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Sin que comprendan toda su significación, la actitud dócil de mis guardias para conmigo ha debido infundir valor y tranquilizar a la sala, porque de todas partes, ahora, brotan contra Fulbert invectivas y amenazas, a las cuales se mezclan, aquí y allá, pero articulados con la misma pasión, mezquinas quejas personales. Es así como oigo al viejo Pougès reprocharle con odio al "cura" el haberle negado un día un vaso de vino. Me parece que ahora Fulbert es el único que cree en la llegada inminente de Vilmain. Se aferra a esa ilusión. Lo veo aún más fortalecido en esa esperanza por un ruido que se oye en ese momento del lado de la gran puerta ojival a su espalda. Se da vuelta y mientras lo hace, Mauricio entra por la puerta lateral y me hace señas de que mis amigos están allí.

Las imprecaciones cada vez más furiosas continúan agobiando a Fulbert, inmóvil y estoico en medio del corredor central. Si las palabras, las miradas y los gestos pudieran por sí solos matar, ya estaría descuartizado. Y yo, en el momento de asestarle el golpe de gracia, sabiendo muy bien lo que sucederá con él cuando se lo haya asestado, vacilo. Por supuesto, esta vacilación no es más que un pequeño lujo de conciencia que me doy, a último momento, para convertir mi alma en tan blanca como lo es mi vestimenta. Porque, en fin, es tarde. He puesto una máquina en movimiento, y no la puedo parar. Si Fulbert juzga mi desaparición necesaria en tanto que hereje y líder, estimo la suya indispensable para la unión de Malevil y La Roque, fundamento de nuestra seguridad recíproca. La diferencia es que yo voy a matarlo realmente, y sin condena a muerte, sin proceso, sin tiros, sin ni siquiera ensuciarme las manos. La voz de Fulbert está cubierta por los clamores de odio de la concurrencia y admiro su valor cuando incapaz de hacerse oír, devuelve con usura mirada por mirada. En un momento, sin embargo, una calma sobreviene y encuentra fuerzas para articular un último desafío.

– ¡Ustedes cambiarán de tono cuando el capitán Vilmain esté aquí!

Me echa un cable. Me ha llegado el momento de actuar. Improviso, feliz de mi hallazgo de último minuto. Extiendo el brazo como lo había hecho el mismo Fulbert antes y cuando el batuque cesa, digo con mi voz más calma:

– Me pregunto por qué te obstinas en llamar a Vilmain capitán. Él no era capitán -subrayo apenas ese pasado con la voz-. Tengo aquí -saco la billetera de mi bolsillo- un documento que lo prueba de manera irrefutable. Es un documento profesional. Con una foto muy buena. Todos los que aquí han conocido a Vilmain lo reconocerán. Y negro sobre blanco, dice en este documento que Vilmain era tenedor de libros. ¿Señor Gazel, quiere usted tomar este documento y mostrárselo a Fulbert?

El silencio cae de un solo golpe y el auditorio, con una unidad sorprendente, aunque en sentido inverso según la fila, hace un movimiento brusco con todos los cuellos estirados y todas las cabezas inclinadas para ver a Fulbert. Porque en fin, por más ganas que tenga de serlo todavía, no es ciego. ¿Si el documento que le hago llevar está en mi poder, a qué conclusión debe llegar? Fulbert toma el documento que le da Gazel. Una sola mirada le basta. Su cara queda impasible, el color no cambia. Pero la mano que tiene la tarjeta se pone a temblar. Es un movimiento de débil amplitud pero muy rápido y que nada parece poder detener. En la tensión que leo sobre sus rasgos, siento que Fulbert hace esfuerzos desesperados para inmovilizar esa pequeña tarjeta que se agita como un ala en la punta de sus dedos. Un largo segundo pasa, no consigue articular una sola palabra. No tengo frente a mí más que a un hombre que con todas sus fuerzas lucha contra el terror que lo invade. Este suplicio me da una súbita náusea y quiero acortarlo.

Digo, con una voz que espero sea lo suficientemente fuerte como para que llegue más allá de la gran puerta ojival detrás de Fulbert:

– Me doy cuenta que les debo una explicación. Los cuatro guardias armados que ustedes ven a mi lado son bravos muchachos reclutados a la fuerza por Vilmain. Dos de ellos se pasaron a mi bando antes del combate y los otros dos entraron a mi servicio en seguida después. Estos cuatro son los únicos sobrevivientes de la banda. Vilmain, a la hora actual, ocupa dos metros cuadrados como mucho del territorio de Malevil.

Hay una algarabía estupefacta que domina la voz de Marcel.

– ¿Quieres decir que está muerto?

– Es eso lo que quiero decir. Juan Feyrac está muerto. Vilmain está muerto. Y con la excepción de estos cuatro que se han convertido en nuestros amigos, todos los otros han sido muertos.

En el mismo instante, la gran puerta ojival del fondo de la capilla se abre a medias, y uno por uno, Meyssonnier, Thomas, Peyssou y Jacquet penetran en la capilla, con el arma en la mano. Digo penetran, no es una irrupción. El movimiento es calmo y aun lento. No siendo por sus fusiles, podrían pasar como pacíficos. Avanzan algunos pasos por el corredor central y al punto con la mano les hago señas de pararse. Mis guardias, que por otra señal se han puesto de pie y se han reunido en torno de mí, tampoco avanzan. Hay un momento de estupor, luego la concurrencia se pone a aullar amenazas de muerte contra Fulbert. Sólo los dos grupos armados que, a cada extremo cierran el corredor central, se callan.

Todo sucede en un cuarto de segundo. Al chirrido que hace la puerta ojival, Fulbert gira sobre sí mismo, su última ilusión desaparece. Cuando de nuevo se da vuelta de mi lado con el rostro convulso, me ve con mis guardias cerrar la red adonde está preso. Sus nervios no pueden soportar una caída tal después de toda la esperanza con que lo había nutrido. Y cede. No tiene otro pensamiento que el de huir, huir físicamente, de la gente que lo acorrala. Concibe el proyecto pánico de escapar por la puerta lateral atravesando por una de las filas de la derecha. Y en su ceguera, se precipita por la que está ocupada por Marcel, Judith y las dos viudas. Marcel ni siquiera le da un puñetazo. Lo rechaza con el plano de la mano, pero eso sin contar con la fuerza de su brazo y Fulbert es proyectado con violencia al suelo en el corredor central. Un estruendo salvaje estalla. La multitud brota de todas las filas tirando al suelo las sillas y Fulbert desaparece bajo una jauría de furiosos aglutinados a su alrededor. Lo oigo gritar dos veces. Veo en la otra punta del corredor la cara asqueada y horrorizada de Peyssou y con sus ojos fijos en los míos para preguntarme si debe intervenir. Le hago que no con la cabeza.

La justicia popular no es agradable de ver, pero en este caso, me parece justa. Y no voy hacer el gesto, hipócritamente, de detenerla o de lamentarla, cuando he hecho todo lo posible para ponerla en movimiento.

Cuando los gritos de los larroquenses se apaciguan, sé muy bien que no tienen entre sus manos más que un cuerpo inerte. Espero. Y poco a poco, veo el racimo deshacerse alrededor de Fulbert. La gente se separa, vuelven a sus lugares, ponen las sillas en pie, unos todavía rojos y sin aliento, otros, me parece, bastante avergonzados, con los ojos bajos, con aire abatido. Unos y otros hablan en pequeños grupos. No escucho lo que dicen. Miro el cuerpo abandonado en medio del corredor central. Hago señas a mis compañeros de acercarse. Avanzan y al avanzar, contornean el cuerpo sin mirarlo. Sólo Thomas se detiene para examinar a Fulbert.

No hablamos, aunque los nuevos se hayan alejado por discreción. Cuando Thomas, que se ha arrodillado, se levanta, y viene hacia mí, doy dos pasos hacia él para separarme del grupo.

– ¿Muerto? -digo en voz baja.

Él inclina la cabeza.

– Y bueno -digo en el mismo tono-. Debes estar contento, conseguiste lo que querías.