¿Quién decía que Cati no era inteligente? Con los ojos fijos en los míos, esos ojos en los que hace un instante he leído tanto placer -todo el placer que ha recibido y aquel del que está tan locamente orgullosa de haberme dado- siguen y penetran uno después de otro todos mis pensamientos a medida que se suceden. Cati ve -o lo siente, poco importa cómo me comprende- que la subestimación en que la tenía ha sido del todo superada, que le reconozco ahora mucho valor. Se sumerge en la ebriedad de esta promoción. Está con la cabeza echada hacia atrás, los labios entreabiertos, los ojos brillantes. El triunfo es un vino que ella hace chorrear por su garganta.
Digo con voz ahogada:
– De todos modos, Cati, tendremos que contarle esto a Thomas.
Esa idea me echa un jarro de agua fría, pero no a ella. Dice con una risita:
– No te preocupes, vamos. De eso me encargo yo. De eso no tienes que ocuparte tú.
Tal desfachatez me deja estupefacto.
– Pero vamos, Cati, se va a poner furioso, herido…
Menea la cabeza.
– Pero. Para nada. Te quiere demasiado.
– Y yo se lo pago con creces -digo y, pensándolo bien, me siento molesto de decir eso en un momento tal.
– ¡Ah, ya sé! -dice, volviendo por un momento a su antigua acritud-. ¡Querías a todo el mundo en Malevil, menos a mí!
Se recobra con una pequeña carcajada:
– ¡Pero eso se acabó!
Se levanta y se arregla. Y haciéndolo, me mira con un aire de posesión, como si acabara de comprarme en la gran tienda de la capital y se volviera a su casa con el paquete bajo el brazo. A su casa, o a la mía. Porque su mirada "apropiatoria" gira ahora por mi pieza, se detiene en mi escritorio (¡la foto de tu alemana!) y más largamente sobre el canapé debajo de la ventana. Dos morisquetas marcan esas dos etapas.
– ¡En fin, menos mal que me he ocupado de ti! ¡Pobre Emanuel, no se puede decir que tengas muchas satisfacciones en este momento!
De golpe, sus ojos recomienzan a brillar. Me mira, con los ojos relampagueando de insolencia.
– ¿Y por Evelina, todavía no te has decidido?
¡Por Dios, se lo cree todo permitido! Estoy furioso. Pero no, por qué mentir, no estoy furioso. Mucho menos, en todo caso, de lo que hubiera estado antes. ¡Es asombroso lo que me ha dulcificado! Lo ve perfectamente, por otra parte, e insiste.
– ¿No contestas?
– ¿Qué quieres que te diga? ¡Tiene trece años!
– Catorce. He visto sus papeles.
– En fin, es una chiquilina.
Alza el brazo.
– ¿Una chiquilina? ¡Vamos, una mujer! ¡Y que sabe muy bien lo que quiere!
– ¿Y qué es lo que quiere?
– ¡Tú, naturalmente!
Y estalla en una carcajada, triunfante.
– ¡Y te conseguirá! ¡Te conseguí, yo, abate de Malevil!
Es la flecha del Parto, pero no me la tira mientras huye: se tira a mi cuello y me lame la cara.
– Te veo inquieto, Emanuel. Te dices: ¡ahora, la disciplina, al cuerno! ¡Con esta loca! ¡Y bueno, desengáñate! Es todo lo contrario. ¡Ya verás! ¡Con toda puntualidad, ahora! ¡Un verdadero soldadito! ¡Vamos, me voy!
Es puro fuego esta muchacha. La puerta golpea. Estoy estupefacto, avergonzado, encantado. Me tiro la toalla alrededor del cuello y bajo un piso para darme una ducha y aclarar mis ideas. Pero la ducha terminada, mis ideas no son más claras. Y en el fondo, me importa muy poco. Una cosa es cierta: durante una hora no he pensado en Vilmain y me siento completamente entonado, confiado, lleno de optimismo.
En la obra soy recibido por los hombres con una perfecta naturalidad, pero no por las mujeres. Ellas han comprendido. ¡Y sólo Dios sabe!… Quizá sospechen que, para facilitar las cosas, he mandado a Thomas a la vanguardia sobre la carretera, aunque yo no tenga nada que ver: fue Meyssonnier quien lo designó.
La primera mirada con que me encuentro es la de Evelina. Es negra, por más azul que sean sus ojos. Después la de Falvina, encendida y cómplice. Menou, moviendo la cabeza y prosiguiendo un monólogo sotto voce, muy descortés pero que desgraciadamente no puede hacerme oír porque también sería oído por Evelina. La única mirada con la que no me encuentro es la de Miette y esa ausencia me da pena.
Cati mantiene abierta una bolsa de plástico y Miette la llena de arena con una pauta de basura. Cati tiene una manera triunfal e indolente de mantener abierta la boca, en tanto que Miette trabaja como una esclava, una esclava muda y por añadidura ciega, porque paso a dos pasos de ella sin que levante la vista y sin que reciba, como de costumbre, su deliciosa sonrisa.
– ¿Dormiste bien, Emanuel? -dice Cati con una tranquila impudicia.
¡Lo hace a propósito! Quisiera contestarle con sequedad. Quisiera demostrarle que no tiene por qué hacer alarde delante de los demás de que me "ha conseguido", como ella dice. Quisiera señalarle también que conservo mi preferencia, al menos parcial, por su hermana. Pero la mirada de Cati me molesta con sus insistentes llamados y que no me hacen más que demasiado efecto. Vuelvo la cabeza y digo más bien torpemente:
– Buenos días, ustedes dos.
Cati ríe y Miette ni chista. Era muda y ciega. Hela ahora sorda, por añadidura. Y yo, yo me siento tan culpable como si la hubiera traicionado. El nuevo valor que atribuyo a su hermana se diría que se lo he quitado a ella.
Franqueo el portal del castillete de entrada y me encuentro del lado hombres. Ahí, el mundo es más simple. Se hacen las cosas no pensando más que en ellas. No se medita más que sobre lo objetivo. Los miro, con gratitud, del todo entregados a su trabajo.
Ha llegado a su estadio final, el más largo, el más trabajoso. La pared tiene tres metros de altura; el último metro está en el trascurso de su construcción. Eso quiere decir que dos escaleras están apoyadas en ella y que Peyssou y Jacquet, cargando cada uno un bloque sobre sus anchas espaldas, suben haciendo equilibrio, apoyando con el pie sobre cada barrote hasta el remate. Únicamente Peyssou y Jacquet son capaces de tal hazaña. Colin ayuda por turno a cada uno de nuestros dos hércules a colocar una piedra sobre la nuca del otro. En cuanto a Meyssonnier, que, en esta tarea, no tiene según parece, la habilidad manual de Colin, está reducido al desempleo, porque hay ahora al pie de la obra suficientes bloques dispersos como para terminar la pared.
Le propongo llevarlo conmigo en patrulla; acepta. Pero antes, voy a pedir a la Menou uno o dos metros de hilo de coser.
– Es que tengo poco -me dice, con sus ojos hundidos aún cargados de reproches-. ¿Y cuando sea que no tenga más, cómo es que me lo vas a reemplazar?
– ¡Vamos, Menou, me hace falta un metro o dos, y no es para divertirme, tampoco!
Se dirige, más que nunca murmurante, hacia la cocina del castillete de entrada, y con una total imprudencia la sigo, porque una vez ahí, fuera del alcance de todos los oídos, además del hilo negro, me tira la bronca.
– Mi pobre Emanuel -dice con una variación de suspiros, todos hipócritas, porque, en realidad, se prepara para darse un gran placer-. No vas a cambiar nunca. ¡Siempre corriendo detrás de las polleras! ¡Como tu tío Samuel! ¡No tienes vergüenza! ¡Una mocosa de la que tú mismo has celebrado el casamiento con un amigo! ¡Ah, qué lindo cura que me haces! ¡Y decir que me escuchas en confesión! ¡No sé cuál de los dos tendría que escuchar al otro! ¡Seguro que tú tendrías más para decir! ¡Seguro también que el buen Dios no debe estar muy contento! Observa, no digo nada de esa, oh, no digo nada, soy educada. Pero con todo, me lo pienso. ¡Ya no hay que preocuparse, ahora, ya se puede dejar apagar el fuego! ¡Siempre se podrá volver a encender adonde tú ya sabes! ¡Y que tiene además una lengua de víbora, tan jovencita como es! En todo caso, de una cosa puedes estar seguro, es que ella no es como para pararse en ti. ¡Oh, no! ¡Que después de ti, será Peyssou, y después de Peyssou, Jacquet, y los demás! ¡Y cómo va a poder hacer comparaciones! (esto, me parece, no sin cierta envidia).