Me mira largamente. Y en su mirada, hay esa mezcla de amor y antipatía que siempre me ha testimoniado.
– Tú también -dice con tono breve.
Subo de nuevo los escalones del coro. Me doy vuelta hacia la sala y reclamo silencio, y digo:
– Burg y Jeannet irán a llevar el cuerpo de Fulbert a su cuarto. El señor Gazel hará el favor de acompañarlo para velarlo. En cuanto a nosotros, les propongo que reanudemos nuestra Asamblea dentro de diez minutos. Juntos tenemos que tomar decisiones que interesan a La Roque y a Malevil.
La algazara al principio es ahogada, pero se intensifica desde que Burg y Jeannet se llevan a Fulbert, como si con él se borrara el acto colectivo que le quitó la vida. Pido a mis compañeros que se las arreglen para alejar de mí con gentileza a las personas que quisieran rodearme. Tengo por delante dos o tres conversaciones urgentes que piden un cierto secreto.
Bajo los escalones y me dirijo hacia el grupo opositor, el único que demostró valor en la prueba y en el triunfo, dignidad, porque ninguno de ellos tomó parte en el linchamiento, ni el mismo Marcel. Después del golpe que rechazó a Fulbert, ni se ha movido de su fila, lo mismo que Judith, las dos viudas y los dos cultivadores de los que me entero que uno se llama Faujanet y el otro Delpeyrou. Son los medrosos los que han matado a Fulbert.
Inés Pimont y María Lanouaille me abrazan, Marcel tiene pequeñas lágrimas redondas que corren por su cara tan curtida como su cuero. Y Judith, más hombruna que nunca, ne palpa el brazo diciéndome:
– Señor Comte, usted ha estado magnífico. Vestido todo de blanco parecía salir del vitral para abatir al dragón.
Mientras habla, me tritura el bíceps derecho con su mano fuerte; observaré de ahí en adelante, que no puede hablar con un hombre todavía en edad de agradarle (lo que, teniendo en cuenta la suya, supone una amplia elección) sin palparle los miembros superiores. Recuerdo que ella se me presentó por primera vez como "soltera" y al agradecerle, me pregunto si, después del día del acontecimiento ha seguido insensible a las espaldas hercúleas de Marcel, y Marcel, indiferente ante su fuerte encanto. Hablo sin ironía, porque verdaderamente tiene encanto.
– Escuchen -les digo, bajando la voz y llevándolos aparte, lo mismo que a Faujanet y Delpeyrou al cual le estrecho largamente la mano-, tenemos realmente poco tiempo. Tienen que organizarse. No pueden dejar que esos ex chupamedias de Fulbert dirijan La Roque. Van a proponer la elección de un consejo municipal. Pongan acto continuo sus seis nombres sobre un pedazo de papel y presenten en seguida su lista. Nadie se atreverá a oponerse a ustedes.
– No pongan mi nombre -dice Inés Pimont.
– Ni el mío -dice enseguida María Lanouaille.
– ¿Y por qué?
– Habría muchas mujeres y eso les molestaría. Pero la señora Médard, sí. La señora Médard es profesora.
– Llámeme Judith, pequeña -dice Judith poniéndole la mano sobre el hombro. -A las mujeres también las palpa.
– ¿Cómo se le ocurre que me voy a atrever? -dice Inés enrojeciendo.
La miro. Encuentro agradable esa fina piel de rubia que se colorea.
– ¿Y el alcalde? -dice Marcel-. La única de nosotros que sabe hablar aquí, es Judith. No es para ofenderla -dice mirándola con una tierna admiración- pero a una alcaldesa, ellos no lo aceptarán nunca. Sobre todo -agrega, mezclando el "tú" con el "usted" (lo que lo hace enrojecer)-, sobre todo que tú tampoco hablas el dialecto.
– Les voy a preguntar algo -digo yo en seguida-. ¿Aceptarían ustedes como alcalde a alguno de Malevil?
– ¿Tú? -dice al punto Marcel con esperanzas.
– No, yo no. Yo pensaba en alguien como Meyssonnier.
Veo con el rabo del ojo que Inés Pimont está un poco decepcionada. Tal vez esperaba algún otro nombre.
– Bueno -dice Marcel-, es serio, honesto…
Yo agrego:
– Y tiene conocimientos militares que pueden serles muy útiles para organizar su defensa.
– Yo lo conozco -dice Faujanet.
– Yo también -dice Delpeyrou.
No hablarán más. Miro sus caras francas, cuadradas, curtidas. Ese "yo lo conozco" no implica ninguna reserva.
– Con todo -dice Marcel.
– ¿Por qué, "con todo"?
– Bueno, es un comunista.
– Vamos, sea serio, Marcel -dice Judith-. ¿Qué es un comunista sin el partido comunista?
Ella habla con una voz muy articulada de profe que, si yo tuviera con ella vínculos cotidianos, me atacaría un poco los nervios, pero que parece impresionar mucho a Marcel.
– Es verdad -dice, sacudiendo su cabeza calva-. Es verdad, pero de todos modos no tendría que haber una dictadura acá, ya la hemos probado bastante, a la dictadura.
Yo digo secamente:
– No es el estilo de Meyssonnier. Absolutamente para nada. Hasta es una injuria el suponerlo.
– No hay ofensa -dice Marcel.
– Y te olvidas que ahora vamos a tener los fusiles -dice Faujanet.
Miro a Faujanet. Tiene una cara rigurosamente cuadrada, del color de la tierra cocida. Los hombros también son cuadrados. Nada sonso, el muchacho. Admiro que haya expuesto el problema de los fusiles suponiéndolo resuelto.
– Yo supongo -dije- que la primera decisión del consejo municipal va a ser armar a los larroquenses.
– Así vamos bien -dice Marcel.
Cambiamos miradas. Hemos llegado a un acuerdo. Y Judith ha demostrado, cosa que me sorprende, mucho tacto. Ha intervenido muy poco.
– Bueno -digo yo, con una rápida sonrisa- no me queda otra cosa ahora que convencer a Meyssonnier.
Los dejo, me alejo, luego volviendo sobre mis pasos, le hago señas a María Lanouaille para que me venga a hablar. Lo que hace en seguida. Es una morenita, treinta y cinco años, redonda, y firme. Y allí, mientras levanta su cabeza hacia mí, esperando que le revele mis propósitos, siento un poderoso, un violento deseo de tomarla en mis brazos. Como nunca he flirteado con ella ni concretado nada, no sé a qué atribuir este súbito impulso, si no a la sed de reposo del guerrero. Pero reposo está mal dicho. Hay ocupaciones más descansadas. El amor es también una lucha, pero que debe parecer a mi profundo instinto más positiva que ésta en que estoy sumergido, puesto que da la vida en lugar de sacarla.
Mientras tanto, hasta reprimo el deseo, como lo hubiera hecho la gran palpadora, de apretar su redondo y bonito bíceps, que es sin embargo muy tentador, ya que su vestido no tiene mangas.
– María -digo con voz un poco ahogada-. Tú conoces a Meyssonnier, es un hombre simple. No va a querer vivir en el castillo. Tú tienes una casa grande. ¿No quisieras tomarlo en tu casa?
Me mira con la boca abierta. Que no haya dicho "no" en seguida me da coraje.
– No tendrás necesidad de cocinarle. Él va a querer seguramente que los larroquenses hagan sus comidas en común. Tendrás que cuidarle la ropa, nada más.
– Y bueno -dice ella- con mucho gusto, pero tú conoces a la gente. Si Meyssonnier viene a vivir a mi casa, la gente va a decir que…
Alzo los hombros.
– Y aunque lo digan, ¿qué te puede importar? ¿Y aunque fuera verdad?
Me mira con aire melancólico, menea la cabeza y al mismo tiempo, porque ha tenido frío en la capilla, se frota el bíceps que me hubiera gustado palpar.
– ¡Oh, tienes mucha razón, mi pobre Emanuel -dice, con un suspiro-. ¡Después de todo lo que ha pasado aquí!
La miro.
– No es la misma cosa.
– Y no, y no -dice ella en seguida- no es la misma cosa.
Le sonrío.
– ¿Meyssonnier no fue uno de tus suspirantes?
– ¡Oh, sí! -dice ella encantada con este recuerdo.
Y retoma:
– Y hasta yo estaba bastante a su favor. Pero mi padre, él estaba más bien en contra, en vista de sus ideas.
Es entonces sí. Le doy las gracias, prosigo con la salud de la beba, Natalia. Siguen cinco minutos de conversación absolutamente mecánica de la que no escucho nada, ni siquiera lo que yo digo. Sin embargo, al final, María expresa un sentimiento que me despierta y me conmueve.