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En todo caso, una decisión pareció ser tomada, porque los vi, uno después de otro, poner el fusil en bandolera. (Otra vez, la forma del arma me intrigó.) Después el alto se adosó a la empalizada y uniendo sus dos manos al nivel de su bajo vientre le hizo un escalón al bajito. En ese momento la observación de Meyssonnier señalándome que ninguno de los dos tenía sus petates me volvió de golpe a la mente. La evidencia me cegó. Esos hombres no vivían aislados. Tampoco tenían la intención de asaltar a Malevil, ni siquiera introducirse en él. Pertenecían a una banda, y como ayer nosotros en La Roque, venían a reconocer el terreno antes del ataque.

Posé mis gemelos y dije a Meyssonnier en voz baja y rápida:

– Voy a voltear al bajito y tratar de capturar al alto.

– Esa no es la consigna -dijo Meyssonnier.

– Modifico la consigna -digo al punto con tono cortante.

Lo miré y aunque el momento no se prestara a bromas, de golpe tuve ganas de reírme. Porque sobre la honesta cara de Meyssonnier se pintaba un penoso dilema entre el respeto debido a la consigna y la obediencia debida al jefe. Agregué con el mismo tono:

– Tú no tirarás. Es una orden.

Encaré el arma. En el visor del Springfield vi distintamente de perfil la cara rosada del más bajo, en tanto que con sus pies sobre los hombros de su compañero, con sus manos aferradas en lo alto de la empalizada, levantaba su cara centímetro a centímetro para poner sus ojos al nivel del travesaño. A esa distancia, y con un visor telescópico, era un juego. Me vino a la mente que ese muchachito, joven y sano, no tenía ante él más que uno o dos segundos de vida. No porque intentara franquear la empalizada, no tenía tal intención, sino porque ahora llevaba en su cabeza informaciones útiles a un agresor. Esa cabeza que la bala del Springfield iba a hacer estallar como una avellana.

Mientras que el muchachito reconocía los lugares, largamente, cuidadosamente, y sin saber hasta qué punto los datos que acumulaba eran ya inútiles, dirigí la cruz del visor a la altura de su oreja e hice fuego. Pareció saltar en alto y hacer una especie de peligroso brinco antes de aplastarse en el suelo. Su compañero se inmovilizó durante un buen segundo, luego girando sobre sí mismo, corriendo se puso a bajar por el camino de Malevil. Grité:

– ¡Para!

Prosiguió. Aullé con todos mis pulmones:

– ¡Para, eh, tú, grandote!

Y encaré el Springfield. Justo cuando la cruz estaba al nivel de su espalda, a mi gran sorpresa, se detuvo.

Grité:

– ¡Pon tus dos manos detrás de la nuca! Y vuelve a la empalizada.

Volvió sobre sus pasos lentamente. Su fusil seguía en bandolera. Era a él a quien vigilaba, listo para hacer fuego ante cualquier movimiento sospechoso.

No pasó nada. Vi que el hombre se detenía a cierta distancia de la empalizada y me di cuenta que no tenía ganas de volver a ver el cráneo estallado de su compañero. En ese momento, la campana del castillete de entrada se puso a tocar a vuelo. Esperé a que hubiera terminado y grité:

– Ponte frente al acantilado y no te muevas más.

Obedeció. Pasé mi Springfield a Meyssonnier, tomé su carabina 22 y dije apurado:

– Lo sigues apuntando hasta que yo llegue del otro lado. Y cuando esté ahí, te vienes.

– ¿Te parece que forman parte de una banda? -dice Meyssonnier humedeciéndose los labios.

– Estoy seguro.

En ese momento, alguien, Peyssou creo, gritó desde las murallas del castillete de entrada:

– ¿Comte? ¿Meyssonnier?, ¿todo bien?

– Todo bien.

Necesité un buen minuto para bajar la colina de las Siete Hayas y volver a subir del otro lado. El hombre no se había movido. Estaba de pie, de cara al acantilado, con las manos detrás de la nuca. Observé que sus piernas temblaban ligeramente. La voz de Peyssou dijo detrás de la empalizada:

– ¿Abro?

– Todavía no. Espero a Meyssonnier.

Yo miraba al hombre. Un metro ochenta, tupidos cabellos negros, una nuca joven. La estatura de Jacquet, pero más delgado. Vigoroso, pero esbelto. Vestido como lo están durante la semana los jóvenes cultivadores de la región: blue-jean, botas cortas y camisa de lana a cuadros. Pero en él, esas ropas tenían un aire elegante. Su porte incluso era elegante. Y hasta en la humillante postura en que le obligaba a quedarse, conservaba su dignidad.

Cuando Meyssonnier estuvo a mi lado, le dije:

– Sácale el arma.

Apoyé el cañón de la mía contra la espalda del preso. Al momento y sin necesidad de decírmelo, levantó los brazos para ayudar a Meyssonnier a pasar la correa de su arma por encima de su cabeza.

– Fusil del ejército -dijo Meyssonnier con respeto-. Modelo 36.

Saqué mi pañuelo del bolsillo, lo plegué, y dije:

– Voy a vendarte los ojos. Baja las manos.

Se dejó hacer.

– Bueno, ahora, puedes darte vuelta.

Se dio vuelta y menos los ojos, vi por fin su cara. No más de veinte años. La mejilla afeitada pero con una barbita negra en punta cuyos bordes estaban recortados con cuidado. Un aspecto limpio y serio. Pero por supuesto, había que ver los ojos.

– Meyssonnier -digo-, recoge el fusil del muerto, y recoge también las municiones que debe tener sobre él.

Meyssonnier gruñó. Había evitado hasta ese momento mirar el cadáver y su cabeza reventada. Yo también.

– Peyssou, puedes abrir.

El cerrojo de arriba se deslizó, luego el de abajo, luego los dos cerrojos trasversales. Se oyó un chasquido: era el candado. -Otro fusil 36 -dijo Meyssonnier incorporándose.

Peyssou apareció, echó una ojeada al cuerpo, palideció bajo su piel tostada y descargó a Meyssonnier de los dos fusiles 36.

– ¿Fue el Springfield el que lo dejó en ese estado? -dijo Peyssou. Meyssonnier no contestó.

– ¿Fuiste tú el que tiraste? -siguió Peyssou al ver el Springfield en las manos de Meyssonnier.

Éste hizo que no con la cabeza.

– No, fui yo -dije irritado.

Con la mano de plano en la espalda del joven, lo empujé hacia adelante. Peyssou volvió a cerrar. Tomé al cautivo por el brazo, lo hice girar dos o tres veces sobre sí mismo antes de llevarlo a la zona sin trampas. Hice la misma operación tres o cuatro veces hasta el castillete de entrada. Peyssou y Meyssonnier me seguían sin decir palabra. Meyssonnier porque no tenía ganas de hablar después de haber vaciado los bolsillos del muerto, y Peyssou, porque yo lo había interrumpido ásperamente.

Sobre la muralla del castillete de entrada, dos de los paneles de madera que incluían los vanos de las antiguas almenas estaban abiertos, y detrás de ellos, adivinaba unas caras. Levanté la cabeza y puse un dedo en mis labios.

Colin abrió la puerta del castillete de entrada. Esperé a que la hubiera cerrado, luego largué el brazo del cautivo, llevé a Meyssonnier aparte y le dije en voz baja:

– Thomas, Miette y Cati se quedan en las murallas. Evelina también. Jacquet, le das tu arma a Miette. Tú vienes con nosotros. Menou y Falvina también.

– ¿Y por qué no yo? -dice Cati.

– Te diremos los porqués después -dijo Thomas con tono seco.

Evelina se mordía los labios, pero me miraba sin decir palabra.

– No es justo -dice Cati, en voz baja y furiosa-. ¡Todo el mundo va a ver al preso! ¡Menos nosotros!

– Justamente -digo-. No quiero que el preso las vea, ni a Miette ni a ti.

– Entonces lo vas a largar -dice con vivacidad Cati.

– Si puedo, sí.

– ¡Es el colmo, eso! -dice Cati indignada-. ¡Lo vas a largar y nosotros ni lo habremos visto!

– ¡Me ves a mí, no! -digo con rabia-. ¿No te basta? ¿Tienes necesidad de mostrarle tus encantos a ese tipo? ¡Y a un enemigo, para colmo!

– ¿Y quién ha dicho que iba a mostrarle mis encantos? -dice Cati con rabia, con las lágrimas al borde de los ojos-. ¡Ya estoy harta de oír que me digan esas cosas!

Miette, que seguía toda la escena con una intensa desaprobación, tuvo un gesto inesperado: rodeó de golpe los hombros de Cati con su brazo derecho y le tapó la boca con la mano. Cati se debatió como un puma. Pero Miette la mantuvo contra ella, dominada y muda.