Hervé vuelve. Trae en la mano un cinturón al cual está atado un revólver con su estuche.
– Es el de Vilmain -dice Burg-. Feyrac lo recuperó antes de ordenar la retirada.
Tomo el arma de ese militarote. No tengo ninguna gana de usarla. Tampoco Meyssonnier, al que consulto con la mirada. Por el contrario sé de alguien a quien esta pistola va a colmar de alegría.
– Te pertenece, Colin. Tú eres el que ha matado a Feyrac.
Con las mejillas encendidas, Colin cierra virilmente alrededor de su talle delgado el cinturón de la pistola. Me doy cuenta que Mauricio sonríe y que sus ojos de jade brillan con malicia. En ese momento, no sé todavía quién es el que ha matado a Vilmain. Y cuando me entero, le estoy agradecido por su silencio y por su gentileza.
Digo con voz breve:
– Los prisioneros van a registrar los muertos y reunir las municiones. Me vuelvo a Malevil. Voy a buscar la carreta. Colin viene conmigo. Y Meyssonnier se queda para dirigir el registro.
Sin esperar a Colin, trepo el talud y desde el momento que quedo fuera de la vista, devorado por la maleza, me pongo a correr. Llego al claro. Evelina está allí, con su cabeza apenas al nivel del lomo de Amaranta. Sus ojos azules se fijan sobre mí con una felicidad que me turba. Se echa en mis brazos y la estrecho bien fuerte, muy fuerte, contra mí. No decimos nada. Sabemos que ninguno de los dos sería capaz de sobrevivir al otro.
Un crujido de ramitas y un rumor de hojas aplastadas. Es Colin. Me desprendo y digo a Evelina: tú montas a Morgane. La miro otra vez y le sonrío. Breves, pero intensos son nuestros momentos de alegría.
Me subo a la montura y la dejo que haga sola lo mismo, lo que a pesar de su pequeña estatura, hace muy rápido y muy bien, con una agilidad que admiro, desdeñando encaramarse sobre un tronco próximo para disminuir la distancia al estribo, y sin siquiera aprovechar la pendiente como hace Colin. Es verdad que está recubierto de armas, el fusil 36, el arco, el carcaj que se fabricó en la cintura, la pistola de Vilmain y como collar mis gemelos que ha "olvidado" devolverme. Como la maleza es tupida en este lugar, al principio me pongo al paso para cuidar el arco de Colin, Morgane me sigue, con su cabeza casi sobre la grupa de Amaranta, pero Amaranta, cruel con las gallinas, no patea a sus compañeras. Como mucho las mordisquea un poco en el cuello para señalar su dominio. Siento en mi espalda los ojos de Evelina. Me doy vuelta sobre mi silla y leo en su mirada una interrogación. Digo:
– Hemos hecho dos prisioneros.
Después de esto, me pongo al galope. En las inmediaciones de Malevil, Peyssou, que al principio no veo porque está aplastado contra la parte baja de la ruta, en el puesto de avanzada, surge con cara ansiosa. Le grito: ¡Todos indemnes! Y entonces aúlla de júbilo blandiendo su fusil. Amaranta, sorprendida, pega una espantada. Morgane la imita y Melusina da un pequeño salto que desubica a Colin de la silla y lo pone a horcajadas del cuello, de donde se agarra con las dos manos de las crines. Por suerte, Melusina se detiene al ver a las otras dos yeguas detenidas, y Colin puede retroceder, lo que hace de una manera muy cómica, con sus nalgas tanteando para atrás, la perilla para izarse y recaer sobre la silla. Nos reímos.
– ¡Pedazo de estúpido! -dice Colin- ¡fíjate lo que casi me haces!
– ¡Bueno, hay que ver! -dice Peyssou con la cara hundida- ¡me creía que sabías montar, yo!
Me río tanto que prefiero bajarme. Es una risa pueril que me remonta a treinta años atrás, como me remontan los empujones y los puñetazos de Peyssou quien, desde el momento en que estoy a su alcance, se abate sobre mí como un dogo grandote que desconoce su fuerza. Yo también lo insulto, porque me hace mal, el sinvergüenza, con sus enormes manazas. Por suerte, me arrancan a su afecto Cati y Miette que se han precipitado hacia mí por el camino. Reconocí tu risa, dice Cati. ¡Desde la muralla, la reconocí! Me da un abrazo cariñoso. Este sí que es más dulce, hasta suave. En cuanto a Miette, se deshace. Mi pobre Emanuel, dice la Menou algunos instantes más tarde frotando sus labios secos en mi mejilla. Me dice "pobre" como si ya estuviese muerto. Jacquet me mira sin una palabra, con el pico al extremo de su brazo con el cual cava una fosa para los cuatro enemigos muertos, y Thomas, aparentemente impasible, me dice: He recuperado los zapatos, todavía están buenos. He abierto una sección especial en el almacén.
Falvina está anegada: chorrea por todas partes, como manteca de cerdo al sol. No se atreve a acercarse, acordándose de mi desaire de la víspera. Y yo, yendo hacia ella, le doy un corto y generoso besote, tan contento me siento de encontrarme en Malevil, en el seno de la comunidad, en nuestro capullo familiar.
– Seis de baja y dos de prisioneros -dice el pequeño Colin caminando a grandes pasos, con la mano sobre su estuche.
– ¡Cuenta, Emanuel! -dice Peyssou.
Levanto los dos brazos mientras sigo caminando.
– ¡No tengo tiempo! Volvemos a partir inmediatamente. Contigo, precisamente, con Thomas y con Jacquet. Colin se queda y toma el mando de Malevil. ¿Han comido? -digo dándome vuelta hacia Peyssou.
– Se hizo necesario -dice Peyssou como si yo se lo reprochase.
– Han hecho bien. Menou, prepara siete emparedados.
– ¿Siete? ¿Por qué siete? -dice la Menou ya erizada.
– Colin, yo, Hervé, Mauricio, Meyssonnier, y los dos prisioneros.
– ¡Los prisioneros! -dice Menou- ¡me imagino que encima no vas a darle de comer a esa ralea!
Jacquet enrojece, como cada vez que se alude a la condición que fue la suya.
– Haz lo que te digo. Jacquet, tú atas a Malabar a la carreta. Nada de caballos, solamente la carreta. Evelina, tú desensillas las yeguas con Cati. Yo me voy a lavar un poco la cara.
Hago más que lavarme la cara. Me ducho, me lavo la cabeza y me afeito. Todo muy rápido. Y ya que estoy, en previsión de mi entrada a La Roque, hago algunas concesiones. Me saco la vieja bombacha y las botas deslucidas que no me he sacado desde el día del acontecimiento, y las reemplazo por mi bombacha blanca de los concursos hípicos, botas nuevas o casi y una camisa blanca con cuello volcado. Estoy inmaculado y centelleante cuando aparezco en el primer recinto. La conmoción es tal que Evelina y Cati salen de la Maternidad, rasquetas y estropajos en la mano. Miette se precipita y manifiesta con señas su admiración. Se agarra primero una mecha de pelo y la mejilla (tengo el pelo limpio y el cuero bien afeitado). Pellizca su blusa con una mano, abre y cierra la otra mano varias veces (qué linda camisa centelleante de blancura). Pone sus dos manos en la cintura y la aprieta (mi pantalón de montar me adelgaza) y hasta (gesto viril indescriptible) me sienta muy bien. En cuanto a las botas, abre y cierra las manos varias veces: ese gesto, que simboliza los rayos del sol, quiere decir que mis botas brillan, como también (ver más arriba) mi camisa. Por fin, junta los dedos de la mano derecha contra el pulgar y se los lleva a sus labios varias veces (¡qué lindo eres, Emanuel!) y por fin, me besa.
También por el lado masculino, estoy agobiado por las pullas. Apuro el paso. Me aguanto sin embargo unas cuantas. Peyssou, especialmente con el paquete de sandwiches bajo el brazo me sigue diciéndome que tan de punta en blanco como estoy, tengo todo el aspecto de ir a hacer mi primera comunión.
– ¡De veras -dice Cati-, si te hubiera visto así en La Roque, no sería con Thomas con quien me hubiera casado, hubiera sido contigo!
– ¡Me escapé arañando! -dije yo de buen humor, saltando a la carreta y aprestándome a sentarme.
– ¡Espera!, ¡espera! -dice Jacquet, corriendo con una bolsa vieja bajo el brazo. La dobla en dos y la pone en mi lugar para que no me ensucie con el contacto del banco. La alegría se hace general y le sonrío a Jacquet para darle aplomo.
Colin, que al principio se había mezclado a las risas, se mantiene alejado, y pone cara triste. Me acuerdo de golpe, mientras Malabar arranca en la ZDA que yo estaba vestido como lo estoy hoy cuando, una semana antes del día del acontecimiento, a la salida de un concurso hípico lo invité al restaurante con su esposa. Muy cerca el uno del otro después de quince años de matrimonio, se agarraban las manos debajo de la mesa mientras yo ordenaba el menú. Fue durante esa comida cuando me confió su preocupación por Nicolasa (10 años) que tenía una angina por mes y por Didier (12 años), que andaba mal en ortografía. Y ahora, todo eso está convertido en cenizas, encerrado en una cajita, junto con lo que queda de la familia Peyssou y de la familia Meyssonnier.