Acerco mi tazón. No quiero pensar más en Courcejac. Quiero reflexionar sobre el combate que se prepara. Comemos en silencio, un silencio perturbado por la irreprimible charla de la Falvina, de regreso del ordeñe. Es verdad que no ha oído la narración de la carnicería y que no puede estar al unísono con nuestros pensamientos. Esta mañana, en todo caso, está peor que nunca. A esta charla falviniana, la Menou, en sus días buenos, la compara a un molino, a una catarata, a una tronzadora, y en sus días malos, a una diarrea. Después de lo que hemos sabido, con el pensamiento sólo ocupado en esa pequeña granja que conocíamos tan bien, comemos sin decir una palabra. Y el parloteo infinito de la Falvina que no se dirige a nadie, se ve multiplicado por el silencio y es doblemente inextinguible puesto que nadie le responde. Es un ruido por completo exterior a la comunidad, como un chorro de agua que cae desde el techo sobre el pavimento, o en Malejac, antes, la hormigonera del albañil, o la cinta de un aserradero. Por más que ese flujo verbal esté compuesto de palabras, francesas o en dialecto, no tiene al fin de cuenta nada de humano: es lo contrario de una comunicación, puesto que no responde a una espera, que todos los oídos lo rechazan y que fluye para nada, repelido por todos. Al fin, cansado tal vez por mi noche y ya en tensión por la que llega, digo, con riesgo de proporcionarle nuevas armas a la Menou:
– ¡Pero cállate, Falvina! ¡No me dejas pensar!
¡Ya está! ¡Llora! ¡De una manera o de otra, algo tiene que correr! ¡Y si todavía corriera en silencio! Pero, no son más que sollozos, suspiros, resoplidos, sonadas de nariz. No la veo porque le doy la espalda. Pero la oigo. Ese gimoteo es mucho más insoportable que su interminable discurso. Tanto más porque ahora tengo derecho, de yapa, a un continuo refunfuño de la Menou, del que no distingo las palabras, pero que la Falvina debe oír y que debe avivar su herida vertiendo en ella una buena dosis de ácido. Si esto continúa, Cati va a intervenir. No es que adore a su Mémé. Cuando se da el caso también la picotea. Pero sin embargo es su Mémé. La sangre lo exige, no puede dejar que la desplumen ante sus ojos, sin dar, a su vez, con el pico y los espolones. Y a ella le gusta. Es dura y rápida. Y picotea bien, "tan jovencita como es". ¡La chica buena, tirando esa piedra en el gallinero! ¡El cacareo, las plumas que vuelan, las alas que baten, la sangre que salpica! ¡Y pensar que era silencio lo que yo quería! Gracias, Miette, por ser muda. Y gracias a ti, joven Evelina, por tener aún demasiado miedo de mí (ya se te pasará) como para callarte cuando yo saco chispas.
Hay que remediar lo más urgente. Mato en el embrión el inminente contraataque de Cati.
– ¿Cati, acabaste de comer?
– Sí.
– ¿Y tú, Falvina?
– Y bueno, ya ves. Emanuel, he acabado.
Una palabra no le basta como a Cati: le hacen falta siete.
– Entonces, vayan las dos a limpiar las caballerizas. Jacquet no está disponible esta mañana.
Cati obedece en seguida. Se pone de pie. Mantiene la promesa hecha ayer: un verdadero soldadito.
– ¿Y los platos? -dice la Falvina, concienzuda con ostentación.
– La Menou los lavará con Miette.
– Y conmigo -dice Evelina.
– Pero son muchos platos -dice la Falvina fingiendo dudar.
– ¡Vete! -le dice la Menou irritada-. Me arreglaré muy bien sin ti.
– Ven, Mémé -dice Cati, también irritada.
Cati sale, delgada y rápida como una flecha arrastrando en pos de ella a esa gorda bola de sebo que se bambolea y rueda sobre sus enormes piernas.
Al precio de una abundante vajilla, la Menou queda dueña del terreno. Pero ese precio le es liviano. Es lo que expresa sin equívocos, en un último refunfuño que dosifica en duración y volumen para festejar su tanto sin por eso recibir de mi parte ninguna observación que arruinaría su ventaja. Todo eso se pierde gradualmente en lo inaudible. Luego el silencio, y por fin puedo reflexionar.
El combate ya no es tan desigual. Vilmain ha perdido tres antiguos y dos de sus nuevos han desertado. Su banda, con diecisiete hombres, fuerte antes de ayer, no cuenta más que con doce. Por mi parte, con Hervé y Mauricio, dispongo ahora de diez combatientes. Y mi armamento se ha enriquecido al mismo tiempo con tres fusiles 36.
Si le creo a Hervé la autoridad de Vilmain se ha quebrantado. Con sus tres muertos, la moral de la banda ha mermado y mermará aún más con las deserciones de Hervé y de Mauricio que serán, también ellas, interpretadas como pérdidas.
Tres problemas se me presentan:
1.Encontrar un despliegue de combate que me permita explotar al máximo las ventajas brindadas por el terreno.
2.Inventar una estratagema para acelerar, si se puede, la desmoralización del adversario.
3. Si se retira, impedir a cualquier precio que vuelva a La Roque y prosiga contra nosotros una guerra de emboscadas. Es sobre todo este último punto el que me parece importante.
Hay un continuo vaivén en esta cocina del castillete desde que mandé a Falvina y a Cati a las caballerizas. Thomas fue a montar guardia sobre la ruta de La Roque y Jacquet vino a comer. Meyssonnier fue a buscar a Peyssou y a Colin, volvió con ellos y se fue otra vez a enterrar a Bebella, con Hervé.
Para interrogar a Mauricio, esperaba únicamente la partida de Hervé. Quería hacer este interrogatorio fuera de su presencia, a fin de asegurarme de que el relato de su camarada corroboraba el suyo.
Mauricio es un euroasiático. Aunque a mi modo de ver no tenga más que dos o tres centímetros más que Colin, parece mucho más alto, de tal manera es flaco, de caderas estrechas y nalgas reducidas a dos puños. Es por el contrario, relativamente ancho de espaldas (aunque el esqueleto es endeble), lo que le da la silueta elegante de un bajorrelieve egipcio. La tez es ambarina. Sus cabellos de un negro intenso caen en un flequillo lacio alrededor de la cabeza, encuadrando a lo Juana de Arco una cabeza fina y grave, animada de vez en cuando con una sonrisa inquebrantablemente educada. Por otra parte, educado lo es hasta la punta de los dedos. Se tiene la impresión de que aunque se esforzara, no conseguiría ser grosero.
Me explica que es hijo de un francés casado con una indochina de Sainte-Livrade, en Lot-et-Garonne. Su padre dirigía una pequeña explotación cerca de Fumel y Hervé había ido a pasar unos días a su casa para Pascua cuando la bomba ha estallado. A partir de ahí, su relato corrobora en todos sus puntos el de Hervé, cualquiera sean mis esfuerzos para pescarlo en falso. La sola diferencia es que Mauricio parece tener más presente en su espíritu el degüello de su camarada René y alimentar un resentimiento más vivo hacia Vilmain. No expresa con palabras ese resentimiento. Pero cuando evoca el asesinato, de golpe sus pupilas de jade se endurecen y las hendiduras oblicuas de sus párpados se cierran a medias. Como Hervé, me hace buena impresión. Mejor todavía. Hervé tiene la palabra fácil, verba y dotes de comediante. Mauricio, sin ser tan brillante, es un hombre de un acero mejor templado.
Me doy vuelta hacia Peyssou.
– Peyssou, cuando hayas acabado de comer tengo un trabajo para ti.
– Te escucho.
– Tenemos anillas en el almacén. Quisiera que fueras a cimentarlas en la pared de la bodega con Mauricio. Quisiera atar al toro, las vacas y a Lindo Amor durante el combate. Quisiera también que me construyeras un box provisorio para Adelaida.
– ¿Lindo Amor sola? -dice Peyssou-. ¿Y los otros jamelgos?
– Se quedan en la Maternidad, podemos necesitarlos. Cuando hayas acabado, me lo dices, y haremos todos el traspaso del heno de la Maternidad a la bodega.
Peyssou, con la nariz en su tazón y sus ojos emergiendo apenas del borde, me mira, con expresión ansiosa.