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Me di cuenta que Evelina me miraba. Me miraba con aire modesto y meritorio. Ella obedecía ¿no? Y sin decir nada. Me tomé el tiempo de Sonreír a esa pequeña farisea.

– ¿Vamos, Jacquet?

Jacquet estaba molesto. Le había dicho que le entregara su arma a Miette y las dos manos de Miette estaban ocupadas.

– Dale tu fusil a Thomas -dije por encima del hombro alejándome.

Oí correr detrás de mí. Era Jacquet.

– Siempre fue así -dijo a media voz cuando llegó a mi altura-. Aun a los doce años. Siempre una gata. Fue así como empezó con el padre, en El Estanque. Pero no le ha servido de lección.

Agregó:

– ¡Ah, no tiene nada que ver con Miette! ¡Ah, no!

No digo nada. No quiero dejarme arrastrar a emitir un juicio que podría ser repetido. También estoy muy contrariado. Thomas ha comprendido, pero Cati no. No todavía. La indisciplina continúa.

En la gran sala de la casa, el preso está sentado, con los ojos vendados, en el lugar de Momo. Jacquet, en la otra punta de la mesa, de espaldas a la chimenea. El día ha llegado, pero el sol aún no. La ventana más cercana al preso está entreabierta. El aire es tibio. Otra vez va a hacer un lindo día.

Hago señas a los demás que se sienten. Ocupan sus lugares acostumbrados, con el fusil entre las piernas. Las meninas se quedan de pie, la Falvina por una vez silenciosa. Es la hora del desayuno y está listo. La leche sobre el hogar ha hervido, los bols están sobre la mesa, la hogaza está ahí, con la manteca casera. Siento un súbito vacío en el estómago.

– Colin, sácale la venda.

Los ojos del preso aparecen. Parpadean con violencia y se adaptan poco a poco. Después me mira, mira a mis compañeros, mira también los bols, la hogaza, la manteca. Me gustan bastante sus ojos. También me gusta su actitud. Se comporta bien. Está pálido, pero no descompuesto. Los labios secos, pero los rasgos firmes.

– ¿Tienes sed? -digo con el tono más neutro.

– Sí.

– ¿Qué quieres? ¿Vino o leche?

– Leche.

– ¿Quieres comer?

Vacilación. Repito:

– ¿Quieres comer?

– Me gustaría.

Ha hablado en voz baja. Ha preferido la leche al vino. No es entonces un cultivador, aunque en mi opinión no se sitúa muy lejos del terruño.

Hago una seña a la Menou. Le llena un bol, y le corta una rebanada de hogaza sensiblemente más gruesa que la que le tiró al viejo Pougès. Como ya lo he dicho, tiene debilidad por los muchachos lindos. Y el preso es lindo, con sus ojos negros y su barbita en punta, también negra, que se destaca sobre su piel mate. Fuerte también, aun siendo delgado. Porque la Menou evalúa al hombre, también, en términos de trabajo.

Le pone manteca en la rebanada de hogaza y se la da. Cuando el pan aparece delante de él, el preso se da vuelta a medias para mirar a la Menou, le dirige una sonrisita filial y le dice gracias con emoción. Mi juicio está hecho, aunque todavía me envuelvo de frialdad y de circunspección. Y por la ojeada que me ha mandado Colin, veo que está completamente de acuerdo, lo que me fortifica más.

La Menou nos sirve y comemos en un profundo silencio. Me digo que si el muchachito a quien maté le hubiera hecho de estribo a nuestro preso, hubiera sido éste, en la hora actual, el que tendría el cráneo estallado. Es un pensamiento idiota, inútil, que no le puede servir a nadie, y que ahuyento porque no me hace feliz. Pero vuelve varias veces en el trascurso del desayuno y me lo estropea.

El preso ha terminado. Posa sus dos manos sobre la mesa y espera. Le ha hecho bien comer. Tiene color en las mejillas.

Y cosa extravagante, parece feliz de estar entre nosotros. Feliz y aliviado.

Lo interrogo. Responde en seguida sin la menor vacilación, sin disimular nada. Más aún, parece contento de informarme.

Nosotros lo estamos mucho menos al enterarnos de con quién es el asunto: una tropa fuerte de diecisiete hombres, comandados por un llamado Vilmain, que se las da de ex oficial de paracaidistas. Muy estructurada, la banda, en antiguos y en nuevos; siendo estos los esclavos de aquellos. Disciplina implacable. Tres castigos: apaleamiento; celda sin beber ni comer; estrangulamiento frente a las tropas. Vilmain dispone de un bazooka, con una docena de pequeños obuses, y de unos veinte fusiles.

Hervé Legrand -es el nombre del preso- nos cuenta la manera en que fue reclutado. Vilmain se apoderó de su pueblo al sudoeste de Fumel. Tuvo pérdidas durante el ataque y quiso compensarlas.

– Arramblaron con nosotros -dice Hervé-: René, Mauricio y yo. Nos llevaron a la plaza del pueblo. Y Vilmain le dijo a René: ¿estás de acuerdo con entrar en mi tropa? René dijo que no. Al punto, los hermanos Feyrac lo tiraron de rodillas y Bebella lo estranguló.

– ¿Es una mujer Bebella?

– No. En fin, no.

– ¿Descripción?

– Un metro sesenta y cinco, largos cabellos rubios, rasgos finos. Talle fino, pies y manos pequeños. Le gusta disfrazarse de mujer. Te equivocarías con él.

– ¿Y Vilmain, se equivoca con él?

– Sí.

– ¿No es el único?

– Oh, sí.

– ¿Los muchachos le tienen miedo a Vilmain?

– Sobre todo le tienen miedo a Bebella.

Y Hervé agrega:

– Es muy hábil con su cuchillo. De todos los antiguos es el que mejor lo tira.

Lo miro.

– ¿Cuando se es nuevo, cómo se convierte uno en antiguo?

– Te cito a Vilmain: nunca por antigüedad.

– ¿Cómo, entonces?

– Presentándose voluntario para ciertas misiones.

Digo con sequedad:

– ¿Es por eso que te propusiste para reconocer a Malevil?

– No. Mauricio y yo queríamos prevenirlos a ustedes y desertar.

– ¿Entonces, por qué no lo has hecho?

Contesta sin la más mínima vacilación:

– Porque no era Mauricio el que estaba conmigo. La cosa pasó así: esta mañana, Vilmain pide cuatro hombres para dos misiones, una sobre Courcejac, la otra sobre Malevil. Solos, Mauricio y yo salimos de las filas. Dos nuevos. Entonces, Vilmain se puso a gritar a los antiguos y por fin, dos de entre ellos se propusieron. Vilmain me mandó con uno y a Mauricio con el otro. Mauricio, a esta hora, está reconociendo a Curcejac.

– Hay una cosa que no comprendo. Esta mañana, Vilmain lanza una misión de reconocimiento sobre Curcejac, y la otra sobre Malevil. ¿Por qué no una también sobre La Roque?

Una pausa. Hervé me mira.

– Pero -dice con lentitud-, porque en La Roque ya estamos.

Al mismo tiempo, no sé por qué, me incorporo a medias sobre mi silla.

– ¡Qué! ¿Ustedes están en La Roque? ¿Desde cuándo?

Mi pregunta no tiene sentido. Poco importa el momento en que Vilmain se ha instalado allí. Lo que importa, es que esté allí. Con sus fusiles 36, sus aguerridos muchachones, su bazooka y su experiencia.

Veo palidecer a mis compañeros.

– La banda -dice Hervé- ha tomado La Roque ayer, a la caída del sol.

Me levanto y me alejo de la mesa. Estoy aterrado. He hecho reconocer las defensas de La Roque el día anterior al alba y a la tarde, al crepúsculo. ¡La Roque está tomada, pero no por nosotros! Y si a mí esta mañana no se me hubiera ocurrido tomar un prisionero contra la opinión de Meyssonnier que quería respetar mis idiotas consignas, me hubiera presentado la misma mañana ante los muros de La Roque con mis compañeros con la certidumbre de una fácil victoria. Por desgracia, tengo mucha imaginación, y ahí nos veo, clavados, en terreno descubierto, por el fuego devastador de diecisiete fusiles de guerra.

Siento temblar mis piernas. Me pongo las dos manos en los bolsillos y dando la espalda a la mesa, me dirijo hacia la ventana. Abro de par en par los dos batientes y respiro con fuerza. Pienso que el preso me mira y lucho para recobrar mi calma. Nuestra vida ha dependido de un ínfimo azar, de dos azares, en realidad: el uno, desgraciado; el otro feliz; el segundo anulando el primero. Vilmain toma el burgo el día anterior al fijado por mí para atacar, y yo hago un prisionero unas horas antes de partir yo mismo al ataque. Que la vida depende de esas absurdas coincidencias, eso sí que es como para volverlo a uno modesto.