Y yo de golpe estoy harto de sus alternados gemidos. Los corto en seco. Y digo sin levantar la voz:
– Ustedes conocen a papá. No se hubiera ido a un partido de fútbol sin cerrar todo. Cuando han traído su cuerpo, tenía la llave con él.
Y prosigo recalcando cada palabra:
– Me la guardé. Y no me he movido de aquí desde que los han traído, todos podrán decírselo a ustedes. Y en cuanto a ir al Gran Hórreo, iremos pasado mañana, los tres juntos, después del funeral.
Entonces se excitan y protestan con un gran remolino de velos negros.
– ¡Pero te tenemos confianza, Emanuel! ¡Te conocemos! ¡Y te imaginas que no pensábamos para nada en eso! ¡Sobre todo en semejante momento!
A la mañana del entierro, la Menou me pide que la ayude para bañar a Momo. Otras veces he asistido a ese género de limpieza. No es cosa fácil. Hay que apoderarse de Momo por sorpresa, despojarlo como a un conejo de sus ropas, ponerlo en remojo en una tina y mantenerlo dentro, porque se debate como un loco gritando con voz salvaje: Mé bouemalabé oneieu emebalo (¡Pero por Dios déjense de joder! ¡No me gusta el agua!).
Y esa mañana se opone como siempre pero con una hosquedad diferente a su acostumbrada resistencia. La tina humea bajo el sol de abril sobre el empedrado del patio. Sostengo a Momo por las axilas mientras la Menou le saca juntos el pantalón y el calzoncillo. Pero en el momento en que los pies tocan de nuevo el suelo, Momo me hace una zancadilla. Caigo. Y dispara desnudo como un gusano, con sus flacas piernas corriendo a una velocidad increíble. Llega hasta uno de los grandes robles de la parte baja del prado, salta, se cuelga, se incorpora, trepa de rama en rama y se pone fuera de alcance. Yo ya estoy vestido y de todos modos tampoco se me ocurre empezar la cacería de árbol en árbol atrás de Momo. La Menou, sin aliento, me alcanza. Parlamentamos. Aunque tengo seis años menos que Momo, él me considera el duplicado del tío y mi autoridad sobre él es casi paterna.
Fracaso sin embargo. Choco contra una pared. Momo no grita su acostumbrado: Me bouémalabé oneieu! No dice nada. Me mira desde arriba gimiendo, con sus ojos negros brillando entre las hojitas primaverales.
No recibo otra respuesta que nieba! (No voy a ir) pero no a los gritos, sino pronunciada en voz baja, con resolución, con la cabeza, el torso y las manos balanceados juntos de derecha a izquierda para remedar la negación. Nuevamente le suplico.
– Pero, vamos, Momo, tienes que ser un poco razonable. Tienes que lavarte para ir a la iglesia (le digo iglesia porque no comprendería la palabra templo).
– ¿No quieres ir a la iglesia?
– Nieba! Nieba!
– ¿Pero por qué? En general te gusta mucho ir a la iglesia.
Sentado en equilibrio sobre una rama, agita las dos manos delante de él, y a través de las lustrosas hojitas del roble, me mira con tristeza. Eso es todo. Ya no obtendré más respuesta, sólo esa mirada.
– No hay más remedio que dejarlo -dice la Menou, a quien se le ha ocurrido llevar la ropa, que deposita al pie del árbol-. De todas maneras, no bajará hasta que nos vayamos.
Y ya, la Menou gira sobre sus talones y remonta el prado.
Miro mi reloj. Era hora. Tengo delante de mí esa larga ceremonia social que tiene muy poco que ver con lo que siento. Tiene razón, Momo. Ojalá pudiera como él, quedarme gimiendo sobre un árbol, en lugar de ir con mis desconsoladas hermanas a hacer una grotesca representación de piedad filial.
A mi vez atravieso el prado. La subida me es penosa. Miro a mis pies y observo con sorpresa que la pradera está salpicada de matas de pasto nuevo de un verde intenso. Con unos pocos días de sol han crecido con una exhuberancia increíble. Pienso que no falta ni un mes para que tengamos que segar el heno con mi tío.
Es un pensamiento que, de ordinario, me llena de alegría y, cosa extraña, la alegría comienza a surgir, pero de golpe, siento como un choque. Me detengo en medio del campo y las lágrimas corren por mis mejillas.
II
Las cosas se precipitan. El hito siguiente está muy cercano. Un año después del accidente. El escribano Gaillac me telefonea para pedirme que vaya a su estudio, en la ciudad.
Cuando llego a la cita, el escribano no está visible y el secretario me introduce en su despacho vacío. A su pedido de que "me ponga cómodo" mientras lo espero, me siento en uno de esos sillones de cuero donde tantos traseros fruncidos por la angustia de perder se han posado antes que el mío.
Tiempo muerto. Momento vacío. Mi mirada da una vuelta por la pieza. La encuentro muy deprimente. Detrás de la mesa del señor Gaillac, ocupando toda la pared de arriba abajo, hay una multitud de cajoncitos llenos de asuntos muertos. Evocan esas pequeñas urnas adonde se guardan las cenizas en un columbario. Esa manía de los hombres de clasificarlo todo.
Los cortinados son verde oscuro, verdes las paredes tapizadas de género, y verde también, el cuero que recubre la tapa del escritorio. Y ahí, al lado de un monumental tintero símil oro, hay una estatuita macabra que siempre me fascinó: una rata muerta encerrada en un bloque de materia trasparente como el vidrio. Ella también está clasificada.
Supongo que la habrán sorprendido en tren de roer un expediente y que la condenaron, para castigarla, a prisión perpetua dentro del plástico. Me inclino y la levanto, a ella y a su celda. Es bastante pesada. Y entonces recuerdo que hace treinta años, cuando acompañé a mi tío a lo del escribano, el padre del señor Gaillac lo usaba como pisapapel. Y miro a esa menuda roedora condenada por toda la eternidad. Cuando el señor Gaillac a su vez se retirará, supongo que se la legará a su propio hijo, como también las urnas de su columbario y como el cementerio de expedientes de su desván. Me dan tristeza esas generaciones de escribanos que se pasan la misma rata. No sé por qué, pero eso me hace tener a la muerte muy presente.
El señor Gaillac (hijo) entra. Morocho, alto, cetrino y ya canoso. Me recibe con una cortesía un poco cansada. Luego, dándome la espalda, abre uno de sus cajoncitos, toma un expediente y del expediente, una carta lacrada que antes de darme palpa por el centro con gesto aburrido y furtivo, como si se asombrara de su delgadez.
– Tome, señor Comte.
Y con voz un poco lánguida comienza un largo comentario completamente inútil, porque leo en el sobre con la escritura firme de mi tío: Para entregar a mi sobrino Emanuel Comte un año después de mi muerte si, como creo, ha seguido con la explotación de las Siete Hayas.
Antes de volver a casa tengo algunas diligencias que hacer en la ciudad y durante toda la tarde llevo la carta de mi tío en el bolsillo de mi saco. Recién la abro a la noche, después de comer, encerrado en el pequeño escritorio de la buhardilla de las Siete Hayas. Mi mano tiembla un poco cuando con la ayuda de un cortapapel en forma de daga, que me dio mi tío, abro el sobre.
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Esta noche, sin saber por qué, porque mi salud es buena, estoy pensando en mi muerte y me decido a escribirte esta carta. Me da una extraña sensación el pensar que la leerás cuando ya no estaré y que en mi lugar te ocuparás de cuidar los caballos. Como dicen, no hay más remedio que morirse un día. Prueba de que uno es un estúpido porque no le veo la necesidad.
Entre los bienes que te dejo, que no es solamente las Siete Hayas, están también mi Biblia y mi Diccionario Larousse en diez volúmenes.
Sé muy bien que ya no crees más (¿y de quién es la culpa?), pero de todos modos lee la Biblia de vez en cuando, en memoria mía. En ese libro no hay que tomar en cuenta las costumbres, es la sabiduría lo que vale.
En toda mi vida nadie más que yo ha abierto mi diccionario Larousse. Cuando lo abras comprenderás el porqué.