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Se oyen risas sarcásticas y Fulbert exclama:

– ¡Es absolutamente falso!

– Oh, perdón -dice al punto sin pedir la palabra una mujer como de cincuenta años, baja y voluminosa.

Se levanta. Es Josefa, la sirvienta del castillo. Poco estimada en principio por ser portuguesa (los larroquenses son racistas) pero bastante querida, en realidad, porque tiene la lengua bien suelta y "te dice todo a la cara, cuando tiene algo que decirte".

Josefa no es una belleza. Tiene una de esas pieles que parecen ubicarse más allá del agua y del jabón. Además, es petisona, mofletuda y pecherona. Pero con sus robustos dientes blancos, su mandíbula fuerte, sus ojos negros muy vivaces y su cabellera abundante, da una agradable impresión de vitalidad animal.

– ¡Perdón! -prosigue con un acento vulgar y entrecortado, que parece dar mucha fuerza a lo que dice-. ¡No hay que decir que es falso, cuando es verdad! ¡Y es verdad que Monseñor no me quería más a mí, y que quería a la pequeña! Aunque ella no lo hubiera servido tan bien -agrega con una ingenuidad verdadera o falsa, no sabría decirlo.

Se vuelve a sentar, en medio de risas y de bromas de las que Fulbert es la víctima. Este, me doy cuenta, evita atacar a Josefa. Conoce su lengua, y prefiere seguir contra mí.

– ¡No veo lo que ganas -me grita con altivez- con desencadenar esos chismes contra tu obispo!

– ¡Tú no eres mi obispo! ¡Ni mucho menos! ¡Y con eso gano hacerte tragar tus mentiras! ¡Y entre estas, he aquí otra y de bulto! Tú has dicho que me había hecho elegir sacerdote por mis sirvientes. Sabrás primero -digo con fuerza- que no tengo sirvientes. Tengo amigos y tengo iguales. Y contrariamente a lo que sucede en La Roque, nada importante se hace en Malevil sin que lo hayamos discutido todos juntos. ¿Por qué he sido elegido sacerdote? Voy a decírtelo: tu querías imponernos al señor Gazel en Malevil con ese título, y nosotros no teníamos para nada ganas de tener al señor Gazel. No lo ofendo, espero, diciéndoselo. Y es por eso que mis compañeros me eligieron abate. En cuanto a ser un buen o un mal sacerdote, yo no sé nada. Soy un sacerdote elegido, como el señor Gazel. Hago lo mejor que puedo. Cuando no se puede arar con un caballo, se ara con un asno. Yo no creo ser más malo que el señor Gazel y no me cuesta mucho ser mejor que tú (risas y aplausos).

– ¡Es el orgullo el que te hace hablar así! -grita Fulbert-. ¡En realidad eres un falso sacerdote! ¡Un mal sacerdote! ¡Un sacerdote execrable!, ¡y tú lo sabes! Ni siquiera hablo de tu vida privada…

– Ni yo de la tuya.

No contesta. Debe tener miedo de que hable de Miette.

– ¡Para no citar más que un ejemplo -prosigue con rabia- tú tienes un concepto y una práctica totalmente heréticas de la confesión!

– Yo no sé -dije con tono modesto- si es herética. No soy tan versado en religión, porque en manos de un mal sacerdote puede convertirse en una empresa de espionaje y un instrumento de dominación.

– ¡Y usted tiene mucha razón, señor Comte -grita Judith con su voz estentórea-, es eso mismo en lo que se ha convertido la confesión, incluso acá, en La Roque, en las manos de este SS!

– ¡Cállese! -dice Fulbert dándose vuelta hacia ella-. ¡Usted es una loca, una rebelde y una mala cristiana!

– No tiene vergüenza -exclama Marcel inclinándose, con sus dos manos poderosas empuñando el respaldo de su silla- de hablar así a una mujer, y a una mujer que es mucho más instruida que usted y que le ha corregido el otro día las estupideces que usted había dicho sobre los hermanos y las hermanas de Jesús.

– ¡Corregido! -exclama Fulbert levantando los brazos-. ¡Esta excitada no sabe nada! ¡Hermanos y hermanas es un error de traducción: se trata de sus primos, ya lo he dicho!

Mientras que se instaura, en pleno proceso, esta sorprendente exégesis sobre los evangelios, le digo a Mauricio, en voz baja: ve a buscar a los otros, diles que se queden en el fondo de la capilla y que esperen para entrar a que yo anuncie la muerte de Vilmain.

Mauricio se eclipsa, tan ágil y silencioso como un gato y me permito interrumpir a Judith quien, olvidando hora y lugar, está discutiendo apasionadamente con Fulbert sobre la parentela de Jesús.

– ¡Un momento! -digo- ¡Quisiera terminar!.El silencio se hace y Judith, que me había olvidado, me mira con aire arrepentido. Prosigo con voz calma:

– Llego ahora al último crimen que me imputa Fulbert. Yo le habría escrito una carta para reivindicar la soberanía feudal de La Roque y para anunciarle mi intención de tomar la ciudad por la fuerza y de ocuparla. Es una lástima que a Fulbert no se le haya ocurrido leerla en público, así todo el mundo hubiera podido darse cuenta que no quería decir eso. Pero admitamos. Admitamos incluso que en esa carta yo hubiera anunciado mi intención de atacar a La Roque. La única pregunta que uno se plantea es ésta: ¿lo hice? ¿Vine acaso a la caída de la noche, a introducirme en La Roque y a degollar al centinela? ¿Acaso saqueé las reservas, molesté a los larroquenses y violé a las mujeres? ¿Acaso fui yo quien ha masacrado hasta el último de los habitantes de Curcejac? ¡Sin embargo, a quien ha hecho esto, Fulbert lo trata como a un amigo! ¡y a mí, me condena a muerte por haber tenido, según dice él, la intención! ¡Esta es la justicia de Fulbert: la muerte para un inocente y la amistad para un criminal!

El sol ha elegido bien su momento para iluminar el vitral detrás de mí, y a Hervé, para actuar por última vez en su papel de soldado alemán. Dice:

– ¡Epa, epa, despacito, acusado! ¡No hay que hablar así del jefe!

Yo le corto: -No me interrumpas, Hervé. La broma ha terminado.

Al oírme hablar como amo a mi guardián, Fulbert se sobresalta con violencia y los larroquenses miran con asombro. Me enderezo. Para decirlo mejor, me planto. Me baño con voluptuosidad en la luz del vitral. Siento que mis ojos se abren bien grandes y que mi ser se expande en esta súbita claridad. Es sorprendente también como este sol, aun a través del vidrio coloreado, puede recalentar mis hombros y mi espalda… Lo necesito. Estaba helado.

Cuando retomo la palabra, se acabó mi calma elocución. Doy a mi voz su pleno volumen, no temo llenar con ella la capilla.

– Cuando Armand mató a Pimont después de haber intentado abusar de su mujer, tú lo encubriste. Cuando Bebella degolló a Lanouaille, tú lo has recibido, a él y a Vilmain, en tu mesa. Cuando Juan Feyrac masacró a los de Courcejac, has continuado bebiendo con él. ¿Y por qué has hecho todo esto? Para ganarte la amistad de Vilmain, porque gracias a Vilmain, contabas, después de la muerte de Armand, perpetuar la tiranía en La Roque y desembarazarte a la vez de la oposición interior y de Malevil.

He hablado con voz tonante en un silencio total. Cuando acabo, me doy cuenta que Fulbert se ha serenado.

– Yo me pregunto -dice reencontrando su voz de violoncelo- a qué vienen todos estos chismes. No cambiarán en nada tu suerte.

– ¡Usted no contesta! -grita Judith inclinándose con rabia. De su pulóver azul marino con cuello enrollado emerge su mandíbula cuadrada y sus ojos azules brillantes están mirando fijamente a Fulbert.

– Lo iba a hacer con una palabra -dice Fulbert-, mirando furtivamente su reloj. (Supongo que ahora ha conseguido hacer callar sus aprensiones y que espera de un momento a otro la llegada de Vilmain.)- Inútil decir -repite-, que yo no apruebo todo lo que han hecho, aquí y en otros lados, el capitán Vilmain y sus hombres. Pero los soldados son soldados en todas partes, nosotros no podemos cambiarlos. Y mi papel, como obispo de La Roque, es el de considerar el bien que se puede sacar de ese mal. Si puedo, gracias al capitán Vilmain, extirpar la herejía de La Roque y de Malevil estimaría haber cumplido con mi deber.

Ahora hemos llegado al paroxismo, la sala brama con un furor sin límites. Y no solamente la oposición, la misma mayoría está soliviantada de cólera ante esta confesión. Y a mí, ni se me ocurre siquiera sacar ventaja de eso, me callo. Porque vengo de darme cuenta, con profundo asombro, que Fulbert, al expresarse así es casi sincero. ¡Oh, claro que actúa en él mucho de venganza personal! ¡Pero ahí, en ese momento, veo claramente que ese falso sacerdote, ese charlatán, ese aventurero, ha acabado por ponerse dentro de la piel de su personaje y que él cree más que a medias en su papel de ángel guardián de la ortodoxia!