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Y una embajada difícil, ya que está solo. Es ella la que lo ha mandado, seguro.

Cierro la puerta del box, me apoyo, y con las dos manos en los bolsillos me miro las botas.

– Está el asunto de la habitación -dice por fin Thomas con una voz sin timbre.

– ¿La habitación, qué habitación?

– La habitación para Cati y para mí, cuando estemos casados.

– ¿Quieres la mía? -digo, medio en serio, medio en broma.

– Pero no -dice Thomas, con indignación- no te vamos a desposeer.

– ¿La de Miette, entonces?

– Pero no, no, Miette necesita su cuarto.

Bastante conque no la haya olvidado. Pero ha tomado sus distancias con Miette, lo noto en su tono. Conmigo también, en otro plano. Cómo ha cambiado, Thomas. Estoy feliz, apenado, celoso. Lo miro. Está torturado de inquietud. Entonces, hay que acabar con estas bromitas.

– Si te comprendo bien -digo con una sonrisa, y su cara se ilumina en seguida- querrás el cuarto del segundo, al lado del mío. ¿No es eso?

– Sí.

– Y querrás también que le pida a los compañeros que se las tomen de ahí y que se instalen a título permanente en el segundo piso del castillete de entrada.

Una tosecita.

– Sí, en fin que se las tomen, no es la frase que yo hubiera empleado.

Me río de esa pequeña hipocresía.

– Bueno. Voy a ver lo que puedo hacer. ¿Tu embajada ha terminado? -digo con buen humor-. ¿No tienes nada más que pedirme?

– No.

– ¿Por qué Cati no está contigo?

– La intimidas, te encuentra frío.

– ¿Con ella?

– Sí.

– ¡No puedo de todos modos hacerme el gracioso con tu futura esposa! Ya que de esposa se trata.

– Oh, yo no soy celoso -dice Thomas con una risita.

– Pero vean cómo está seguro de sí, este joven gallo.

– Lárgate. Voy a arreglar eso.

En efecto se larga y yo me encuentro no sé cómo con una manita tibia en la mía.

– ¿Te parece -dice Evelina levantando hacia mí una cara ansiosa- que mis pechos van a crecer como los de Cati o como los de Miette, que son todavía más grandes?

– No te preocupes, Evelina, crecerán.

– ¿Te parece? Es que soy tan delgada -dice con desesperación, poniendo su mano izquierda sobre el pecho-. Mira, soy chata como un chico.

– Eso no tiene nada que ver, que seas gorda o flaca, crecerán.

– ¿Estás seguro?

– Completamente seguro.

– Ah, bueno -dice con un suspiro que termina en tos.

En ese momento suena muy discretamente la campana del castillete de entrada. Me sobresalto. Estoy en la puerta en un abrir y cerrar de ojos, abro la mirilla algunos milímetros. Es Armand, sobre uno de los castrados de La Roque con la mirada sombría y el fusil en bandolera.

– Ah, eres tú, Armand -digo con voz amable-, vas a tener que esperar un poco, el tiempo de buscar la llave.

Pongo la mirilla en su lugar. La llave está por supuesto en la cerradura, pero quiero darme un poco de margen. Me alejo a paso rápido y le digo a Evelina:

– Ve a la casa a decirle a la Menou que traiga un vaso y una botella de vino aquí.

– ¿Me quiere llevar, Armand? -dice Evelina, pálida y tosiqueando.

– Pero no. Además, es muy simple. Si quiere llevarte, lo pasamos en seguida a cuchillo.

Me río, y ella se ríe también con una risa frágil, seguida de tos.

– Escucha, dirás a Thomas y a Cati que no se hagan ver y tú te quedas con ellos.

Se va y yo me voy al depósito, en la planta baja del torreón.

Están todos allí, menos Thomas, arreglando el material de Colin.

– Tenemos una visita: Armand. Quisiera a Peyssou y a Meyssonnier en el castillete de entrada, cada uno con un fusil. Pura precaución, no está en tren amenazador.

– Quisiera ver al animal -dice Colin.

– No, ni tú, ni Jacquet, ni Thomas, y tú sabes por qué.

Colin larga una carcajada. Es agradable verlo tan alegre. Su ratito de conversación con Inés Pimont le ha hecho bien.

Cuando cruzo el patio del segundo recinto veo a Thomas que sale de la casa como una ráfaga.

– Voy.

– ¿Cómo? -digo secamente-. Acabo de decir justamente que no vinieras.

– ¿Es mi mujer, no? -dice con los ojos centelleantes.

Preveo, por su aspecto, que no lo voy a hacer ceder.

– Vienes, con una condición: no abres la boca.

– Prometido.

– Diga lo que diga, no abras la boca.

– Ya he dicho que lo prometía.

Apuro el paso hasta el portal. Y allí agito un poco la llave en la cerradura antes de abrir. Ahí está Armand. Le estrecho la mano, la mano que lleva mi anillo en el meñique. Aquí está, con sus ojos claros, sus cejas blancas, su carota, sus botones y su uniforme paramilitar. A su lado, reconozco a mi lindo, mi pobre Faraón. Lo acaricio y le hablo. Digo pobre, porque es como para ser compadecido el tener en el lomo un jinete que le maltrate hasta ese punto la boca. Encuentro en mi bolsillo, a pesar de nuestras severas economías, un terrón de azúcar y sus labios golosos lo atrapan en seguida. Y como Momo llega con la Menou trayendo vasos y botellas, le confío a Faraón recomendándole que le saque el freno y le dé una ración de cebada. Prodigalidad que hace murmurar a la Menou.

Henos aquí sentados en la cocina del castillete, reunidos con Meyssonnier y Peyssou, bonachones y armados. En cuanto a Armand, tiene el vaso lleno en la mano, bastante incómodo, no por el vaso, desde luego, sino por lo que tiene que decirnos; yo ataco, decidido a tratar sin rodeos el asunto:

– Estoy muy contento de verte, Armand -digo trincando con él (no pienso terminar mi vaso, no bebo nunca a esa hora, pero dentro de un rato Momo estará encantado de tragarse las tres cuartas partes), justamente iba a mandarles un correo para tranquilizar a Marcel. Pobre Marcel, ha debido estar muy inquieto.

– ¿Entonces están aquí? -dice Armand, dudando entre la pregunta de cajón y el tono acusador.

– Pero claro, ¿dónde quieres que estén? ¡Ah, habían calculado muy bien el golpe! Las hemos encontrado en el cruce de la Rigoudie con las valijas. Y he aquí que la mayor me dice: Vengo a pasar quince días con la abuela. Ponte en mi lugar: no tuve el coraje de echarlas.

– No tenían derecho -dice Armand con enojo.

Es el momento de frenarlo un poco, aunque siempre con tono bonachón. Abro los brazos al cielo.

– ¡No tienen derecho! ¡No tienen derecho! ¡Exageras, Armand! ¿No tienen derecho a pasar quince días con la abuela?

Thomas, Meyssonnier, Peyssou y la Menou miran a Armand con una silenciosa desaprobación. Yo también lo miro. ¡La familia está con nosotros! ¡Los lazos sagrados en nuestro bando!

Para esconder su turbación, Armand mete su nariz aplastada en el vaso y lo vacía.

– ¿Otra vuelta, Armand?

– Con mucho gusto.

La Menou refunfuña, pero le sirve. Yo choco, pero no bebo.

– Donde no tienen razón -digo ecuánime y razonable- es en no pedirle permiso a Marcel.

– Y a Fulbert -dice Armand ya en la mitad de un segundo vaso.

Pero no le voy a hacer esa concesión.

– A Marcel que le hubiera informado a Fulbert.

Armand no es tan idiota como para no comprender el matiz. Pero, no se decide a hablar en Malevil de los decretos de La Roque. Vacía el vaso de un trago y lo deja. Momo podrá pasar la lengua, no queda ni una gota.

– ¿Bueno, y entonces? -dice Armand.

– Entonces -digo levantándome- dentro de quince días las devolveremos a La Roque. Puedes decírselo de mi parte a Marcel.

No me animo a mirar el rincón donde está sentado Thomas. Armand mira la botella, pero como no hago amago de ofrecerle un tercer vaso, se levanta y sin una palabra de adiós ni de agradecimiento, sale de la cocina. A mi entender, es por pura timidez: cuando no infunde miedo a la gente, ya no sabe cómo tratar con ella.