– ¡En cuanto al verdadero instigador de todas estas conspiraciones, Emanuel Comte, vuestra actitud actual no me deja elección! ¡En nombre del consejo de la parroquia, lo condeno a muerte!
El tumulto sobrepasa entonces todo lo que me hubiera podido imaginar. Veo que Hervé, a mi derecha, está inquieto, teme ser junto con sus compañeros, atacado y desarmado por los larroquenses tal es el furor que manifiestan. Si no pasan en seguida a la acción, creo que es por falta de preparación y por falta sobre todo de un líder. Y también porque Fulbert, con su presencia, con su coraje, con el odio desembozado que se lee en su rostro, continúa imponiéndoseles.
Gazel ha puesto mala cara cuando su ex compinche ha hablado del consejo de la parroquia. Sacudió la cabeza y con sus manos flojas delante de su cara hizo un gesto de denegación. Me inclino hacia Hervé y le digo en voz baja:
– Dale ahora la palabra a Gazel, creo que tiene algo que decir.
Hervé se para y al pararse cuelga su fusil del hombro para señalar bien sus intenciones pacíficas. Se queda allí, un largo segundo, elegantemente apoyado sobre un pie, con la mano levantada como si reclamase la atención, con una expresión amable en su cara juvenil. Cuando obtiene silencio, dice con voz calma y cortés, que contrasta con las vociferaciones que acaban de oírse:
– Me parece que el señor abate Gazel tiene algo que decir. Le doy la palabra.
Y habiéndolo dicho, se vuelve a sentar. La juventud, la elegancia, el tono calmo y educado de Hervé, y el hecho también de pasar por encima de Fulbert para darle la palabra a Gazel, producen un efecto de estupor, y el más estupefacto, no cabe duda, es Fulbert, que no comprende por qué el portavoz de Vilmain va a dejar que se exprese Gazeclass="underline" ¡Gazel que ha criticado el asesinato de Lanouaille y las "extralimitaciones" de Vilmain!
Gazel, que está muy pesaroso de verse ofrecer la palabra que no ha pedido, se hubiera contentado muy bien con una protesta a base de gestos, lo que lo hubiera comprometido mucho menos. Pero como de la sala parten gritos: ¡hable! ¡hable! ¡Señor Gazel! y como por el otro lado, Hervé le hace gestos para animarlo, se decide a levantarse. Bajo los bellos rulos hechos a tijera de su cabello canoso, su larga cara de payaso parece fofa, sorprendida, asexuada, y cuando habla, es con una voz neutra y delicada que nadie puede escuchar sin sonreír. Y sin embargo, dice lo que tiene que decir, delante de todos, delante de Fulbert, no sin coraje.
– Yo quisiera hacer observar -dice Gazel, con las dos manos cruzadas a la altura del pecho- que desde que he dejado el castillo a causa de todas las cosas malas que pasaban en La Roque, el consejo parroquial no se ha reunido.
– ¿Y entonces -engancha en seguida Fulbert, con un aplastante desprecio- en qué nos concierne esto, imbécil, que tú hayas o no dejado el consejo parroquial?
Algo asciende por el largo cuello, con bocio, de Gazel y su cara fofa se endurece. Si hay algo que los semi-impedidos de su tipo no perdonan nunca, son las heridas en su amor propio.
– Le pido perdón, Monseñor -dice, con una voz del todo diferente, una voz ácida y puntiaguda de solterona-, pero usted ha dicho que condena al señor Comte en nombre del consejo parroquial. Y yo, justamente, le hago notar que el consejo parroquial no se ha reunido y que yo tampoco estoy de acuerdo con la condena del señor Comte.
Gazel es aplaudido, y no solamente por los cinco miembros de la oposición sino también por dos o tres personas de la mayoría a quienes, supongo, su coraje les ha dado vergüenza. Gazel se vuelve a sentar, enrojeciendo y temblando y Fulbert al punto, lo fulmina.
– ¡Prescindiré muy bien de tu acuerdo! ¡Has traicionado mi confianza, miserable retrasado! ¡No me olvidaré de tus palabras y te las haré pagar!
Abucheos acogen sus palabras y Judith que se acuerda de golpe de su pasado de cristiana de izquierda, apostrofa a Fulbert gritando a todo pulmón: "¡Nazi! ¡SS!". Marcel, lo veo, no la retiene más que blandamente.Me temo que los larroquenses encuentren en ella a la conductora que los lleve al asalto, temo sobre todo por la seguridad de los nuevos. Me levanto y digo con voz fuerte:
– Pido la palabra.
– Te la doy -dice en seguida Hervé, muy aliviado.
– ¿Cómo? -grita Fulbert descargando su furor contra Hervé-. ¿Tú le das la palabra a ese miserable? ¿A ese falso cura? ¿A ese enemigo de Dios? ¡Ni lo pienses! ¿A él, a quien acabo de condenar a muerte?
– Razón de más -dice Hervé, acariciando su pequeña barba en punta con flema. Por lo menos que pueda hacer una última declaración.
– ¡Pero es intolerable! -prosigue Fulbert-. ¿Qué quiere decir esto? ¿Es estupidez o traición? ¡Haces lo que se te ocurre, es increíble! ¡Y yo, yo te doy la orden de hacer callar al condenado! ¿Me oyes?
– Yo no recibo órdenes de usted -dice Hervé con dignidad-. Usted no es mi jefe. Aquí, en ausencia de Vilmain, soy yo el que manda -prosigue golpeando con la palma de la mano la culata de su fusila- y he decidido que el acusado hablará. Hasta hablará todo el tiempo que quiera.
Se produce entonces una cosa inaudita: Hervé es aplaudido por una buena mitad de los larroquenses. Es verdad, también, que siendo nuevo en la banda y no habiendo tomado parte como sus compañeros en las "cosas malas" denunciadas por Gazel, no tienen quejas contra él. ¡Pero con todo, aplaudir a un hombre de Vilmain! ¡Se vive una confusión total!
– ¡Es intolerable! -grita Fulbert apretando los puños, y con sus ojos bizcos desorbitados-. No comprendes que dándole la palabra a este individuo, te haces cómplice de los rebeldes y los conspiradores. ¡Pero esto no va a terminar así! ¡Estás prevenido! ¡Te denunciaré a tu jefe, él te castigará!
– Eso me extrañaría -dice Hervé con una serenidad tan poco simulada que me pregunto si no va demasiado lejos y si Fulbert no se va a dar cuenta-. De todos modos -insiste él- lo que está dicho está dicho, el acusado tiene la palabra.
– ¡En ese caso -grita Fulbert- no lo escucharé! ¡Me voy! ¡Iré a mi casa a esperar la llegada de Vilmain!
Desciende los escalones y bajo las vociferaciones de la oposición, camina a paso largo por el pasillo central y se dirige a la puerta del fondo. Esto no nos conviene para nada. Sin Fulbert el contraproceso no tendrá lugar. Le grito con voz fuerte detrás de éclass="underline"
– ¿Tienes tanto miedo de lo que voy a decir, que no tienes ni siquiera el coraje de escucharme?
Se para, gira sobre sus talones y me hace frente. Prosigo con voz vibrante:
– Son las cinco y cuarto. Vilmain dijo que estaría aquí a las cinco y media. ¡Tengo entonces un cuarto de hora para vivir y tú, durante ese último cuarto de hora, todavía tienes tanto miedo de mí que tiemblas como un pingajo y que te vas a ir acostar debajo de tu cama esperando a tu amo! ¡Digo bien, debajo de tu cama! ¡Ni siquiera encima!
La actitud de Hervé ha sumido a Fulbert en la inquietud. Lo tranquilizo mucho al anunciarle que Vilmain estará acá dentro de un cuarto de hora. De paso también le meto la púa reprochándole su cobardía. Ahora bien, cobarde no es, ya lo he dicho. Pero hay una debilidad en su fuerza. Como todas las personas valientes, tiene la vanidad de su valor. A mi provocación, va, tal como lo espero, a reaccionar con el desafío.
Pálido, tenso, con las mejillas hundidas, los ojos afiebrados, se inmoviliza y dice con desdén:
– Tú puedes decir todas las estupideces que quieras. No me molestan. Aprovecha, mientras puedas.
Tomo la pelota enseguida:
– Voy a aprovecharlo sobre todo para reducir a la nada tus acusaciones. Cati, para empezar. No he abusado de ella como tú te has atrevido a decirlo y no la he secuestrado. Es un invento puro. Por propia voluntad y de acuerdo con su tío. (¡Es verdad!, grita enseguida Marcel, a quien no temo ya comprometer.) Cati ha ido a ver su Mémé a Malevil y allí, se enamoró de Thomas y se casaron. Lo que te ha despechado mucho, Fulbert, porque querías convertirla en tu sirvienta en el castillo.