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– En ese caso -dice Meyssonnier-, no se puede fusilar a Fulbert.

– ¿Y por qué? -dice Thomas agresivamente.

– Hay que evitar una toma de poder derramando sangre.

Yo intervengo.

– Y en particular, la sangre de un sacerdote.

– Es un falso sacerdote -dice Thomas.

– Poco importa, desde el momento que hay gente que lo tiene por verdadero.

– Admitámoslo -dice Thomas-. Lo que no entiendo es la razón de tu puesta en escena. ¡No es serio, es teatro!

– Es teatro. Pero con una meta bien clara: obligar a Fulbert a revelar delante de todos los larroquenses su complicidad con Vilmain, cosa que hará con tanto más cinismo cuanto que se creerá en una sólida posición.

– ¿Y entonces?

– Es una confesión de la que nos vamos a servir contra él en un contraproceso.

– ¿Pero sin condena a muerte?

– Nada me daría más placer, créeme, pero ya te lo hemos dicho, no es posible.

– ¿Entonces?

– No lo sé, el destierro…

Thomas se para y nosotros nos paramos con él, dejando que la carreta acentúe su adelanto.

– ¿Y es para eso -dice con voz baja e indignada- nada más que para desterrarlo, vas a poner tu vida en manos de esos cuatro tipos que no conoces ni por asomo? ¡Gentes de la banda de Vilmain!

Lo miro. Acabo de comprender, por fin, la verdadera razón de su hostilidad a mi "teatro". Es la misma, en el fondo, que la de Jacquet. Teme por mi seguridad. Levanto los hombros. Para mí, es un riesgo que no existe. Desde ayer, Hervé y Mauricio tenían todas las ocasiones posibles para traicionarnos. No lo han hecho, han combatido con nosotros. En cuanto a los otros dos, no piensan más que en una cosa: integrarse lo más rápido posible en nuestra comunidad.

– Además estarán armados y tú no.

– Hervé y Mauricio conservarán sus 36 y sus cargadores completos. Burg y Jeannet recibirán fusiles, pero sin municiones. Y yo, tengo esto.

Saco del bolsillo el pequeño revólver del tío que se me ocurrió buscar en el cajón de mi escritorio cuando me cambié. Es un chiche. Pero habituado como lo estoy, después del golpe de los Rhunes, a llevar constantemente un fusil al hombro, me sentiría desnudo sin un arma. Y esta, por más pequeña que sea, tranquiliza a Thomas, ya lo veo.

– Yo -dice Meyssonnier, que viene de rumiar todo el problema en los sucesivos buches de su cerebro- opino que es una buena idea. Habiéndose ido del castillo Josefa y Gazel, los larroquenses no saben hasta qué punto Fulbert era culo y camisa con Vilmain. Y solamente si aceptan condenarte él va a revelárselos. Ya está -prosigue Meyssonnier con aire serio y competente-. Es una buena cosa, finalmente. Vamos a forzar al enemigo a revelarse.

XVIII

La capilla donde debía desarrollarse mi "proceso" era la del castillo, dado que la iglesia de la ciudad baja había sido destruida, el día del acontecimiento, por el fuego. Los Lormiaux hacían decir la misa del domingo ahí por un sacerdote de su amistad y por concesión especial, convidaban a los notables de La Roque y de los alrededores; lo que con mujeres y niños sumaban una veintena de escogidos. En la casa de los Lormiaux no se compartía a Dios con todo el mundo.

El castillo de La Roque, ya lo he dicho, era estilo Renacimiento lo que, para un malevilés, es completamente reciente, pero la capilla databa del siglo XII. Sala estrecha y larga con bóvedas a nervaduras que se apoyan sobre pilares, a su vez apoyados sobre muros muy espesos perforados de aberturas apenas más anchas que las troneras. En el medio círculo donde está el coro, hay otro sistema de bóvedas que se asienta en el exterior sobre unos contrafuertes y en el interior sobre pequeñas columnas. Esta parte, que estaba medio derrumbada, ha sido reconstituida con mucho tacto por un arquitecto parisiense. Prueba de que cuando uno tiene mosca, todo se puede comprar, hasta el gusto.

Detrás del altar (simple placa de mármol apoyada sobre dos pilares y frente a los fieles) los Lormiaux han insistido para reabrir una abertura en ojiva que había sido tapiada y poner en ella un lindo vitral. La idea era que el sol iluminara por detrás al sacerdote que celebraba la misa. Desgraciadamente, los Lormiaux no se habían fijado que el vitral estaba orientado al oeste y que a menos que sucediera un milagro, no podía por la mañana rodear al oficiante con una aureola. Nadie, sin embargo, negó la utilidad de esta ventana pues las pocas y estrechas aberturas de los muros laterales difundían en la nave una penumbra de cripta. En esta semioscuridad misteriosa, donde los fieles se agitaban vagamente como las futuras sombras que se preparaban a ser, al menos veían con claridad el altar y la esperanza que éste les proponía.

Todos los larroquenses están allí, por lo menos hasta donde puedo juzgar. Porque emergiendo del calor y del sol límpido de la tarde, no veo ni pizca en este antro medieval donde el frío húmedo me abruma. Como había sido convenido, los cuatro hombres armados de Vilmain me hacen sentar sobre un escalón del coro. Se sientan ellos también, flanqueándome de a dos, con aire severo y el fusil parado entre las piernas. Detrás de mí, el altar moderno y despojado que he descrito y más atrás aún y más alto, el vitral de los Lormiaux. Debería iluminarse, ya que son más de las cuatro, pero no pasó nada ya que el sol se veló en el preciso momento en que yo entraba. Tengo los riñones apoyados contra la tabica del escalón superior, cruzo los brazos y en la penumbra trato de distinguir las caras. Por el momento, no veo brillar más que ojos por aquí y por allá, la mancha de una camisa blanca. Sólo poco a poco consigo identificar a los larroquenses. Algunos de entre ellos, lo noto con pena, evitan mi mirada. El viejo Pougès es uno de esos. Pero a mi izquierda, iluminado por la luz mezquina de un estrecho vitral lateral, diviso el baluarte de mis amigos. Marcel Falvine, Judith Médard, las dos viudas: Inés Pimont y María Lanouaille y dos cultivadores, de los que no estoy seguro de recordar sus nombres. En la primera fila descubro a Gazel, con las manos laxas cruzadas sobre su regazo, su estrecha frente coronada de esos bellos bucles que me hacen acordar a mis hermanas.

Cuando entré por la pequeña puerta lateral cercana al coro, no vi a Fulbert. Debía de estar caminando arriba y abajo por la avenida central y su movimiento pendular lo llevaba en ese momento hacia la gran puerta ojival del fondo. Cuando me siento, tampoco lo veo, porque la entrada de la nave es también la parte más oscura, pues en este lugar faltan las ventanas laterales. Pero en el silencio que planea a mi entrada, oigo, mucho antes de verlo, su paso que resuena en las grandes losas de piedra. Los pasos se aproximan y Fulbert emerge poco a poco de la oscuridad a la penumbra. Ni su traje antracita, ni su camisa gris, ni su corbata negra acaparan mucha luz. Y lo que veo primero es su frente blanca, el ala blanca sobre sus sienes de su casco de cabellos negros, los dos agujeros de sus ojos y sus mejillas hundidas. Al cabo de un segundo veo también la cruz de plata oscilar sobre su pecho al compás de las pasiones por cierto muy humanas que lo agitan.

Caminando hacia mí, sin apuro, con pasos mesurados y firmes, sus tacos sonando imperiosamente sobre las losas, la cabeza radiante y proyectada muy hacia adelante con relación a su cuerpo, tiene todo el aspecto de querer devorarme vivo. Se detiene sin embargo, más o menos a tres pasos de mí, y con las manos detrás de la espalda, oscilando ligeramente sobre sus piernas de adelante hacia atrás como si antes de golpearme quisiera fascinarme, me mira de arriba a abajo, en silencio meneando la cabeza. Aun a esta distancia, apenas veo su cuerpo en el que el negro clerical se funde en la oscuridad de la capilla. Pero su cabeza, que parece flotar sobre mí, la veo, por el contrario muy bien y me siento sorprendido por la mirada de sus bellos ojos bizcos. Porque no expresan con respecto a mí sino bondad, compasión y tristeza, lo mismo por otra parte que los meneos de cabeza con que los acompaña y que hacen pensar que está viviendo una situación de las más penosas.