El señor Paulat, con los ojos bajos y las puntas de los dedos juntas, meneó la cabeza varias veces y dijo:
– Evidentemente.
Meyssonnier quiso entonces hablar, pero le hice un signo de que no lo hiciera, deseando darle al señor Paulat todo el tiempo necesario para que expresara con claridad y en público su desaprobación. Pero se limitó a menear la cabeza de nuevo, repitiendo con aire desconsolado:
– Evidentemente, evidentemente.
– Lo peor, señor director -dijo el pequeño Colin, con un respeto que desmentía su sonrisa-, es que todos los gastos que se hicieron para el presbiterio lo fueron en balde. Porque cuando el viejo cura de La Roque se fue, hace de eso apenas una semana, el obispado, como de costumbre, nombró un nuevo cura a caballo entre La Roque y Malejac, recomendándole sin embargo que viviera en Malejac. Pero el nuevo prefirió La Roque.
– ¿Dónde le contaron esa historia? -dijo el señor Paulat mirando a Colin con severidad.
– Pero el mismo cura nuevo, el padre Raymond -dijo Colin-. Como quizás usted sepa, señor Paulat, yo vivo en Malejac, pero tengo una pequeña empresa de plomería en La Roque, y el alcalde de La Roque me ha encargado obras en el presbiterio.
Paulat frunció el ceño.
– Y el nuevo cura le habría dicho…
– No me "habría dicho", señor Paulat, ese condicional no tiene razón de ser. Me ha dicho.
Esta impertinencia fue administrada con una gentil sonrisa, sin elevar la voz. El rostro flaco y bilioso del señor Paulat se vio recorrido por un temblor.
– Me ha dicho: -prosiguió Colin- para mi alojamiento me han dado a elegir entre Malejac y La Roque, haciendo hincapié en Malejac. Pero Malejac, ustedes están todos de acuerdo, es un agujero. En La Roque, por lo menos, hay juventud. Y considero que mi lugar está con los jóvenes.
Hubo un silencio.
– Evidentemente -dijo Paulat.
Y eso fue todo. Dicho esto, Meyssonnier se puso a hablar de la "respuesta" a dar al acontecimiento y disminuí mi atención porque esa "respuesta", yo ya la había preparado y era de naturaleza tal como para poner en un aprieto a Paulat. Esperé pues a que la discusión llegara a un punto muerto para proponerla, y para esperar ese momento, oír a medias me bastaba.
Miré a Colin sonriéndole con los ojos. Me sentía feliz de que le hubiera bajado tan bien los humos al maestro, en nombre de la gramática y del condicional.
Mientras Meyssonnier hablaba, yo tecleaba sobre la mesa y me permitía ciertas fantasías. Antes de la llegada de Paulat las cosas eran claras: en las elecciones municipales, la oposición presentaría contra la lista del alcalde una lista homogénea de Unión Progresista que sería elegida por escaso margen. Colin, Peyssou, Meyssonnier, yo y otros dos cultivadores que compartían nuestras ideas seríamos consejeros municipales y Meyssonnier cooptado como alcalde.
A pesar de sus ataduras partidistas sería un buen alcalde, Meyssonnier. Servicial, desinteresado, desprovisto de toda vanidad personal y ni la mitad de lo intolerante que parecía ser. Con él, instalaríamos el agua corriente en Malejac, la electricidad en las esquinas, un terreno de fútbol para los muchachos y una estación de bombeo en los Rhunes para permitir a los cultivadores regar tabaco y maíz.
Al menos por el momento Paulat trastornaba esos planes. Tenía una concepción urbana de la política y perseguía en secreto un sueño centrista. Tener un pie en cada bando y hacerse elegir por la izquierda para gobernar con la derecha. Pero en Malejac no éramos tan pervertidos.
Como Paulat estaba sentado frente a mí, yo lo miraba en tanto que el debate continuaba. Tenía un color caramelo, una nariz ganchuda y algo de blando y gomoso en el perfil. Su lengua parecía demasiado grande para su boca, se la veía constantemente aparecer entre sus espesos labios, haciendo papilla su dicción y obligándolo a escupir con frecuencia. Unas profundas arrugas alrededor de su boca anunciaban una mala digestión, y yo veía por encima de su cuello blanco su nuca tendinosa enrojecida por pequeños forúnculos. Preveía otros accesos de esos forúnculos para cuando yo hubiera terminado con él. Pero al mismo tiempo sentía por él una cierta lástima. He observado que ese tipo de hombre amarillento, dispéptico y forunculoso nunca es feliz en la vida. Se deja llevar por la ambición, es decir, que no se entrega a las cosas que realmente le darían placer sino a aquellas que los demás encuentran importantes.
Hay veces en que hay que escuchar a la gente y hay otras en las que el oído es inútil y basta con mirarlas. Colin, a la vista, chispeaba como el buen vino. Paulat se parecía a una babosa. Meyssonnier evocaba a uno de esos muchachos eficaces y apegados a la regla que hacen la fuerza de los ejércitos o de los partidos políticos. Y Peyssou, pese a su rústica apariencia, vibraba con todo como una chica. Pero en ese momento, por otra parte, no vibraba para nada. Echado en su silla Luis XIII y al verlo en tren de hurgarse las narices con la punta del pulgar, comprendí que se aburría en forma y que la discusión había llegado a un punto muerto. Pesqué al vuelo algunas palabras que me lo confirmaron.
– De todos modos hay que hacer algo -dije yo- no podemos dejar pasar eso sin reaccionar. Tengo una proposición que formular, y que someto a votación.
Hice una pequeña pausa y proseguí:
– Propongo que escribamos una carta al alcalde. Además ya he preparado esa carta y si ustedes me lo permiten, voy a leérsela.
Y enseguida, sin esperar el permiso que pedía, saqué el texto de mi bolsillo y lo leí.
– ¡No! ¡No! -exclamó Paulat con voz temblorosa, sacudiendo las dos manos delante de él-. ¡Nada de carta! ¡Nada de carta! ¡Soy completamente hostil a ese tipo de procedimiento!
Escupía, tartamudeaba, estaba completamente fuera de sí. Era evidente, un escrito y en especial un escrito contra el alcalde, puede difícilmente desdecirse una vez firmado.
Paulat emprendió durante una hora y media una batalla en retirada, al cabo de la cual, refugiándose en el procedimiento, pidió el aplazamiento de nuestro debate. Sobre ese preciso punto reclamé en seguida votación. Paulat exigió previamente un voto sobre la oportunidad del voto. Fue batido dos veces.
– Vamos, señor Paulat -dije yo con tono conciliador- ¿cuáles son los puntos de este texto con los que usted no está de acuerdo?
Protestó. ¡Yo lo atropellaba! ¡Le ponía el cuchillo en la garganta! ¡Eso era tiranía!
– ¡Y además -agregó- no podría decirle eso a ojo! ¡El texto es largo, habría que releerlo!
– Aquí hay una copia -dije tendiéndole por encima del ancho de la mesa, una copia de mi carta al alcalde. El papel era amarillento y por más apasionado que estuviera en la discusión, fugitivamente pensé en Birgitta.
Paulat representó una extraordinaria escena teatral.
– ¡No! ¡No! -dijo con la voz, la cabeza y los hombros, mientras aceptaba la copia y cuando estuvo en sus manos, haciendo el gesto de rechazarla.
Prosiguió con tono exasperado:
– Por otra parte, no soy partidario de textos preparados con anterioridad. Sabemos demasiado cómo los partidos políticos, y en particular el P.C., usan y abusan de ese procedimiento.
Le hice un signo a Meyssonnier de que no contestara a esa provocación. Y por otra parte, en este caso, lo que decía Paulat no era falso.
– Ese texto -dije yo con modestia- resume las ideas que hemos discutido cien veces. Es claro, no es largo, es moderado en el tono, y no contiene ninguna novedad. No veo pues lo que le disgusta en ese texto.
– Pero yo no dije que me disgustara -dijo Paulat desesperado-. En general, estoy de acuerdo…