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Esta declaración, en boca del abate de Malevil, asombra a algunos de los nuestros Pero sé muy bien por qué lo digo y continúo:

– Para vencer, hace falta una enorme suma de vigilancia. Hace falta también mucha imaginación. Ustedes han hecho de mí su jefe en caso de peligro; esto no los dispensa a ustedes mismos de hacer un esfuerzo de invención. Si se les ocurren ardides, estratagemas, tácticas o trampas en las que no hayamos pensado hasta ahora, díganmelo. Y si el adversario nos da tiempo, lo discutiremos.

Me hubiera querido quedar en ese tono objetivo. Pero cambio de opinión. De pie, con las dos manos apoyadas sobre la mesa, miro a mis compañeros, sentados bajo la lámpara. Están tan juntos que parecen soldados el uno al otro. Se diría un solo cuerpo. Los rostros están tensos y un poco angustiados, pero la felicidad que sentimos por estar todos juntos me impresiona y quiero también expresarla:

– Ustedes conocen el refrán de nuestra tierra: los unos hacen los otros. (Lo digo primero en dialecto y lo repito luego en francés para Thomas.) Resulta que en Malevil, desde ese punto de vista, tenemos mucha suerte. No creo equivocarme diciendo que el afecto entre nosotros es tal que nadie aquí querría sobrevivir si tuviera que encontrarse sin los demás. Y esto es lo que le pido a Dios: que una vez la victoria conquistada, nos encontremos todos sanos y salvos en Malevil.

Consagro el pan y el vino. El vaso donde he bebido circula, lo mismo que el plato. Todo se hace en un profundo silencio. En mi interior, mido toda la distancia entre las palabras que acabo de pronunciar y la intensa emoción que siento. Me parece sin embargo que esta emoción, de una manera u otra, ha conseguido propagarse. Lo veo en la pesadez de las miradas, en la lentitud de los gestos. En mi alocución he puesto el acento sobre el futuro del hombre, a fin de que los ateos tan resueltos como Meyssonnier y Thomas puedan participar en la esperanza común. Después de todo, no es necesario creer en Dios para tener el sentimiento de lo divino. Este puede definirse también por los lazos de hombre a hombre en Malevil. Meyssonnier parpadea cuando bebe su parte de vino y como me inclino hacia él para preguntarle qué es lo que piensa de todo esto, me dice con su seriedad acostumbrada: "Es nuestra velada de armas".

Yo no hubiera empleado esta expresión, por encontrarla demasiado dramática, pero en el fondo, es exacta. Un sacerdote de oficio hablaría de recogimiento. A pesar de que el machaqueo lo haya deslucido, es una linda palabra. Casi se puede ver lo que describe: después de haberse dispersado se entra en sí mismo y se concentra. Cati, por ejemplo, en general tan petulante, no piensa por el momento en todas las ventajas que puede obtener de su cuerpo y del de los otros. Piensa. Punto. Y como no tiene costumbre de hacerlo, tiene aspecto bastante cansado.

Existe alrededor de esta mesa seriedad y preocupación por los demás. También valor. Y primeramente el de callarnos y el de mirar de frente a nuestra invitada de esta noche. Nadie tiene ganas de nombrarla, pero ahí está.

Thomas, que tenía todos sus colores cuando nos hizo su relato, está ahora un poco pálido. El matar a Bebella lo ha sacudido. Quizá piense que por unos centímetros más o menos, la punta del cuchillo hubiera podido alejarlo también de esta mesa en derredor de la cual estamos sentados, tan frágiles y tan mortales, y sin contar con otra fuerza que nuestra amistad.

Apenas la Menou ha comulgado, la mando a buscar a Jacquet a la muralla. Está muy sorprendida porque no es asunto de ella el relevarlo. Sin embargo, consiente, y apenas se va le pido a Thomas, que en ese momento tiene el plato en sus manos, que tome un pedazo de pan de más. Le pido también que en cuanto llegue Jacquet, lo reemplace.

Cuando todo ha terminado, decidimos que fuera de los no-combatientes -Falvina, Evelina y la Menou-, que se irán a dormir esta noche al primer piso, esta noche nos quedaremos todos en el castillete de entrada. Hay cinco camas: no necesitamos más, porque Colin y Peyssou se van -en la oscuridad de la noche- otra vez a ocupar su puesto en la casamata y no me parece necesario tener más de un centinela en la muralla. Evelina encuentra muy amargo el estar separada de mí, pero obedece sin una palabra.

Esta doble partida: de los dos hombres hacia la casamata y de los tres no-combatientes hacia la casa, se efectúa rápido, en orden, con un mínimo de ruido. Cuando nos quedamos los cinco: Miette, Cati, Jacquet, Meyssonnier y yo; Thomas ya en la muralla, confío el orden de los relevos a un pedazo de papel que coloco bajo el pie de la lámpara después de haber bajado la llama. Me he reservado la guardia de las cuatro de la mañana y he exigido también que en cada relevo, el que regresa me despierte. Esta obligación me será penosa, pero cuento con que mantendrá despierto al centinela. Le pedí a Jacquet que me bajara un colchón y me tiendo en un rincón de la cocina. Los otros cuatro se distribuyen en los dos pisos del castillete, cada cual con su arma en la cabecera de la cama y durmiendo vestido.

En cuanto a mí, duermo poco esa noche o creo dormir poco, lo que viene a ser lo mismo. Tengo sueños tipo Bebella. Me defiendo contra individuos que me acosan y una y otra vez la culata de mi fusil pasa a través de sus cráneos sin herirlos. En mis momentos de insomnio, en los que por lo menos al principio tengo la impresión de descansar mejor, me doy cuenta que he cometido graves omisiones: en caso de zafarrancho de combate no he asignado a cada uno su puesto en las murallas o en el castillete. Ni definido los objetivos.

Otro problema que no he encarado: la comunicación entre la casamata de las Siete Hayas y las murallas. Es indispensable que la casamata que ve acercarse una tropa a la empalizada pueda prevenirnos con una señal que no pueda ser sorprendida por los agresores: ganaríamos así segundos preciosos para la ubicación de los combatientes.

Agito ese problema en mi cabeza durante la segunda parte de la noche, sin encontrarle solución. Sé que es la segunda porque Miette, según las consignas, me ha despertado, y también Meyssonnier al terminar la suya, y durante todo ese tiempo maquino absurdos proyectos de alambres deslizándose entre anillos y uniendo la casamata a las murallas. Debí adormecerme quizás y hasta soñar, porque lo absurdo continúa. En un primer momento, se me ocurre con alegría que un talkie-walkie sería la solución, pero en un segundo momento, pienso con decepción que nunca lo he tenido.

Sin embargo debe haberme vencido el sueño, porque me sobresalto cuando Cati, inclinada sobre mí, me sacude por los hombros y me dice en voz baja que es mi turno y me mordisquea un poco la oreja en la que acaba de hablarme.

Cati ha dejado abierto uno de los vanos de la muralla y no sé quién, quizá Meyssonnier, ha traído aquí uno de nuestros banquitos. Por suerte, porque la abertura es demasiado baja como para que uno pueda apostarse cómodamente sin estar sentado. Hago algunas inspiraciones profundas, el aire tiene una deliciosa frescura y tras esta noche agitada tengo una muy asombrosa sensación de juventud y de fuerza. Estoy seguro de que Vilmain va a atacar. Le han matado a su Bebella, va a querer castigarnos. Pero no tengo ninguna seguridad que se lance al asalto sin hacer una última tentativa para sondear nuestro despliegue. Conociendo por Hervé la existencia de la empalizada debe preguntarse, no sin necesidad, lo que ésta disimula. Si he entendido bien la mentalidad de ese matón, el honor le ordena vengar a Bebella, pero el oficio le manda no atacar a lo ciego.

La noche clarea rápido y es apenas si distingo delante de mí, a cuarenta metros, la presencia de la barricada, tanto más que la madera estacionada con que está hecha tiende a confundirse con el entorno. Esta tensión de los ojos por la mala visibilidad es cansadora al extremo y varias veces paso los dedos de mi mano izquierda sobre los párpados y hago gestos.

Como tengo tendencia a dormirme, me levanto, doy algunos pasos por las murallas y recito en voz baja todas las fábulas de La Fontaine que sé. Bostezo. Me vuelvo a sentar. Un relámpago ilumina el cielo en dirección a las Siete Hayas. Me sorprendo, porque el tiempo no está tormentoso y necesito dos o tres segundos para comprender que Peyssou y Colin me han hecho desde la casamata una señal óptica con la tea. En ese preciso instante, la campana de la empalizada suena dos veces.