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Así como hasta ahora no veían a sus hombres, Hervé y Mauricio no habían podido ver a Vilmain tampoco, pero desde el momento en que se para y comienza a pavonearse por el camino afectando la flexibilidad felina de viejo matón, se convierte para ellos en un blanco perfecto. Hervé, que espera siempre la señal de Colin, lo observa (nos hará más tarde una excelente imitación de su modo de andar) y no se mueve. Pero Mauricio, a quien exalta un odio frío contra Vilmain, lo apunta, lo sigue con el extremo de su caño en su despreocupada progresión sobre la ruta, y cuando lo ve inmovilizarse y llevar el arma al hombro, centra su línea de mira en su sien y dispara.

Vilmain, con el cráneo desfondado, se desploma, muerto por el recluta a quien un mes antes le ha inculcado los principios de tiro de pie con apoyo. El tiroteo contra Colin se para y Colin salta a su agujero. Encuentra su fusil 36. Y allí, bien disimulado y bien protegido, tira. Es un excelente tirador, rápido y preciso, mata dos hombres uno detrás de otro.

En pocos segundos, la situación se ha dado vuelta. Juan Feyrac, que de todos modos, según dirán los prisioneros, no estaba caliente para la expedición contra Malevil, da la señal de retirada. Es una retirada, no una derrota. Un abanico de balas se abate en las inmediaciones del agujero de Colin, obligándolo a bajar la cabeza y cuando la levanta, el adversario ha desaparecido. Pero se ha tomado el tiempo, a pesar de todo, de llevarse el bazooka, los obuses y los fusiles de los muertos.

Colin ulula, triunfal. Jamás una lechuza me ha producido tanto placer. Me anuncia que el enemigo ha huido y que Colin por lo menos está indemne.

Digo a Thomas de abrir el portal y bajo tan rápido la escalera de la muralla que casi me caigo y debo saltar los últimos cinco escalones. Aterrizo pesadamente y corro hacia la Maternidad, con Meyssonnier detrás de mí. Le grito por encima de mi hombro:

– ¡Toma a Melusina!

Siempre corriendo, pongo el seguro a mi arma y me la coloco en bandolera. Evelina que me ha oído, con Morgane en la mano emerge de la Maternidad. Tomo a Amaranta de la rienda y la encuentro tan nerviosa que domino mi nerviosismo. Me tomo el tiempo de hablarle y acariciarla. No opone al principio dificultades. Pero cuando llega a los escombros de la empalizada, los huele y se para en seco, arqueada sobre sus dos patas delanteras, el cuello reacio, la cabeza alta, sacudiendo las crines rubias. El sudor inunda mi cara. ¡Conozco a Amaranta y sus negativas!

Con gran sorpresa, con gran alivio, éstas ceden con algunos tirones suaves y dos o tres chasquidos con la lengua. Una vez que ha pasado Amaranta, las otras dos yeguas la siguen sin resistencia.

Apenas tengo tiempo de contar cuatro muertos y de constatar que el enemigo se llevó sus armas, cuando al mismo tiempo desembocan en el camino los tres del comando exterior. Están rojos, sin aliento, excitados. Los abrazo, pero no hay tiempo para los relatos ni para los enternecimientos. Ayudo a Mauricio a ponerse en la grupa detrás de Meyssonnier, ayudo a Hervé, que me parece mucho más pesado, a subir detrás de Colin, y veo que Colin, además de su fusil 36, lleva su arco en bandolera. Parece inmenso atravesado en su pequeño cuerpo y sobrepasa en mucho su cabeza.

– ¡Deja tu arco! Te va a incomodar en la maleza.

– No, no -dice Colin rojo escarlata de orgullo.

En el momento que voy a montar me doy cuenta que me he olvidado el cabestro. ¡Qué de tiempo perdido para conseguirlo!

– ¡Evelina, vienes con nosotros!

– ¿Yo?

– Cuidarás los caballos.

Está tan encantada que se convierte en una piedra. La agarro por las caderas, la tiro casi sobre el lomo de Amaranta, y monto detrás de ella. En cuanto llegamos al sendero forestal, me doy vuelta, y con la mano apoyada en la grupa de Amaranta, le digo en voz baja a Colin:

– Pon atención en tu arco. ¡Vamos a galopar!

– Te imaginas -dice, con un aire que no puede ser más viril y victorioso.

En ese instante, todavía no sé la parte que tuvo en el combate, pero nada más que por sus aires, deduzco que ha sido considerable.

Hace dos días que Amaranta no ha salido. No se hace rogar para estirar sus largas patas. Siento entre mis piernas la fuerza magnífica de su arranque, y sobre mi frente el aire fresco de la carrera. Evelina, apretada entre mis dos brazos, está sumergida en el arrobamiento. Su equilibrio es excelente, apenas se toma de la perilla de la montura y cuando, para evitar una rama, me inclino hacia adelante, se curva bajo mi peso, desplaza sus dos manos y las posa con levedad en el cuello de Amaranta. Las crines de la yegua vuelan y casi del mismo tono de rubio vuelan en mi cuello los largos cabellos de Evelina. Ningún otro ruido más que el ritmo sordo de los cascos sobre el humus y las hojas que el pecho de Amaranta separan y me golpean. Amaranta galopa y detrás de ella más pesadamente, pues están más cargadas, Morgane y Melusina. Éstas son la perfecta mecánica. Pero Amaranta es el fuego, la sangre, la embriaguez del espacio. No soy más que uno con ella, me vuelvo caballo a mi vez, sus movimientos son los míos, me elevo y desciendo al mismo ritmo que su lomo, siguiendo Evelina la cadencia con la levedad de una pluma. Y experimento un sentimiento inaudito de rapidez, de plenitud y de fuerza. Galopo, sintiendo contra mi cuerpo el pequeño cuerpo de Evelina, galopo derecho hacia el aniquilamiento del enemigo, la seguridad de Malevil, la conquista de La Roque. En este segundo en que estoy, ni la edad ni la muerte pueden alcanzarme. Galopo. Tengo ganas de gritar de alegría.

Me doy cuenta que he distanciado las otras dos yeguas. Pero temo que si pierden de vista a su jefe de fila traicionen nuestra presencia poniéndose a relinchar. En una subida pongo a Amaranta al trote. Me da trabajo, no pide otra cosa que continuar cavando en el humus con sus cuatro patas vigorosas. Llegados a la cima, el sendero da vuelta en ángulo recto y siempre para que las yeguas que nos siguen no vean desaparecer a Amaranta, me paro. A mi derecha, helechos gigantes se elevan por encima de mi cabeza y a través de sus hojas dentadas diviso en primer plano, mucho más abajo, las cintas grises de la ruta de La Roque, y apareciendo de golpe en la curva la más lejana, desgranándose sobre la ruta, caminando con paso rápido pero ya distanciados, a los hombres de Vilmain. Algunos de ellos llevan dos fusiles.

Llegan Colin y Meyssonnier, les hago señas de quedarse en silencio y con la mano les muestro el grupo. Retenemos la respiración y, por entre los helechos, durante algunos segundos miramos en silencio a los hombres que vamos a matar.

Meyssonnier conduce a Melusina al lado de Amaranta e inclinándose, me dice con una voz apenas perceptible:

– Pero no son más que siete. ¿Dónde se fue el octavo?

Es verdad. Cuento, no son más que siete.

– Estará rezagado, probablemente.

Pongo a Amaranta al galope, al galope corto esta vez. La mantengo en él un buen rato, he visto durante la pausa que las yeguas blancas resoplaban. Por otra parte, la embriaguez de la carrera ha acabado para mí. La victoria no tiene ya el carácter de exaltación abstracta que le daba su encanto. Tiene ahora la cara de esos pobres tipos sudando y penando en la ruta.

Aquí está en el sendero forestal mi último punto de referencia. Lo veo de pronto en el momento en que lo rompo. Hemos llegado.

– ¿Evelina, ves ese pequeño claro? Es allí donde vas a cuidarlas.

– ¿A las tres? ¿No se pueden atar las riendas?

Le digo que no con la cabeza. Las dos yeguas se nos reúnen, los cuatro jinetes desmontan y les muestro a Colin y a Meyssonnier cómo anudar las riendas sobre el cuello para que los animales no se enganchen con los pies.

– ¿Las dejas vagar? -dice Meyssonnier.

– No irán lejos. No se alejarán de Amaranta, y Evelina tendrá a Amaranta. Colin, tú les mostrarás dónde es.