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– ¿En esas condiciones, si me dijeras tu idea?

Suspira, se retuerce en la silla, se rasca la pierna. Total, que está bien pesarosa de tener que abandonar el apasionante tema de mis relaciones con Evelina.

– Bueno -dice-. Vilmain ataca. Como tú dices se pela la frente -sólo Dios sabe por qué, pero se ríe-. Vuelve a La Roque, nos hace una guerra de emboscadas y eso te joroba.

– Hace más que jorobarme. Es una catástrofe. Nos puede hacer mucho mal.

– Y bueno, entonces -dice- cuando se vaya hay que impedirle que vuelva a La Roque, hay que perseguirlo.

– Tendrá una maldita ventaja.

Me mira con aire de triunfo.

– ¡Sí, pero nosotros, nosotros tenemos caballos!

Me quedo estupefacto. ¡No era solamente un pretexto: tenía verdaderamente una idea! Y yo que me pasé la vida entre los caballos, no la había tenido. La guerra y el arte hípico no tenían ninguna vinculación en mi mente. Sí, sin embargo. Los había aunado una vez, una sola, cuando había querido convencer a mis compañeros de dar nuestra vaca a Fulbert en cambio de dos yeguas: argumento para una discusión, nada más. ¡Tenía sobre Vilmain esta enorme superioridad, una caballería, y no la iba a usar!

Me enderezo en la silla.

– ¡Cati, eres genial!

Enrojece y por la brusca alegría que la inunda y le entreabre los labios y le hace esos ojos de niña feliz, mido cuánto le cuesta soportar que la subestime.

Reflexiono. No le digo que vamos a tener que estudiar bien su idea, porque así no más no se puede llegar por detrás de la banda de Vilmain en la ruta, con los cascos de los animales resonando sobre el macadam. Nos oirían, nos esperarían en una curva y, ¡qué blancos seríamos para ellos!

– Bravo -digo- bravo, Cati, me voy a ocupar de eso y mientras tanto no se lo digas a nadie.

– Por supuesto.

Y entusiasmada por el peso nuevo de sus virtudes, le suma la discreción:

– Vaya -dice-, me largo, veo que trabajas, te dejo.

Me levanto, bastante imprudente, pues habiendo dado vuelta a la mesa, se me echa al cuello y se me enrosca. Peyssou tiene razón: se retuerce.

Golpean a la puerta, grito "¡entre!" sin pensar. Es Meyssonnier. Cosa rara, es él quien se pone rojo y parpadea. Y yo estoy muy desolado de ser la piedra del escándalo.

La puerta golpea detrás de Cati y Meyssonnier no se permite nada, ni el "y bueno" que hubiera dicho Peyssou en un caso semejante, ni la sonrisa que hubiera hecho Colin.

– Siéntate -le digo-. Te pido un minuto.

Toma el lugar, aún tibio, de Cati. Resueltamente sentado en la silla, guarda silencio y no se mueve para nada. Es muy descansado estar entre hombres. Termino mi cartel mucho mejor y mucho más rápido de lo que lo había empezado.

– Toma -le digo, tendiéndole la proclama- ¿qué te parece?

Lee en voz alta:

Dominio de Malevil y de La Roque

Los criminales cuyos nombres están a continuación son condenados a muerte:

Vilmain, fuera de la ley, jefe de la banda. Juan Feyrac, verdugo de Courcejac.

En cuanto a los demás, si deponen las armas a la primera conminación, nos contentaremos con desterrarlos de nuestro territorio con víveres para ocho días.

Emanuel Comte Abate de Malevil.

Después de haberlo leído en voz alta, Meyssonnier lo relee en voz baja. Miro su larga cara, sus largas arrugas a lo largo de sus mejillas. La palabra "conciencia" está escrita en cada uno de sus rasgos. Ha sido un buen militante comunista, pero hubiera podido ser también un buen sacerdote, un buen médico. Y con su pasión por servir y su atención a los detalles, un muy buen administrador. ¡Qué lástima que no haya sido alcalde de Malejac! Estoy seguro que aún ahora, le sucede a veces lamentarlo.

– ¿Qué piensas de esto?

– Guerra psicológica -dice sobriamente.

Esto es sólo una comprobación. La apreciación vendrá más tarde. Reflexiona nuevamente. Dejémoslo masticarlo. Sé que es lento, pero sé que el resultado de sus rumiadas vale la pena.

Prosigue:

– Pero en mi opinión, esto no servirá más que si Vilmain y Feyrac mueren. En ese caso, evidentemente, en vista de que no tendrán quien los mande, los otros pueden preferir la vida salva al combate.

A Cati le declaré: si las cosas se les estropean. Meyssonnier es mucho más conciso: si Vilmain y Feyrac son muertos. Es él quien tiene razón. El matiz es importante. Tendré que recordarlo cuando dé las consignas de tiro, en el momento del combate.

Me levanto. -Bueno. ¿Me puedes buscar una chapa de madera, pegarle esto y hacerle dos agujeros?

– Es muy practicable -dice Meyssonnier, levantándose a su vez.

Rodea mi escritorio, con el cartel en la mano y se para a mi lado.

– Quería decirte una cosa. ¿Siempre quieres que no se utilicen más que las troneras de los merlones?

– Sí. ¿Por qué?

– No hay más que cinco. Con las dos troneras del castillete, son siete. Y ahora somos diez.

Lo miro.

– ¿Qué conclusión sacas de eso?

– Que hacen falta tres muchachos afuera y no dos. Te lo señalo porque la casamata es muy chica para tres.

¡Meyssonnier, después de Cati! Todo Malevil reflexiona, busca, inventa. Todo Malevil está tendido hacia una meta única, con todas sus fuerzas. Tengo la impresión, en ese minuto, de formar parte de un todo que comando pero al cual yo mismo estoy subordinado, del que yo soy además, únicamente, un engranaje porque piensa y actúa por cuenta propia, como un solo ser. Es una impresión embriagadora que nunca tuve en mi existencia de antes, en donde todo lo que yo hacía se reducía mezquinamente nada más que a mí.

– Pareces contento -dice Meyssonnier.

– Lo estoy. Me parece que marcha bien Malevil.

Esta frase, mientras la pronuncio, me suena irrisoria en comparación con lo que siento.

– A pesar de todo -dice Meyssonnier- ¿no sientes de vez en cuando un vacío en el estómago?

Me largo a reír.

– ¡Y claro!

Se ríe él también y agrega:

– ¿Sabes a lo que me hace acordar? ¡La víspera del certificado de estudios!

Me sigo riendo y lo acompaño hasta la escalera caracol, con la mano sobre su hombro. Se va y vuelvo sobre mis pasos para agarrar mi Springfield y cerrar la puerta.

En el patio del primer recinto, Colin, Jacquet y Hervé me esperan, los dos últimos pala en mano; Colin, con las manos vacías y un poco alejado. La proximidad de estos dos gigantes le debe resultar un poco opresiva a su pequeña talla.

– Guarden sus útiles -les digo-. Tengo trabajo para ustedes. Esperamos a Meyssonnier.

Cati sale de la Maternidad al oír mi voz, con la rasqueta en una mano y la broza de grama en la otra. Sé lo que hace: aprovecha que Amaranta tiene una litera propia para limpiarla. Porque Amaranta tiene pasión por revolcarse, así su box esté embarrado o no. Falvina está sentada sobre un grueso tocón cómodamente instalada a la entrada de la gruta y se levanta con aire culpable al verme.

– Pero quédate sentada, Falvina, te toca el turno de descansar.

– No, no -dice con una ostentación que me molesta-. Te imaginas si tengo tiempo para sentarme.

Se queda parada entonces, pero sin hacer por otra parte más trabajo parada que sentada. Se calla, y ya es algo. La bronca de esta mañana le hace todavía efecto.

Ese comportamiento irrita también a Cati, tanto más que para sacar la litera, debió, como ella dice, "chuparse" lo más pesado del trabajo. Como la siento lista para picotear a su Mémé, intervengo:

– ¿Acabaste con Amaranta?

– ¡Y no demasiado pronto! ¡Y lo que he tragado de polvo de bosta! ¿Valía la pena ducharse? ¿Y es fácil, te parece, rasquetear con un fusil en bandolera? -se ríe al pronunciar esta palabra- ¡Y esta idiota que no piensa más que en matar gallinas! ¡A propósito, te aviso! ¡Ya está, una más! ¡Que le encajé una bofetada en la nariz, a tu Amaranta, que se va a acordar!