Doblo la carta, la vuelvo a poner en el sobre y digo en voz alta "exit de Birgitta". Pero ese tono intrascendente no prospera y allí, sentado ante mi mesa, paso un momento muy malo. Siento la garganta apretada, las manos que tiemblan y una penosa sensación de pérdida, de fracaso, de disminución. No quiero a Birgitta pero de todos modos había un vínculo entre ella y yo. Creo haber sido víctima de la vieja distinción cristiana entre el amor y la lujuria. Porque no quería a Birgitta tenía por desdeñable mi apego por ella.
No es cierto. Mi moral era falsa, mi psicología se equivocaba. Siento lo que me veo obligado a llamar un verdadero sufrimiento. Y que me agarra al revés porque, esta vez, creía jugar sobre seguro. Me decía, amor por Birgitta, cero, amistad, algunas huellas, estima, muy mitigada (a causa sobre todo de su falta de corazón). De donde, respecto a ella, la distancia, la ironía, los numerosos y negligentes regalos. La lujuria, diría el padre Lebas. Y bueno, la lujuria no es lo que todos creen. No entendía nada de nada el padre Lebas. ¿Y cómo, por otra parte, iba a entender algo ese pobre viejo virgen? La lujuria es un vínculo moral muy fuerte, puesto que hace sufrir tanto cuando se rompe. Abandoné la mesa, estoy recostado en la cama y las paso negras. Es un momento terrible. Y cuando trato de pensar, me vuelvo a enredar en esta distinción entre el cuerpo y el alma y veo sin embargo que es falsa. ¡El cuerpo también piensa! Piensa y siente al margen de toda referencia al alma. No estoy en tren de enamorarme de Birgitta, ahora, ¡oh, no! ¡de ningún modo! Es un monstruo de insensibilidad esa chica. La desprecio con toda mi alma -cómo me besa-. Pero la idea de que nunca más tendré entre mis brazos su cuerpo fundente me aprieta el corazón. Digo "el corazón" como en las novelas. Esa palabra u otra. Yo sé muy bien lo que siento.
Cuando hoy pienso en esa desolación, me parece casi cómica. Pena pequeña a escala de una vida pequeña, y ridículamente fuera de proporción con lo que iba a seguir. Porque fue en medio de ese minúsculo drama íntimo "que el día del acontecimiento" sobrevino y nos llenó de terror.
En la sociedad de consumo, el producto que el hombre consume más es el optimismo. Desde los tiempos en que el planeta estaba atiborrado de todo lo necesario para destruirlo -y con él, también a los planetas más cercanos-, habíamos terminado por dormir tranquilos. Cosa extraña, incluso el exceso de las terroríficas armas y el número creciente de las naciones que las detentaban aparecían como un factor tranquilizante. Dado que después de 1945 ninguna había sido todavía utilizada, se auguraba que "no se atreverían" y que no pasaría nada. Hasta le habían encontrado un nombre y la apariencia de una alta estrategia a esa falsa seguridad en que vivíamos. La llamaban "el equilibrio del terror".
No hay más remedio que decirlo: nada, absolutamente nada, durante las semanas que precedieron al día J lo habían hecho prever. No faltaban guerras, hambrunas y masacres. Y aquí y allá, atrocidades. Las unas flagrantes (entre los subdesarrollados), las otras más disimuladas (entre las naciones cristianas). Pero nada, en suma, que no hubiéramos ya observado en los pasados treinta años. Por otra parte todo eso se ubicaba a una cómoda estancia, en pueblos lejanos. Uno se emocionaba, firmaba mociones, hasta daba un poco de dinero. Pero al mismo tiempo, muy en el fondo de sí mismo, después de todos esos padecimientos vividos por procuración, uno se tranquilizaba. La muerte le concernía siempre a los demás.
Los mass media -he conservado los últimos números de "El Mundo" y el otro día los he releído- no eran entonces particularmente alarmantes. O lo eran pero a largo plazo. La polución, por ejemplo. Se preveía que de aquí a cuarenta años, pondría al planeta a dos dedos del abismo. ¡Cuarenta años! ¡Me parece soñar! ¡No tenerlos ahora delante de nosotros!
Es un hecho, lo digo sin ironía porque sería demasiado fáciclass="underline" periódico, radio, televisión, ninguno de los grandes órganos de información que nos informaban tan bien -en todo caso, con tanta abundancia- presintió de ninguna manera y en ningún momento el acontecimiento. Y cuando cayó sobre el mundo, no pudieron comentarlo a renglón seguido: habían desaparecido.
Por otra parte, es posible que el acontecimiento fuera imprevisible. ¿Terrorífico error de cálculo de un estadista a quien su estado mayor había hecho creer que él detentaba la única arma? ¿Súbita locura de un responsable o de un ejecutante, incluso en una escala bastante humilde, que dio una orden que después nadie pudo ya retrotraer? ¿Accidente material que arrastró por reacciones en cadena respuestas automáticas, y éstas a su vez desencadenaron otras de los adversarios, y así siguiendo, hasta el aniquilamiento total?
Se pueden multiplicar las hipótesis. Nunca se sabrá la verdad: los medios para conocerla han sido aniquilados.
La noche empieza ese día de Pascua en donde la Historia se detiene, a falta de objeto: la civilización de la cual ella narraba la marcha ha llegado a su fin.
A las ocho iba a buscar la correspondencia al castillete de entrada adonde se alojaban la Menou y Momo. Como todas las mañanas encontraba ahí al cartero Boudenot, lindo muchacho lleno de rulos, ya un poco colorado y abotargado por el vino de granja en granja. Estaba sentado ante la mesa de la cocina, bebiendo el mío y al verme levantó media nalga en mi honor. Le dije que no se levantara, tomé mis cartas de la mesa, y la Menou, sacando un vaso del armario, lo llenó para mí. Como todas las mañanas lo rechacé y "para no perderlo", se lo bebió.
Vigorizada, pasó a las cosas serias. Emanuel, de todos modos hay que decidirse a embotellar el vino esta mañana, porque pronto no íbamos a tener más. Alzo los hombros con impaciencia. Vamos en seguida, digo, a las diez tengo que ir a La Roque con Germain. Bueno, me voy, dice Boudenot levantándose con tacto. Veo todavía sus cabellos negros enrulados, su amplia sonrisa y sus alegres ojos mientras me tiende la mano por segunda vez, bien plantado sobre sus piernas, con el vino cantando en su estómago, contento de ver tanta gente todas las mañanas y de circular en su autito amarillo de los P.T.T., con el cigarrillo entre los labios y el culo bien acomodado en su almohadón: lindo oficio para un lindo muchacho que tiene instrucción, que nunca se equivoca cuando paga las órdenes de pagó y que "gozará" un día de su jubilación. Luego gira sobre sus talones y veo su ancha espalda encuadrada en el vano de la puerta baja.
A la 2 CV amarilla se consigue más tarde identificarla, retorcida y calcinada. Pero de Boudenot ni rastros, nada, ni un hueso.
Pasé por mi habitación para buscar un pulóver y telefonear a Germán a las Siete Hayas. Le avisé que no llegaría antes de las diez y media para ir a La Roque. En el patio del segundo recinto, al salir del torreón, me encontré con la Menou y le aconsejé que se abrigara porque en la bodega hacía fresco. Oh, yo, dijo, no tengo frío, es más bien para Momo. Mientras hablaba la miraba desde muy arriba y dado su tamaño tenía de ella una vista desde lo alto. Y en su aspecto, en ese minuto, un detalle absurdo me llamó la atención. Estaba vestida con una especie de blusón negro, lustroso por el uso, y justo por debajo del escote cuadrado de ese blusón, vi pegada a la piel, apenas sobrepasando, una serie de alfileres de gancho de los que me preguntaba, lo recuerdo muy bien, con asombro al principio, qué hacían allí y además sobre qué prenda interior estarían prendidas, con seguridad no en un corpiño, ¿qué hubiera podido sostener el pobre? Pero tú también, Menou, dije con los ojos fijos sobre la hilera de alfileres de gancho, tú también busca un pulóver. Hace fresco en la bodega, inútil enfermarse. No, no, no tengo frío, dice la Menou, con austeridad o vanagloria, no hubiera sabido decirlo. De bastante mal humor, instalo mi máquina a pistola y me siento en mi taburete a veinte pasos de la Menou. Porque la bodega es inmensa, "más grande que el cobertizo del patio de recreo de la escuela". Está iluminada por bombillas que he disimulado dentro de nichos y en caso de desperfecto, por gruesas velas fijadas en unos apliques. Ni demasiado seca, ni demasiado húmeda, su temperatura, invierno como verano, se mantiene a unos trece grados, como lo atestigua el termómetro mural que está sobre el tanque de agua. La mejor de las heladeras, dice la Menou, que guarda en ella nuestras conservas y, colgados de la bóveda, nuestros chacinados.