El 23 de agosto fue domingo y Birgitta, que no era mujer de hacer sus valijas al último minuto, empezó a ordenar sus cosas. Pero conoció un momento de locura: acababa de darse cuenta de que no tendría suficiente sitio en sus valijas para llevarse todos mis regalos. Domingo, lunes, los negocios estaban cerrados. Habría que esperar hasta el martes, es decir “el último minuto” -cosa horrible- para comprar una valija.
La saqué de sus angustias dándole una de las mías. Y gracias a su insistente pedido, sobre un papel amarillo cualquiera, el que me cayó en las manos, escribí de mi puño y letra la descripción que yo le había hecho, la noche anterior, en el restaurante, de las caricias que iba a prodigarle cuando volviera a Malevil. Terminada mi narración, se la llevé. Aunque su valor literario fuera muy relativo, leyó el texto con los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Me prometió, que cuando estuviera en Alemania, lo releería una vez por semana, en su cama. Yo no había exigido de ella tal promesa. Me la hizo por su cuenta derramando una lágrima y entrojando con prolijidad mi hoja amarilla entre sus otros regalos en el botín que se llevaba.
Birgitta no pudo volver para Navidad y me sentí mucho más decepcionado de lo que hubiera creído. De todas maneras, Navidad nunca fue un buen momento para mí. Peyssou, Colin y Meyssonnier la festejaban con su familia. Yo me quedaba solo con mis caballos. Y Malevil, durante el invierno, pese a todas las comodidades con que lo había dotado, no era muy confortable. Salvo, quizá, para una joven pareja que hubiera sentido calor entre sus grandes murallas y las hubiera encontrado románticas.
No dije una palabra de mi mal humor, pero la Menou lo presintió mientras comíamos durante una fría mañana de nieve, y entonces mi celibato fue el tema de uno de sus largos monólogos murmurados de los que yo, después de mi tío, había resultado beneficiario.
¡Todas las oportunidades que había perdido! Y en particular, a la Inés. Que se había encontrado con ella, con la Inés, esa mañana, en lo de Adelaida, dado que había venido a pasar las fiestas con sus padres en Malejac, y que por supuesto había preguntado por mí, la Inés, por más casada que estuviera con su librero de La Roque. La Inés era una muchacha sólida, me hubiera sido muy útil. En fin. No había que perder las esperanzas. Ya aparecerían otras oportunidades. En el mismo Malejac, vamos, todas esas jóvenes. Que podía elegir cuando se me ocurriera, a pesar de mi edad, en vista de que ahora era rico y todavía buen mozo, y si había que hacerlo mejor era casarse con una muchacha de su país y no con una alemana. Es verdad que Birgitta tenía "buen rismo" en el trabajo, pero no se puede decir de los alemanes que sea gente que se sepa quedar en su lugar. Y la prueba, tres veces nos han invadido. Y aunque mi francesa no fuera tan bien como la alemana, después de todo el matrimonio no era tanto por el gusto que daba como por los hijos, y de qué me servía trabajar tanto, si a Malevil no se lo iba a dejar a nadie.
Durante los meses que siguieron no tuve mujer, pero por lo menos encontré un amigo. Tenía veinticinco años, se llamaba Thomas le Coultre. Me encontré con él en uno de los bosques de las Siete Hayas, en blue-jean con una enorme moto Honda a su lado, y las rodillas sucias de tierra. Estaba dando unos suaves martillazos a una piedra. Me enteré que estaba preparando una tesis del tercer curso sobre piedras. Lo invité a Malevil, le presté dos o tres veces el contador Geiger del tío, y cuando me dijo que estaba muy a disgusto en una pensión familiar en La Roque, le propuse una pieza en el castillo. Aceptó. Desde entonces no me dejó nunca más.
Thomas me gusta por el rigor de sus ideas, y aunque su pasión por las piedras me resulta opaca, me gusta la transparencia de su carácter. Me gusta también su físico: Thomas es lindo, y lo que es mejor, no lo sabe. Tiene no sólo los rasgos, sino también la fisonomía serena y seria de una estatua griega y casi su inmovilidad.
Abril de 1977: el último hito.
Cuando pienso hoy en esas pocas semanas de vida feliz que entonces nos quedaban, experimento un sentimiento angustioso de ironía al recordar que para los del ex Círculo y yo mismo, el asunto crucial del momento, la idea suprema, la empresa que nos apasionaba, el vasto e importante designio que habíamos concebido, consistía en derrocar a la municipalidad de Malejac (412 habitantes) e instalarnos en su lugar en la alcaldía. ¡Oh, éramos tan desinteresados! ¡No teníamos en vista más que el bien común! En abril, con la proximidad de las elecciones municipales, vivimos en el delirio. El 15 o 16, en todo caso un domingo por la mañana, convoqué a la oposición en casa en la gran sala estilo Renacimiento, ya que Paulat, el maestro, tenía escrúpulos -según decía- de que nos reuniéramos en los locales de la escuela.
Había acabado de amueblar esa sala, y estaba orgulloso de ella; caminando de un lado a otro, la contemplaba con alegría mientras esperaba a mis amigos. Rodeada de doce sillas de alto respaldo tapizado en tela de Hungría, una mesa conventual de ocho metros de largo ocupaba el centro. Entre los dos ajimeces, la pared estaba erizada de antiguas armas blancas. En la pared de enfrente la vitrina de los documentos había encontrado su lugar y flanqueándola, dos de las cómodas Luis XV rústico del Gran Hórreo, de las que Meyssonnier había reemplazado las patas y ajustado las puertas. Mathilde Meyssonnier las había lustrado con amor y su nogal cálido y oscuro me parecía muy lindo contra las piedras doradas de la pared. También brillaban las grandes baldosas de piedra, recién lavadas por la Menou. Y a pesar del sol que entraba en rayos oblicuos por los cristales coloreados, la Menou, que parecía pensar que "el fondo del aire está frío", pero juzgando, en realidad, que el fuego aumentaba la dignidad del decorado, había encendido dos grandes fogatas en las monumentales chimeneas que se enfrentaban.
Le había pedido a la Menou que tocara la campana del castillete de entrada cuando oyera que los del Círculo detenían sus autos en la playa de estacionamiento delante del primer recinto, y Momo, que estaba apostado como centinela en la maquinaria del segundo recinto, tenía orden de bajar la plataforma del puente levadizo sobre los fosos en el momento en que mis amigos aparecieran.
Estoy de acuerdo en que había un poco de teatro en estas disposiciones, pero después de todo, no era un castillo cualquiera ni eran unos amigos cualesquiera.
En cuanto oí la campana salí corriendo de la casa y subí a los saltos hasta la torrecita cuadrada donde Momo hacía girar la manija. Todo andaba a las mil maravillas, con un ruido sordo y dramático de cadenas bien engrasadas bajaban con una lentitud llena de majestad los ejes giratorios en el extremo de los cuales otras dos cadenas sostenían el puente. Un juego de poleas y de contrapesos facilitaba en la subida y frenaba en la bajada la operación, y Momo, con su cara seria, con su flaco cuerpo arqueado, retenía el brazo del cabrestante como yo le había enseñado para que muy lentamente el tablero se pusiera en contacto con el suelo.
Por una abertura cuadrada podía ver en el primer recinto a mis tres compañeros caminando a la par para recorrer los cincuenta metros que los separaban de los fosos, con la mirada levantada hacia nosotros. También ellos se movían con lentitud y en silencio, como si tuvieran conciencia de representar su papel en esta escena.
Había además en el aire una especie de solemne espera subrayada por los caballos que en los boxes mostraban a la misma altura una larga fila de cabezas sobresaliendo por arriba de sus puertas y que fijaban con aprensión sus lindos ojos sensibles sobre el puente levadizo al oír el chirriar de las cadenas.
Cuando el tablero estuvo en su lugar, bajé a abrir la puerta a mis compañeros, o más exactamente, la puertita que se abría en el batiente de la derecha de la grande.
– ¡A eso se llama una llegada! -dijo el pequeño Colin con su sonrisa en forma de góndola, mirándome con malicia en sus ojos brillantes.