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Llevo el silbato a mis labios y pongo mi mejilla sobre la culata. Se ha convenido con Colin que crucemos nuestros tiros para no tirar sobre el mismo blanco. Apunto al hombre que está más cerca del otro lado de la ruta y él al de mi lado. Meyssonnier y Hervé, en la parte baja de la línea recta, tienen las mismas convenciones que nosotros. Espero a que el pelotón haya sobrepasado el cartel. Cuando los dos del medio lo alcanzan, doy un silbido largo y tiro. Nuestros tiros de fusil salen al mismo tiempo y sólo se distingue de la detonación común la carabina 22 de Meyssonnier, de la que el chasquido, menos fuerte y más seco, llega con un tiempo de retardo. Cinco hombres caen. No caen de golpe, como en las películas de guerra, sino con una extrema lentitud, como al ralentí, los dos sobrevivientes ni siquiera piensan en aplastarse contra el suelo, se quedan parados, privados de todo reflejo. Recién después de dos o tres segundos, levantan los brazos. Era tiempo. Toco tres silbidos breves. Todo ha terminado.

Me doy vuelta hacia Mauricio y le digo en voz baja:

– ¿Esos dos tipos, quiénes son?

– El pequeño calvo con la panza, es Burg, el cocinero. El flaco es Jeannet, el asistente de Vilmain.

– ¿Nuevos?

– Sí, los dos.

Grito con voz fuerte sin mostrarme:

– Aquí Emanuel Comte, abate de Malevil. ¡Burg! ¡Jeannet! Recojan los fusiles de sus camaradas y pónganlos contra el cartel.

Despavoridos y petrificados, con las manos temblando en la punta de sus brazos, dos muchachos jóvenes, lívidos bajo su bronceado. Se sobresaltan violentamente cuando me oyen. Levantan la cabeza. En los dos taludes que, de uno y otro lado encajonan la ruta, ni una hoja se mueve. Miran para todos lados, desesperados. Hasta miran el cartel, como si mi voz hubiera podido salir del texto. ¡Yo estoy aquí, cuando ellos vienen de sitiarme en Malevil! ¡Y los llamo por su nombre!

Obedecen con lentitud y gesto dubitativo. Algunas armas están inmovilizadas bajo el cuerpo de sus dueños y deben, para recuperarlas, manipular con los cadáveres. Noto que lo hacen con mucha dulzura y que evitan también pisar la sangre de los muertos.

Cuando han terminado, silbo de nuevo tres veces. Me dejo deslizar por el talud y aterrizo sobre la ruta, seguido por Mauricio.

Digo con voz breve: "manos a la nuca", los prisioneros obedecen. Veo que Meyssonnier, metódicamente se asegura de que los cinco muertos estén bien muertos. Se lo agradezco. No es una tarea que me hubiera gustado asumir. Nadie dice palabra. Aunque traspire mucho, mis piernas están frías y entumecidas. Doy algunos pasos en la ruta. No voy muy lejos. Sangre por todos lados. La miro, respiro su olor a la vez soso y fuerte. Su rojo me parece más luminoso sobre el gris azulado de la ruta. Pero sé que no va a tardar mucho en empañarse y ennegrecer. Incomprensible raza humana. Esa preciosa sangre que, en el mundo de antes, se dividía en grupos, que se coleccionaba y que se guardaba mientras que en otras partes, al mismo tiempo, se la derramaba profusamente sobre el suelo. Miro a esos jóvenes muertos. Sobre los charcos en los que están acostados, ni una mosca, ni un moscardón. Una linda sangre roja desparramada, inútil a todos, hasta para los insectos.

– Señor Abate -dice de golpe el prisionero flaco.

– Deja de decir señor Abate.

– ¿Puedo bajar las manos? Tiene que excusarme, estoy por vomitar.

– Anda, muchacho.

Llega titubeando al costado del camino, se desploma sobre las rodillas, con los dos brazos extendidos apoyados en el suelo. Veo su espalda sacudida por las arcadas y me siento yo mismo pasablemente nauseoso. Me sacudo.

– Hervé, recuperarás la bicicleta y el bazooka. Y asegúrate que Feyrac esté bien muerto.

Me doy vuelta hacia los prisioneros, les digo que bajen las manos y los hago sentar. Tienen mucha necesidad de estar sentados. El pequeño calvo con la barriga es Burg, el cocinero. Ojos negros muy vivos, con aire astuto. El desmadejado, cuyos nervios no aguantan el golpe, es Jeannet. Me consideran los dos con un respeto supersticioso.

Me entero de muchas cosas. Armand ha muerto ayer a la mañana de la cuchillada que recibió. Apenas instalado en el castillo, Vilmain ha echado a Josefa: no quería que lo sirviera una mujer. Burg hacía la cocina y Jeannet servía la mesa. Cuando llegó Vilmain, Gazel también dejó el castillo, pero por su propia voluntad. Estaba indignado con el asesinato de Lanouaille.

No lo puedo creer. Les hago repetir esa información. ¡Bravo por ese payaso asexuado! ¿Quién hubiera podido prever que demostraría tanto coraje?

– No era solamente por el carnicero -dice Burg-. También pasaba que Gazel no aprobaba las "extralimitaciones".

– ¿Las "extralimitaciones"?

– Bueno, las violaciones -dice Burg. Era así como él las llamaba.

Hervé vuelve, empujando la bicicleta en la que el bazooka está atado. Sobre su barbita negra, sus mejillas están pálidas, sus rasgos tirantes. Apoya la bicicleta sobre el declive, se despoja de uno de los dos fusiles que lleva y se acerca:

– Feyrac no está muerto -dice con voz sin timbre-. Sufre mucho. Me pidió agua.

– ¿Entonces?

– ¿Qué hago?

Lo miro.

– Es muy simple. Tomas el auto, te vas a telefonear a Malejac, llamas a la clínica y pides una ambulancia. Y el domingo próximo le llevaremos naranjas.

Cosa extraña, a pesar de lo furioso que estoy, a medida que voy pronunciando esas palabras de antaño, la tristeza me envuelve.

Hervé baja la cabeza y con la punta del zapato rasca el alquitrán de la ruta.

– Eso no me gusta nada -dice con voz ahogada.

Mauricio se acerca.

– Puedo ir yo -dice mirándome con sus ojos negros brillando en las ranuras de sus párpados. No ha olvidado nada él. Ni su amigote René, ni Curcejac.

– Voy yo -dice Hervé con aire de despertarse.

Hace resbalar de su hombro la correa de su fusil y se aleja a un paso que poco a poco se reafirma. Sé muy bien lo que ha pasado: Feyrac le ha pedido de beber. Desde ese instante, el reflejo intrínseco del animal humano ha jugado. Feyrac se volvía tabú.

Me doy vuelta hacia los prisioneros.

– Prosigamos, Armand está muerto, Josefa echada. Gazel se ha ido. ¿Y entonces, en el castillo, quién quedaba?

– Bueno, Fulbert -dice Burg.

– ¿Y Fulbert comía en la misma mesa que Vilmain?

– Sí.

– ¿A pesar del asesinato de Lanouaille? ¿A pesar de las "extra-limitaciones"? Tú, Jeannet, tú que servías la mesa…

– El Fulbert -dice Jeannet- estaba sentado entre Vilmain y Bebella, y todo lo que yo puedo decir, es que no se quedaba atrás para beber, para comer y para bromear.

– ¿Bromeaba?

– Sobre todo con Vilmain. Eran muy amigotes, esos dos.

Todo esto me da una visión enteramente nueva. No solamente a mí. Veo que Colin para la oreja y que la cara de Meyssonnier se endurece.

– Escucha, Jeannet, te voy a preguntar sobre algo muy importante. Trata de responder la pura verdad. Y sobre todo, di únicamente lo que sabes.

– Te escucho.

– ¿Te parece a ti que fue Fulbert el que empujó a Vilmain a atacar Malevil?

– ¡Ah, eso sí! -dice Jeannet sin dudar-. ¡Vi muy bien su juego!

– ¿Ejemplo?

– Siempre repitiendo que Malevil era una fortaleza así y que Malevil era rica a reventar.

"A reventar" está bien dicho. Y para Fulbert, doble ventaja: se deshacía de la tutela de Vilmain en La Roque y nos extirpaba de Malevil. Por desgracia, su complicidad activa con el asesino Vilmain queda difícil de probar, ya que ningún larroquense asistía a las comidas en donde ellos "amigoteaban".

Una detonación restalla, que me parece muy fuerte y que extrañamente, me alivia. Leo el mismo alivio en Meyssonnier, en Colin, en Mauricio y también en los prisioneros. ¿Será porque se sienten más seguros ahora que el último de los Feyrac ha muerto?