– Colin -digo con voz fuerte-, no vale la pena que me esperes. Tú les contarás. Una sola consigna: no salir de Malevil en nuestra ausencia. El resto, bajo tus órdenes.
Parece como si despertase, y me hace una seña con la mano, pero se queda en el mismo lugar mientras corren al lado de la carreta, Evelina, Cati y Miette por el camino de Malevil, después de pasados los desvencijados batientes de la empalizada. Entre el ruido de los cascos de Malabar y el rechinar de las ruedas, le grito a Miette que cuide mucho a Colin que tiene morriña.
Jacquet, parado, tiene las riendas en la mano. Thomas está sentado a mi lado. Peyssou en frente con sus largas piernas tocando casi las mías.
– Voy a enseñarte algo que te va a dejar pasmado -dice Thomas-. He examinado los papeles de Vilmain. ¡No era oficial, para nada, era tenedor de libros!
Me río, pero Thomas se queda impasible. No ve en esto nada de gracioso. Que Vilmain haya mentido sobre su identidad le parece que abulta sus crímenes. A mí no. Tampoco estoy muy asombrado. Varias veces, de acuerdo a los cuentos de Hervé, me pareció que Vilmain exageraba, que su lenguaje forzaba la nota. ¡Pero cuando pienso en eso! Un falso sacerdote, un falso paracaidista. ¡Qué de impostores! ¿Es acaso la nueva época que se merece esto?
Thomas me tiende la tarjeta profesional, la miro de reojo, la deslizo en mi cartera y a mi vez cuento la intervención de Fulbert en los peligros que hemos corrido. Peyssou invectiva. Y Thomas aprieta los dientes sin decir una palabra.
En el lugar de la emboscada, encontramos a Meyssonnier, Hervé, Mauricio y los prisioneros. Los cargamos, lo mismo que los fusiles, el bazooka, las municiones y la bicicleta. Nueve hombres, es bastante peso, hasta para nuestro Malabar, y en las subidas un poco abruptas, menos Jacquet, bajamos todos para aliviarlo. Aprovecho eso para explicar mi plan.
– Primero, una pregunta, Burg. ¿A ti o a Jeannet, las gentes de La Roque tienen algo que reprocharles?
– ¿Y qué tendría que reprocharnos? -dice Burg con una pizca de indignación.
– No sé. Brutalidades, "extralimitaciones".
– Te voy a decir -dice Burg-, reluciendo de virtudes. Ser brutal, no es mi estilo, ni la de Jeannet. Y para el resto, también te lo voy a decir -agrega con una brusca explosión de sinceridad-, no tenía ningún derecho. Una suposición que yo me hubiera querido "extralimitar", me hubiera hecho castigar por los antiguos.
Con una oreja, oigo a Peyssou a mi espalda, preguntarle a Meyssonnier lo que quiere decir, "extralimitarse".
Yo prosigo:
– Otra pregunta: ¿en La Roque la puerta sur está vigilada?
– Sí -dice Jeannet-, Vilmain ha encajado de guardia a un muchacho de La Roque llamado Fabre, Fabre y algo.
– ¿Fabrelâtre?
– Sí.
– ¿Qué? ¿Qué? -dice Peyssou que se acerca al oírme reír.
Se lo repito. Se ríe a su vez.
– ¿Y le han dado un fusil, a Fabrelâtre?
– Sí.
Las risas redoblan. Yo prosigo:
– No hay problema. Llegando a La Roque, sólo se mostrarán Burg y Jeannet. Se hacen abrir. Nosotros desarmamos a Fabrelâtre y Jacquet lo cuida al mismo tiempo que a Malabar.
Hago una pausa.
– Y es aquí donde la farsa comienza -digo, guiñando el ojo a Burg con aire sonriente.
Me devuelve la sonrisa. Está maravillado de esta complicidad que establezco entre él y yo. Es de buen augurio para el porvenir. Más todavía cuando me interrumpo para abrir el paquete traído por Peyssou y del que distribuyo los emparedados. Burg y Jeannet están maravillados con la hogaza, sobre todo Burg en su calidad de cocinero.
– ¿Es usted el que cocina este pan? -dice Burg con respeto.
– ¡Y entonces! -dice Peyssou-. Sabemos hacer de todo, en Malevil, de panadero, de albañil, de carpintero, de plomero. Y también tenemos a Emanuel que hace muy bien de cura. Yo soy el albañil -agrega con modestia.
No va a hablar, por supuesto, de la elevación de la muralla, pero veo muy bien que lo piensa y que le calienta el corazón poder legar esa obra maestra a los siglos venideros.
– Lo que hay, es la levadura -dice Jacquet mezclándose en la conversación desde lo alto de la carreta. Tenemos más bien de más.
– Está lleno en el castillo de La Roque -dice Burg, contento de prestarnos un servicio.
Muerde con sus fuertes dientes blancos el emparedado mientras piensa que la casa es buena.
– Este es el plan -digo-. Una vez que neutralizamos a Fabrelâtre, Burg y Hervé entran solos en La Roque, con el arma al hombro. Van a buscar a Fulbert y le dicen: Vilmain ha tomado Malevil. Han capturado a Emanuel Comte y te lo mandan. Debes juzgarlo inmediatamente en presencia de todos los larroquenses reunidos en la capilla.
Las reacciones son diversas: Peyssou, Hervé, Mauricio y los dos prisioneros se divierten. Meyssonnier me interroga con la mirada. Thomas desaprueba. Jacquet se da vuelta en la carreta y me mira, tiene miedo por mí.
Yo prosigo:
– Ustedes se aseguran de que esté todo el mundo reunido en la capilla, y vienen a buscarme a la puerta sur. Yo aparezco entonces solo y sin armas, rodeado de Burg, Jeannet, Hervé y Mauricio, con los fusiles al hombro. Y el proceso comienza. Hervé, ya que eres tú el portavoz de Vilmain, deberás permitir que me defienda y dejar hablar a los larroquenses que quieran intervenir.
– ¿Y nosotros, entonces? -dice Peyssou, desconsolado por perderse el espectáculo.
– Ustedes intervendrán al final, cuando Mauricio vaya a buscarlos. Vendrán los cuatro y traerán a Fabrelâtre con ustedes. ¿Has pensado en el cabestro para Malabar, Jacquet?
– Sí -dice Jacquet, con la mirada cargada de aprensión.
Prosigo:
– He elegido a Burg porque en su calidad de cocinero, es conocido por Fulbert y he elegido a Hervé por su talento de actor. Hervé será el único que hablará. Así estarán seguros de no contradecirse.
Un silencio. Hervé acaricia con aire competente su barba en punta. Me doy cuenta que ya está ensayando su personaje.
– Pueden volver a subir, ahora -dice Jacquet deteniendo a Malabar.
– Ustedes, váyanse -digo haciendo un gesto con los brazos que comprende a los nuevos y a los prisioneros-. Tengo que hablar con mis compañeros.
Observo que Thomas tiene un absceso en formación y quiero reventarlo antes que se hinche. Dejo que la carreta se aleje una decena de metros. Thomas está a mi izquierda, Meyssonnier a mi derecha. Peyssou a la derecha de Meyssonnier. Caminamos en una sola fila.
– ¿Qué significa este cine? -dice Thomas con voz baja y furiosa-. ¿A qué viene, todo esto? ¡Es absolutamente inútil, no hay más que tomar a Fulbert por el pellejo del pescuezo, pegarlo contra la pared y fusilarlo!
Me doy vuelta hacia Meyssonnier.
– ¿Estás de acuerdo con este análisis de la situación?
– Depende -dice Meyssonnier-, de lo que se vaya a hacer en La Roque.
– Se va a hacer lo que se ha dicho: tomar el poder.
– Me imaginaba -dice Meyssonnier.
– ¡Oh!, no es porque eso me entusiasme, pero es lo que hay que hacer. La debilidad de La Roque nos debilita, constituye un peligro permanente para nosotros. La primera banda que venga puede adueñarse de ella y usarla como base para atacarnos.
– Y además -dice Peyssou-, tienen muy buenas tierras, en La Roque.
También lo he pensado yo. No lo he dicho. No quisiera que Thomas me acusara de codicia. Nada sería menos exacto. El problema se me presenta bajo el ángulo de la seguridad y no de la posesión. Me he despojado, en pocos meses, de todo sentimiento de propiedad personal. Ni siquiera me acuerdo que Malevil me haya pertenecido. Lo que temo, es que un jefe enérgico se adueñe un día del burgo y que la riqueza de las tierras pueda traducirse un día en término de poderío. No quiero tener un vecino capaz de esclavizarnos. Tampoco quiero esclavizar a La Roque. Yo quiero una unión entre dos comunidades gemelas que se ayuden y se socorran, pero donde cada uno conserve su propia personalidad.