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Estoy decepcionado y hasta inquieto. No porque yo crea ni un instante en su sinceridad, pero si juega hasta el final esta carta evangélica, mi comedia es indefinible, mi plan se desmorona y se me hace muy difícil luego condenar a un hombre que ha rehusado juzgarme. Porque su actitud de lástima parece indicar una negativa a juzgarme.

El silencio dura largos segundos. Todos los de La Roque miran alternativamente a Fulbert y a mí, y se extrañan de que Fulbert no diga nada. Y yo comienzo a tranquilizarme. Este silencio preliminar es, me parece, un truco de predicador para atraer la atención y también, lo juraría, una astucia sádica para dar falsas esperanzas al acusado. A fuerza de estudiar la mirada bizca de Fulbert fija en mí, me doy cuenta en ese instante de que la razón de su estrabismo no es solamente la divergencia de sus pupilas, sino el hecho de que el ojo derecho tiene una expresión completamente distinta de la del ojo izquierdo. Éste, en armonía con los paternales meneos de cabeza y el melancólico mohín de los labios, está penetrado de misericordia. El ojo derecho, en cambio, brilla de maldad y desmiente los mensajes enviados por el ojo izquierdo: y uno se da cuenta de eso por poco que se concentre en él haciendo abstracción del resto de la fisonomía.

Estoy muy contento de mi descubrimiento, porque a mi modo de ver completa el lado Jano de la personalidad de Fulbert: las gruesas manos con los dedos como espátulas que desmienten la cabeza de intelectual, y la cara descarnada que desmiente el torso rollizo. En el fondo, incluso los ojos, aun antes de que abra la boca, su cuerpo acumula mentiras y desmentidos.

Al fin, he aquí que habla. Lo hace con una voz baja y profunda como un violoncelo. Es musical, es untuoso. Y el contenido sobrepasa, de entrada, mis esperanzas. Fulbert no tiene bastantes palabras, dice, para deplorar la situación en que me ve. Situación que hace nacer en él sentimientos muy dolorosos (¡lo hubiera jurado!) dada sobre todo en la "calurosa" amistad que abrigaba hacia mí, amistad que yo he traicionado y a la que ha debido renunciar con mucha pena, como consecuencia de los errores a los que mi orgullo me arrastró, errores que reciben hoy un castigo donde él ve el dedo de Dios…

Abrevio ese preámbulo nauseoso. Es seguido por una requisitoria que se aleja cada vez más de la suavidad inicial. Ahora bien, desde la primera acusación que lanza contra mí -tiene relación con lo que él llama "el rapto" de Cati- se producen murmullos en la sala y esos murmullos no hacen más que crecer, a pesar de las miradas cada vez más amenazadoras que Fulbert lanza a su alrededor y el tono cada vez más duro y cortante que usa para enumerar sus quejas.

Sus quejas son de tres clases: he secuestrado, en violación al decreto de un consejo parroquial a una señorita de La Roque, y después de haber abusado de ella, la he abandonado a uno de mis hombres tras un simulacro de casamiento. He profanado la santa religión haciéndome elegir sacerdote por mis sirvientes y entregándome con ellos a una parodia de los ritos y de los sacramentos de la Iglesia. Me he aprovechado de eso, además, para dar libre curso a mis inclinaciones heréticas desacreditando la confesión con mis palabras y mis prácticas. En fin, he apoyado con todas mis fuerzas los elementos malos y subversivos de La Roque, en abierta rebelión contra su pastor y he amenazado por escrito intervenir con las armas si ellos fuesen sancionados. He reivindicado asimismo, en nombre de falaces argumentos históricos, la soberanía feudal de La Roque. Es evidente, concluye Fulbert, que si el capitán Vilmain -¿es así como lo nombra?- no se hubiese instalado en La Roque (murmullos y gritos de: ¡Lanouaille! ¡Lanouaille!) La Roque hubiera sido el blanco un día u otro de mis empresas criminales, con todas las consecuencias que se pueden fácilmente imaginar para la libertad y la vida de nuestros conciudadanos (gritos violentos y repetidos de ¡Lanouaille! ¡Pimont! ¡Courcejac!).

En ese momento, la situación en la capilla no puede ser más tensa. Las tres cuartas partes del auditorio, con los ojos bajos, guarda un silencio hostil, pero parecen, por el momento, aterrorizados por el tono de Fulbert y las miradas fulgurantes que lanza sobre ellos. La última cuarta parte Judith, Inés, Pimont, María Lanouaille, Marcel, Falvine y los dos cultivadores de los que trato vanamente recordar sus nombres, están desatados. Protestan, aúllan, y parados en su lugar e inclinados hacia adelante, hasta amenazan con sus puños a Fulbert. Las mujeres, sobre todo, están fuera de sí y si no fuera por la presencia de los cuatro hombres que se supone están para cuidarme, uno tiene la impresión de que serían capaces, en plena capilla, de abalanzarse sobre su cura para despedazarlo.

Me parece que mi proceso ha actuado como un detonante. Ha hecho estallar el repudio de la oposición por el jefe de La Roque. Estalla por primera vez a plena luz, con una violencia que deja estupefacto a Fulbert.

Hábil para mentir, debe serlo también para engañarse a sí mismo. Desde que manda en La Roque, tuvo que arreglárselas para tomar como respeto el miedo que inspira. Es de toda evidencia, que no se creía tan odiado por los larroquenses, por todos los larroquenses dado que la actitud de la mayoría, por ser más prudente y no manifestarse más que por murmullos, no le es menos hostil. El impacto de este odio sobre él resulta terrorífico. Literalmente lo veo temblar en su base como una estatua que uno derriba. Enrojece y palidece, aprieta los puños, empieza varias frases sin poder terminar una sola, su cara se marca y se convulsiona mientras que en sus ojos se suceden el terror y la furia.

Sin embargo, no es un cobarde. Hace frente. Llega con paso firme a los escalones del coro, los sube, y poniéndose entre Jeannet y Mauricio, extiende los brazos para reclamar silencio. Cosa estupefactiva, al cabo de algunos segundos, lo obtiene, tan fuerte es en La Roque el hábito de escucharlo.

– Veo -dice, con una voz temblando de cólera y de indignación- que el momento ha llegado de separar el buen grano de la cizaña. Hay gente aquí que se dice cristiana y que no ha dudado en complotar contra su pastor a sus espaldas. Esos conspiradores deben saber una cosa: yo cumpliré mi deber sin debilidades. ¡Si hay aquí gente que hace escándalo y corrompe la parroquia, yo los suprimiré de la iglesia, yo limpiaré de arriba abajo la casa de mi padre! ¡Y si encuentro basura, la barreré!

Este discurso provoca gritos indignados y protestas vehementes. Observo sobre todo a María Lanouaille, la que retenida con grandes esfuerzos por Marcel y Judith, grita con voz aguda: ¡la basura, eres tú, que comías con los asesinos de mi marido!

Sentado donde estoy, no veo más que el ojo derecho de mi acusador. Brilla con un odio loco. En su furor, Fulbert ha perdido todo dominio sobre sí mismo y toda su habilidad. Ya no maniobra más, desafía. No dice ya finuras, provoca. Siente detrás de él los fusiles de Vilmain, se siente fuerte gracias a ellos y está resuelto a desafiar a los larroquenses y quebrarlos. En pocos minutos, ha retrogradado, quizá por contagio, hacia una mentalidad tan primitiva como la de Vilmain. En este instante en el que, loco de rabia, confronta a sus conciudadanos, no piensa más, estoy seguro, que en romper lanzas contra ellos.

Cuando Fulbert extiende de nuevo los brazos, un relativo silencio se restablece, y con voz alterada, chillona, casi histérica, que no tiene nada de común con el violoncelo que usualmente emplea, aúlla: