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– ¿Cuando se apagó la luz lo dejaste caer? ¿Lo golpeaste?

Momo dijo que no con la cabeza. Thomas sacó un cuchillo de mango rojo de su bolsillo y con la hoja más pequeña sacó los tornillos de la tapa. Hecho eso, acercó el transistor a un aplique e inspeccionó su contenido.

– No veo nada de anormal. Todo me parece perfectamente en orden.

Puso los tornillos uno después de otro, y creí que le iba a dar el aparato a Momo e irse, pero no hizo nada por el estilo. Se quedó inmóvil, con gesto preocupado, paseando la aguja del transistor a lo largo de las estaciones.

Los siete estábamos silenciosos, escuchando, si así puedo decir, el silencio del transistor, cuando estalló un batuque del que no puedo dar una idea sino por comparaciones las que todas me parecen irrisorias: fragor de tormenta, martillos, neumáticos, sirenas ululantes, aviones trasponiendo la barrera del sonido, locomotoras enloquecidas. En todo caso, algo de restallante, de taladrante, de estridente, lo máximo de lo agudo y lo máximo de lo grave llevado a un volumen sonoro que sobrepasaba la percepción. No sé si el ruido cuando llega a tal paroxismo es capaz de matar. Creo que lo hubiera hecho si hubiera durado. Desesperadamente aplastaba las manos contra mis oídos, me agachaba, me hacía un ovillo y me di cuenta que estaba temblando de pies a cabeza. Ese temblor convulsivo, estoy seguro, era una respuesta puramente fisiológica a una intensidad de tal estrépito que el organismo apenas podía soportar. Porque en ese momento aún no había empezado a tener miedo. Estaba demasiado estúpido y jadeante como para forzar una idea. Ni siquiera me decía que ese estruendo debía ser el colmo de lo desmesurado como para llegar hasta mí a través de muros de dos metros de espesor y un piso bajo el suelo.

Apoyaba las manos contra mis sienes, temblaba y tenía la impresión de que mi cabeza iba a estallar. Al mismo tiempo, ideas estúpidas me pasaban por la mente. Me preguntaba indignado quién había volcado el contenido de mi vaso que veía en el suelo a dos metros de mí. Me preguntaba también por qué Momo estaba tendido de barriga sobre las baldosas, de cara al suelo y con la nuca cubierta con sus dos manos, y por qué la Menou, que lo sacudía por los hombros, abría muy grande la boca sin emitir un solo sonido.

Cuando he dicho "estruendo, estrépito, tempestad", no he dado ninguna idea de la inmensidad del ruido. Cesó al cabo de un tiempo que no puedo precisar. Algunos segundos, creo. Me di cuenta cuando dejé de temblar y cuando Colin que, durante todo ese tiempo, estaba sentado en el suelo a mi derecha me dijo al oído algo entre lo que distinguí la palabra "gresca". Al mismo tiempo, oí una serie de pequeños gañidos quejumbrosos. Era Momo.

Con precaución despegué mis manos de mis torturados oídos y los gañidos se hicieron más agudos, mezclados con las protestas en dialecto de la Menou. Luego los gañidos cesaron, la Menou se calló y sucediendo al inhumano estruendo que acabábamos de padecer, un silencio cayó sobre la bodega, tan profundo, tan anormal y tan doloroso que me dieron ganas de gritar. Se hubiera dicho que me había apoyado sobre el ruido y que al cesar el ruido, me encontraba suspendido en el vacío. Al mismo tiempo me sentía incapaz de moverme y mi campo visual se había estrechado: aparte de la Menou y Momo que estaban tendidos delante de mí, no veía a nadie ni siquiera a Colin, aunque luego me aseguró que no se había movido de su lugar.

Sumado no sé cómo al silencio, un sentimiento de horror me invadió. Al mismo tiempo noté que me sofocaba y que estaba bañado en sudor. Me saqué, o mejor dicho, me arranqué el pulóver de cuello alto que me había puesto antes de entrar en la bodega. Pero apenas si sentí la diferencia. La transpiración seguía brotando de mi frente y corría por mis mejillas, bajo mis axilas y por la cintura. Padecía una intensa sed, mis labios estaban secos y mi lengua se pegaba al paladar. Al cabo de un momento me di cuenta que estaba con la boca abierta y que jadeaba como un perro, a rápidos golpecitos, pero sin llegar a vencer la sensación de ahogo que tenía. Sentía al mismo tiempo un gran cansancio y, sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra un tonel, era incapaz de hablar ni de moverme.

Nadie decía una palabra. La bodega estaba ahora muda como una tumba, y aparte del jadeo de las respiraciones, no se escuchaba un solo sonido. Distinguía ahora a mis compañeros, pero era una imagen borrosa, unida a una sensación de debilidad y de náusea, como si fuera a desmayarme. Cerré los ojos. Hacer un esfuerzo para mirar a mi alrededor me parecía agotador. Estaba encogido, inerte en mi rincón como un animal en agonía, jadeaba, transpiraba, y tenía una sensación de angustia abominable. Iba a morir, tenía la absoluta seguridad.

Vi el rostro de Thomas aparecer en mi campo visual y precisarse un poco. Thomas estaba con el torso desnudo, pálido, cubierto de sudor. Dijo en un soplo: desnúdate. Me quedé estupefacto de no haberlo pensado antes. Me saqué la camisa y la camiseta. Thomas me ayudó. Por suerte no tenía puestas mis botas de equitación, porque aun con su ayuda no me las hubiera podido sacar. El más mínimo gesto me agotaba. Intenté tres veces antes de poder sacarme el pantalón y no lo conseguí sino gracias a Thomas. De nuevo, acercó su boca a mi oído y escuché:

– Termómetro… encima de la espita… setenta grados.

Lo oí con claridad, pero tardé un momento antes de darme cuenta que había comprobado por el termómetro colocado encima del tanque de agua que la temperatura en la bodega había subido de trece a más de setenta.

Me sentí aliviado. No estaba en tren de morirme de una enfermedad incomprensible, me moría de calor. Pero para mí la expresión no era más que una imagen. No me imaginé ni por un minuto que la temperatura podía seguir subiendo y hacerse mortal. Nada, en mi experiencia anterior, podía darme la idea que se pudiera, literalmente, morir de calor en una bodega.

Conseguí ponerme de rodillas y me acerqué en cuatro patas, al precio de un terrible esfuerzo, a la tina de enjuagar botellas. Me prendí con las dos manos de la tina y, con el corazón golpeándome contra las costillas, con la mirada turbia, a medias ahogado, conseguí ponerme de pie y zambullir mis dos brazos y mi cabeza en el agua. Me dio una deliciosa sensación de frescura lo que quería decir, me imagino, que no había tenido tiempo todavía de ponerse a la temperatura ambiente. Me quedé tanto tiempo que sin ninguna duda me hubiera ahogado si mis dos manos al encontrar el fondo de la tina no hubieran tomado apoyo para hacerme emerger. Me di cuenta entonces que a esa agua sucia y vinosa que al enjuagar las botellas había quedado en la tina, yo me la estaba bebiendo. Después de eso, conseguí quedarme de pie y ver con claridad a mis compañeros. Fuera de Colin que debía haber escuchado lo que Thomas me había dicho, todos estaban aún vestidos. Peyssou tenía los ojos cerrados y parecía dormir. Momo, cosa extraña, tenía todavía su suéter. Estaba tendido, inerte, con la cabeza descansando sobre las rodillas de la Menou. Y ella estaba apoyada contra un tonel, con los ojos cerrados, su flaco rostro completamente sin vida. Meyssonnier me miraba con unos ojos en los que se leía la desesperación y la impotencia. Me di cuenta que me había visto beber, que quería hacer lo mismo pero que no tenía fuerzas para arrastrarse hasta la tina.

Le dije:

– Sáquese la ropa.

Había querido hablar con autoridad, pero mi voz me sorprendió. Salía de mis labios, tenue, sin timbre, sin fuerza. Agregué con una cortesía absurda:

– Por favor.

Peyssou no se movió. La Menou abrió los ojos e hizo un esfuerzo para sacarle a Momo el suéter, pero no consiguió levantar el torso de su hijo y volvió a caer, bañada en sudor, contra la panza del tonel. Tenía una manera horriblemente penosa de abrir y cerrar la boca como un pescado que se asfixia. Meyssonnier me miró y sus dedos empezaron a desabrochar su camisa, pero con tal lentitud que comprendí que nunca llegaría hasta el fin.