh, Dios mío! Ya se me ha olvidado... Sí, es el 40, el 40.
Llegó al séptimo piso, recorrió tras puertas, vio la cifra «40» impresa en negro sobre la cuarta y entró en una inmensa sala de columnas, pintada a dos colores. Había rollos de papel tirados por todas partes y el suelo estaba sembrado de trozos de papel escritos. En un cornpartimento se perfilaba una mesita y una máquina de escribir ante la que estaba sentada una mujer dorada que tarareaba una canciocilla a media voz, con la mejilla apoyada en una mano. Korotkov miró a su alrededor con aire abatido y vio a un hombre de imponente estatura que descendía, con pasos lentos, de un estrado que había tras las columnas. Iba vestido con una hopalanda blanca a la polaca. Un bigote colgante y entrecano destacaba en su rostro de mármol. El hombre exhibía una sonrisa de exagerada cortesía, sin vida, una sonrisa de yeso. Se acercó a Korotkov, le estrechó la mano con delicadeza y dijo dando un taconazo:
—Jean Sobieski 1.
—No es posible... —respondió Korotkov estupefacto.
—A mucha gente le sorprende —dijo el extraño con un ligero acento extranjero—. Pero no se vaya a pensar que tengo nada que ver con aquel bandido. En absoluto. Es una fastidiosa coincidencia. Nada más que eso. Ya he solicitado el registro de mi nuevo nombre: Sotsvosski. Es bastante más bonito y menos peligroso. Por otra parte, si le resulta desagradable —el hombre torció la boca con desprecio—, no quiero forzar a nadie. Ya encontraremos gente. Estamos muy solicitados,
—¡Oh, no! ¡Por favor! ¡En absoluto! —exclamó dolorosamente Korotkov, que notaba que también allí, como en todas partes, estaba sucediendo algo extraño.
El secretario lanzó una mirada de animal acorralado a su alrededor, temiendo ver aparecer en cualquier momento el rostro afeitado de aquel cascarón calvo, y luego añadió con sencillez: —¡Encantado! ¡Encantado!
Una aureola moteada de color rosado se extendió levemente por el rostro del hombre de mármol, que levantó con suavidad la mano de Korotkov y lo llevó hacia la mesita mientras le decía:
—Yo también estoy encantado. Pero es una lástima: créame que no dispongo de un solo puesto donde instalarle. No se cuenta con nosotros, a pesar de nuestra importancia (el hombre señaló con la mano los rollos de papel). Hay intrigas... Pero nosotros seguiremos adelante, esté usted tranquilo... ¡Bueno...! ¿Qué sorpresa nos tiene reservada? ¿Qué novedad nos trae? —le preguntó con amabilidad a Korotkov, que estaba lívido—. ¡Oh, perdone! ¡Mil perdones! Permítame que le presente —hizo un elegante gesto con la mano hacia la máquina de escribir—: Henriette Potapovna Symophonance.
La mujer estrechó con su fría mano la de Korotkov y le dirigió una mirada lánguida.
—Veamos —prosiguió el anfitrión con unción—. ¿Qué nos ha traído? ¿Un folletín? ¿Un ensayo? —preguntó con voz cadenciosa y poniendo los ojos en blanco—. No se puede imaginar hasta qué punto tenemos necesidad de esos ensayos.
«¡Virgen santísima...! ¿De qué estará hablando?» pensó confusamente Korotkov; después, tras recuperar el aliento de forma convulsiva, dijo:
—Me ha... eh. .. me ha ocurrido algo espantoso. ¡Por el amor de Dios, no vaya a pensar que son alucinaciones...! ¡Ejem...! Eh... ¡Bueno...! (Korotkov intentó reír con una risa forzada, pero no lo consiguió). Es real, se lo aseguro... Pero no entiendo nada de lo que está ocurriendo; tan pronto tiene barba como, un minuto después, ya no la tiene... No comprendo nada en absoluto... Hasta su voz cambia... Y, para colmo, me han robado los papeles, todos sin excepción, y el vigilante ha muerto, como por casualidad. Este Calzonov...
—Le doy toda la razón —exclamó el anfitrión—. ¿Dónde están ahora?
—¡Oh, Dios mío! Sí, claro —replicó la mujer—. ¡Esos horribles Calzonov!
—Debe saber —interrumpió el anfitrión, muy excitado— que él es el culpable de nuestra actual situación. ¡Mire! ¡Contemple el espectáculo! Pero ¿qué entenderá ese hombre de periodismo? —el anfitrión cogió a Korotkov de un botón—. Dígame, se lo ruego, ¿qué puede saber él? Ha estado aquí dos días y me ha dejado a dos velas. Pero ¡no sabe la suerte que he tenido! Fui a ver a Théodore Vassiliévitch, y, al final, lo envió a otro destino. Le expuse la cuestión con crudeza: o él, o yo. Creo que le trasladó a un tal SPIMAT, o no sé dónde demonios. ¡Ojalá se haya atufado con sus cerillas! Pero los muebles... los muebles consiguió llevárselos a esa satánica oficina. Todos, por el amor de Dios. Permítame que le pregunte ¿Dónde voy a escribir yo ahora? ¿Dónde va a escribir usted mismo? Pues supongo que usted será de los nuestros, amigo mío (el anfitrión le pasó a Korotkov el brazo sobre los hombros). Eran unos magníficos muebles Luis XIV satinados, y el muy canalla los ha desperdigado de forma irresponsable por esa oficina de tres al cuarto que seguramente cerrarán el día menos pensado, dejando en la calle a quinientos desgraciados.