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Como el tío, escucho y me callo. Como el tío también, escucho representando mi papel en esta pequeña comedia. Frunzo el entrecejo, alzo los hombros, sacudo la cabeza, resumiendo, hago todos los signos exteriores de un disgusto que estoy lejos de sentir. Después de la bronca con Pougès, es la segunda agarrada desde la muerte de Momo. Equilibrio, fuerza, agresividad, todo está presente de nuevo. Nunca este pequeño esqueleto habrá estado más vivo. Además, en el mismo instante en que me acusa, muy lejos está de condenarme. Indiferente, me despreciaría. Sus puntos de vista son sencillos: un toro está hecho para cubrir. La desvergonzada es la vaca. Al menos cuando persigue al toro en lugar de, como es su deber, aceptarlo.

La bronca es cíclica. Tengo derecho por una segunda vez a la imagen del fuego apagado y vuelto a encender adonde yo sé. Cuando la invención deja lugar a la repetición, intervengo. Le digo, porque también está en mi papel tener la última palabra, con un tono enojado y colérico:

– ¿Y viene, ese hilo?

Ese apóstrofe produjo el hilo de coser, no se sabe cómo. Ahí está, sobre la mesa. Me lo mide con tacañería, protesta calmándose paulatinamente en un murmullo cada vez más inaudible. Salgo de la cocina, con las orejas zumbantes, y bastante asombrado, pensándolo bien, de que la vida en Malevil siga siendo tan cotidiana mientras estamos amenazados, en todo momento, de exterminación.

– ¿Sabes lo que me parece? -me dice Peyssou desde lo alto de su escalera, manejando un enorme bloque como yo manipularía un ladrillo-: a las bolsas habría que apilarlas de manera de no dejar ver la pared, para que el Vilmain se crea que tiene que habérselas con arena. Se pelará la frente, Vilmain.

Apruebo y en mi ausencia y la de Meyssonnier, confío el comando a Colin que nos acompañará hasta la empalizada para volver a cerrar la gatera cuando hayamos pasado. Es una manera muy poco digna de salir de un castillo la de reptar en cuatro patas, pero doy el ejemplo, quisiera que se tomara esa costumbre. Toda una banda puede precipitarse en un abrir y cerrar de ojos por el portal que acaba de abrirse, pero no por ese agujero a ras de tierra cuya coliza tiene además en su parte inferior, he olvidado precisar ese detalle, una hoja de guadaña.

Tomamos primero el camino de La Roque, y Thomas debe estar alerta y bien emboscado, porque escuchamos de él un breve: ¿a dónde van? sin distinguir en donde se esconde. Por fin aparece, más estatua griega que nunca, a causa de su torso desnudo y de su aire atento y sereno.

– Vamos a reconocer el atajo forestal. Al volver, te relevaré, si quieres.

– Oh, sabes -dice Thomas- estoy acostado y miro. Es menos cansador que lo que tú acabas de hacer.

Me pongo rojo y me siento como cosido vivo en el pellejo de un traidor.

– De todas maneras -digo- tengo que hablarte. He tomado esta decisión sin haberla madurado, pero estoy contento de ello. No voy a ampararme detrás de Cati. Si tiene que haber un choque, prefiero ser el primero en afrontarlo.

Hago a Thomas un pequeño signo con la mano, y continúo, con Meyssonnier a mi izquierda. Si los troncos, en su mayoría calcinados, no tienen hojas, la maleza, por el contrario, ha aprovechado con una exuberancia tropical de la alternancia de lluvia y de sol que tenemos desde hace dos meses. Jamás he visto, en altura, en anchura, y en cantidad, tal proliferación de plantas. Diviso helechos que culminan a tres metros y cuyos troncos son gruesos como mis antebrazos, zarzales como murallas, espinos salvajes que son ya unos árboles, retoños de castaños y de olmos que forman enormes matas bien por encima de mi cabeza.

La desembocadura del atajo forestal que lleva a La Roque es en esta estación invisible del camino, pero he tomado, años ha, mis puntos de referencia y la encuentro sin ningún trabajo. A ese sendero muy a menudo lo he utilizado para ejercitar mis caballos antes del día del acontecimiento. Porque es muy rico en humus negro, suave a los cascos, y también cuenta con una buena proporción de bajadas, subidas y llano. Incluso todos los años lo he cuidado cortando las zarzas y las ramas más molestas, aunque el bosque no me pertenezca. También he tenido mucho cuidado de no hablar de él a nadie en La Roque, de miedo que a los Lormiaux se les ocurriera pasearse por él con sus castrados. Y por fin, recientemente, lo he despejado de los troncos ennegrecidos que lo obstaculizaban y que tanto me habían incomodado a mi vuelta de La Roque cuando, en compañía de Colin, había ido a prevenir a Fulbert del casamiento de Cati.

Solamente han debido sobrevivir al día J los animales de madriguera. Pero aparte de Cra, que no vimos más después del tiro de esta mañana, no hay más pájaros y es una experiencia glacial pasearse por una maleza sin oír el menor canto, y sin ver ni oír tampoco ningún insecto.

Camino a la cabeza, atento a la más mínima huella sobre el suelo blando, pero no veo nada.

Tampoco creo que ninguno de entre los sobrevivientes de La Roque conozca ese sendero y hubiera podido indicárselo a Vilmain, porque los cultivadores de La Roque son gentes de ricas llanuras y no ponen nunca la bota, ni sus tractores los neumáticos, en las colinas de Malejac. Tampoco figura este camino en los mapas de estado mayor, ya antiguos, en tanto que este es de creación relativamente reciente, habiendo sido trazado por un guardabosques que evacuaba madera. Es pues muy poco probable que Vilmain lo use nunca. Pero tengo interés en estar seguro, es lo que explico en voz baja a Meyssonnier, después de una hora de marcha en el silencio opresivo de la maleza.

No he visto nada sospechoso, ni huella de paso, ni planta pisada, ni ramita rota, o las que he visto están ya marchitas y fueron partidas por nuestros caballos cuando Colin y yo volvimos de La Roque.

A la vuelta, detrás de mí, dispongo de algunos puntos de referencia para asegurarme que cuando volvamos a pasar por el sendero, nadie más que nosotros lo ha recorrido. Para esto, curvo a través del camino, a la altura de la cadera, un delgado tallo flexible y lo ato con una hebra de hilo negro a una rama del otro lado. Obstáculo que debe resistir al viento, pero no a un hombre caminando un poco rápido y que deberá romperlo sin ni siquiera darse cuenta. Cuando tengo la suerte de encontrar una zarza, no uso el hilo y aprovecho sus exasperantes aptitudes de enroscamiento y de captura para deshacer la liana espinosa más larga y hacerla atravesar el camino, donde al punto se fija con avidez sobre la ramita más frágil.

Esto se parece a un juego de la época del Círculo, y Meyssonnier me lo hace notar. La diferencia es que esta vez la apuesta del juego es nuestra vida. Pero ni él ni yo tenemos ganas de hacer una observación tan dramática. Al contrario, estamos totalmente de acuerdo en concretarnos a lo cotidiano. Al cabo de dos horas de marcha, nos sentamos para tomar aliento sobre algunas matas de pasto en una situación dominante que nos ofrece el panorama de la carretera de La Roque. Por el contrario, cualquiera que caminara por la carretera no podría divisarnos en el cabrilleo de la maleza, aun si estuviéramos a caballo. Ver sin ser visto, diría Meyssonnier.

– Vamos a salir de esta, creo -dice éste.

Salvo porque parpadea y porque su rostro estrecho, bajo el efecto de la tensión, parece más largo todavía, está tan calmo como se puede estarlo. Como hago que sí con la cabeza sin hablar, retoma:

– Trato de imaginarme las cosas. Vilmain aparece con su bazooka. De un golpe, derriba la empalizada y la franquea. Ante él ve las bolsas de arena, piensa que el portal está detrás y tira. Tira una vez, dos veces, sin resultado. No tiene más que una decena de obuses. Por supuesto, no los va a tirar todos. Entonces, da la orden de retirada.

– Es justamente eso lo que temo, ves. Si se va, no estaremos a salvo por eso. Muy por el contrario. Vilmain es un hombre de oficio. Desde el momento en que vea que se ha pelado la frente, va a volverse a La Roque y nos hará una guerra de emboscadas.