Inmovilizo esa imagen. Porque el chico recostado en el somier soy yo. Y el tío, de pie en el umbral, también soy yo. El tío Samuel tenía entonces, año más, año menos, la edad que tengo ahora, y todo el mundo está de acuerdo en decir que soy muy parecido a él. Y en aquella escena, en la que se cambiaron muy pocas palabras, me parece ver al chico que fui confrontado al hombre en que me he convertido.
Al hacer el retrato del tío Samuel hago también el mío. Es de una altura por encima de la media, muy fornido pero de caderas estrechas, la cara cuadrada, la tez curtida, las cejas como el carbón y los ojos azules. En Malejac, la gente se rodea de la mañana a la noche de un tranquilizador ronroneo de palabras. Pero mi tío no dice nada cuando no tiene nada que decir. Y cuando habla, habla breve, sin palabras ociosas, derecho a lo esencial. Y la misma economía en los gestos.
Lo que me gusta en él es esa firmeza. Porque en casa, padre, madre, hermanas, todo es blando. Confusas las ideas. El hablar enrevesado.
También admiro en mi tío el espíritu de empresa. Ha desmontado totalmente su propiedad. Ha dividido en tramos uno de los brazos del Rhunes que la atraviesa y ha puesto un criadero de truchas. Ha instalado una veintena de colmenas. Hasta se compró de ocasión un contador Geiger para detectar uranio en las rocas volcánicas que afloran en una de las laderas de su colina. Y cuando los "ranchos" y los clubes hípicos comenzaron a proliferar por todos lados, vendió sus vacas y las reemplazó por caballos.
– Sabía que te iba a encontrar aquí -dice mi tío.
Lo miro, con el pico cerrado. Pero nos comprendemos muy bien, él y yo. Y contesta a mi mutismo:
– Las tablas -dice-. Las tablas que descubriste el verano pasado en mi depósito. No las pudiste cargar. Las arrastraste. Te seguí las huellas.
¡Entonces, hacía un año que lo sabía! Y nunca se lo dijo a nadie, ni a mí.
– Lo he verificado -dice tío-. Los matacanes del torreón aguantan el peso, no habrá otro desprendimiento.
Me siento invadido de gratitud. Tío ha velado por mi seguridad, pero de lejos, sin decírmelo, sin molestarme. Lo miro, pero esquiva mi mirada, no quiere enternecerse. Se apodera de uno de los banquitos y, después de haber verificado su solidez, se sienta con las piernas separadas, como a caballo. Y entonces, larga al galope y derecho al bulto.
– Escúchame, Emanuel, no le han dicho nada a nadie y no han prevenido a los gendarmes.
Una sonrisita.
– Ya la conoces, por miedo al qué dirán. Esto es lo que te propongo. Te vienes a vivir conmigo hasta el fin de las vacaciones. Cuando empiecen las clases, ningún problema, vas pupilo a La Roque.
Un silencio.
– ¿Y los sábados y domingos? -digo yo.
La mirada de mi tío se ilumina. Como él, he empleado medias palabras. Si en la mente me veo ya "de nuevo" en el colegio, es que acepto terminar las vacaciones en su casa.
– En casa, si quieres -dice, con gesto decidido y voz rápida.
Un corto silencio.
– Con una comida de vez en cuando en el Gran Hórreo.
Lo suficiente, tierna madre, como para salvar las apariencias. Me doy cuenta muy bien de que todo el mundo gana con este arreglo.
– Bueno -dice tío incorporándose con un movimiento ágil-. Si aceptas, cierras el bolso y vienes a encontrarte conmigo en los Rhunes donde estoy recogiendo pasto para mis animales.
Acaba de irse y yo ya tengo cerrado el bolso.
Una vez pasado el túnel entre las zarzas y el alambrado trucado, corro sobre mis dos ruedas por el lecho del viejo arroyo que separa el abrupto acantilado de Malevil de la redondeada colina del tío. Muy contento de salir de mi antro. Los árboles, que han crecido por todos lados entre los muros en ruinas, los oscurecen, y respiro cuando desemboco en el luminoso valle de los Rhunes.
Es el último sol, el sol entre las seis y las siete y el más lindo. Lo sé, desde el momento en que mi tío me lo hizo observar. El aire tiene algo de suave. Las praderas más verdes, las sombras más alargadas, y la luz dorada. Me dirijo hacia el tractor rojo de mi tío. Detrás, el remolcador y su enorme parva de pasto amarillento. Y más lejos, en líneas paralelas, los álamos todo a lo largo del Rhune, con sus hojas gris-plata que bailan. Me gusta el ruido que hacen; parecería una lluvia finita.
El tío, sin una palabra, se apodera de mi bicicleta y la iza con una cuerda hacia la cúspide de la parva. Se instala al volante y yo me siento sobre el guardabarro del tractor. Ni una palabra. Ni siquiera una mirada. Pero por su mano, que tiembla un poco, adivino qué feliz se siente, él que no tuvo hijos de mi flaca tía, de llevarse un hijo a su casa de las Siete Hayas.
La Menou me espera en el umbral, con sus brazos esqueléticos cruzados sobre su ausente pechera. Una sonrisa arruga su pequeña calavera. Su debilidad por mí se ve multiplicada por el fastidio que le tiene a mi madre. Y que también tenía contra mi tía, mientras vivió. No vayan a creer que… No, la Menou no se acuesta con mi tío. No es tampoco su sirvienta. Ella tiene sus bienes. Él le siega sus campos, ella le cuida la casa, él la alimenta.
La Menou es también la flacura misma, pero una flacura alegre. No gime, protesta con locuacidad. Cuarenta kilos, ropas negras incluidas. Pero en su órbita hundida, su ojito negro brilla de amor a la vida. Salvo en sus buenos tiempos tiene la virtud, todas las virtudes. Incluso el ahorro. A fuerza de economías, dice mi tío, se ha economizado la carne hasta tal punto que ya no tiene culo para sentarse Un monstruo de trabajo, también. Unos brazos como fósforos, pero cuando ella escarda su viña ¡qué manera de trabajar! Y mientras tanto, su único hijo, Momo, que anda por los dieciocho años, arrastra un trenecito en la punta de un piolín haciendo tutu.
Para darle un poco de sal a la vida, la Menou mantiene con mi tío una continua discusión. Pero es su dios. Yo participo de esa divinidad. Y para recibirme en las Siete Hayas, ha preparado una comida como para aflojarse el cinturón. Que corona al fin con malicia con una enorme tarta.
Si yo fuera cineasta, haría un primer plano con esta tarta. Con un fundido encadenado a un flash retrospectivo: 1947, el verano anterior. Otro "hito".
Tengo once años. Me enamoro de Adelaida, instalo el Círculo en Malevil, y concibo una nueva manera de encarar la religión.
Ya he comentado el papel de la tendera de Malejac en mi despertar. Ella tiene treinta años, su madurez me fascina. Me doy cuenta que todavía hoy, a pesar de tantas experiencias en contrario, sigo, gracias a ella, asociando bondad y abundancia de formas, y gracias a quien ya ustedes saben, flacura y sequedad de corazón. Lástima que no sea este mi tema. Me gustaría narrar todas esas fiebres sobre todas esas curvas. Cuando el padre Lebas, que comienza a inquietarse sobre el uso que damos a nuestros atributos, nos habla durante el catecismo, del "pecado de la carne", no puedo creer, siendo como soy puro nervio y puro músculo, que esa "carne" sea la mía. La expresión se la endoso a Adelaida y la noción de pecado me parece deliciosa.
Incluso ni me irrita que mi ídolo, aunque un poco pesada en sus dimensiones, sea reputada liviana de cascos. Por el contrario, es un buen augurio para el porvenir. Pero todavía muy largos me parecen esos años que harán del gallito un gallo.
En espera de eso, por lo menos en el verano, estoy muy ocupado. La guerra está en su apogeo. El bravo capitán protestante Emanuel Comte, encerrado en Malevil con sus hermanos en religión defiende la plaza contra el siniestro Meyssonnier, jefe de la Liga. Y digo siniestro, porque su meta es saquear el castillo y pasar a los heréticos -machos y hembras- por el filo de la espada. Las mujeres están representadas por haces, y los niños por haces más chiquitos.